Si el primer debate
presidencial hace un mes fue la confirmación de que el segundo lugar en la
contienda era el frentista Ricardo Anaya, el segundo debate anoche en Tijuana,
fue el arranque de una segunda vuelta electoral por la vía de los hechos, donde
quienes no quieren que camine solo hacia Palacio Nacional Andrés Manuel López
Obrador, se verán en la encrucijada de respaldar al segundo lugar consolidado y
sacrificar, quienes hayan optado por otra opción, a abandonarlo en el último
tramo de la campaña. Es tan simple como cruda la alternativa: si la gangrena
impide la salud del cuerpo, esa gangrena –el tercer y cuarto lugar-, tiene que
ser amputada. Si no se hace, el cuerpo se pudrirá y López Obrador será Presidente
el 1 de diciembre.
La segunda vuelta es un
diseño institucional que se utiliza en las democracias para evitar que la
polarización, donde no existe ese instrumento, atomice el voto. La segunda
vuelta permite que si en la primera ningún candidato alcanzó más del 50 por
ciento del voto, se realice una nueva votación entre los dos que alcanzaron el
mayor número de sufragios. De esa forma se produce un realineamiento de los
electores en torno a dos candidaturas, sin distracciones de ninguna naturaleza
que permiten un mayor consenso de quien triunfe y provee gobernabilidad después
del proceso.
El año pasado en Francia,
Emmanuel Macron alcanzó en la primera vuelta el 24.01 por ciento del voto,
seguido por Marine Le Pen con el 21.30 por ciento, François Fillon con el 20.1
y Jean Luc Melénchon con 19.58 por ciento del voto. En la segunda vuelta, todos
menos Melénchon apoyaron a Macron para evitar el triunfo de la ultraderecha, y
ganó con el 61.79 por ciento del voto, contra el 38.21 por ciento de Le Pen. No
ha sido nada inusual a lo largo de las experiencias en varios países, donde el
segundo lugar en la primera vuelta ganó la segunda y última elección. Incluso,
se han dado casos, como el reciente en Costa Rica, donde Carlos Alvarado
Quesada, quien se quedó a 2.24 por ciento de voto frente a Fabricio Alvarado
Muñoz, terminó ganando por una diferencia de 21.33 por ciento del voto.
La posibilidad que el segundo
lugar ganara en la segunda vuelta, llevó al PRI a oponerse siempre a
legislarla. Durante más de una década se ha buscado incorporarla en el sistema
electoral, pero primero fue el entonces Gobernador del Estado de México,
Enrique Peña Nieto, con su poderosa bancada en el Congreso, y después como
Presidente, quien bloqueó todas las posibilidades de legislarla. La racional
era clara. No iban a abrir esa puerta porque en una segunda vuelta el PRI
perdería la elección. Esa línea de pensamiento era anacrónica, resultado de una
clase política priista que nunca evolucionó con las derrotas de 2000 y 2006, y
seguía pensando el poder en términos de la hegemonía que gozaron en la
Presidencia durante 70 años.
No leyeron los tiempos y
pensaron, quizás, que el regreso a Los Pinos en 2012 era el retorno a más
sexenios bajo control priista. Un paquete excepcional de reformas –por su profundidad,
amplitud y alcances de largo plazo-, mal negociado, peor implementado, y
acordado cupularmente con liderazgos débiles o corruptos, fue acompañado en la
primera parte del sexenio de un gobierno ineficiente y sin resultados
inmediatos para una sociedad crecientemente agraviada por los gobiernos
priistas, a quienes les pasaron facturas contundentes en las elecciones
federales y estatales de 2015 y 2016, dejaron de gobernar unos 20 millones de
mexicanos. Aquello no era un síntoma del deterioro priista, sino una enfermedad
crónica. Lo vio Peña Nieto, pero nadie en su entorno comprendió la profundidad
de la molestia hasta que comenzó la campaña presidencial. “Sabíamos que no
estábamos bien, pero nunca nos imaginamos lo mal que estábamos”, dijo recientemente
uno de los principales colaboradores del
Presidente.
El candidato para enfrentar
esa adversidad fue José Antonio Meade, sin militancia ni experiencia
partidista, quien no ha podido deshacerse de la losa que lo está sepultando
junto al gobierno y al partido en el poder. Meade llegó al segundo debate con
la claridad de que era anoche o nunca.
“Nos jugaremos todo en él”,
dijo uno de los principales integrantes de su cuarto de guerra.
“Sabemos que si no ganamos
contundentemente, será todo para nosotros”.
Los debates, salvo casos
excepcionales en otros países, no cambian tendencia de votos. Pueden quitar
puntos si se cometen errores garrafales o mejorar la percepción. En todo caso,
los debates tienen un valor más cualitativo que cuantitativo, con impulsos
–llamados convention boost- efímeros, como los puntos que ganó Anaya tras el
primer debate, se evaporaron con el paso de los días.
El debate en Tijuana no
modificará las tendencias de voto. López Obrador con bastante seguridad se
mantendrá muy arriba el las preferencias electorales, seguido de Anaya, que
sube puntos porcentuales de manera inofensiva para el puntero, y de Meade, que
mantiene una tendencia a la baja. La segunda vuelta prácticamente está definida
entre López Obrador y Anaya, donde los priistas -con el Presidente Peña Nieto a
la cabeza- tendrán que decidir que es lo más importante, respaldar a quien les
ha dicho cotidianamente corruptos pero que continuará con las reformas
emprendidas en el sexenio, como Anaya, o darle el apoyo a López Obrador, que
probablemente modificará o sepultará buena parte de las reformas peñistas, pero
con quien no tienen agravios personales. La decisión será definición. No es
fácil, pero está clara.
Este texto fue escrito antes
del segundo debate presidencial.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 21/05/2018 | 02:00 AM)
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