El
presidente Enrique Peña Nieto siguió regañando a los mexicanos cuando les
objetó que no apreciaran las reformas, mientras el secretario de Desarrollo
Social, Luis Enrique Miranda, hizo lo mismo con los senadores del PRI cuando le
reclamaron la desatención de los delegados federales, la permanencia de
panistas y fallas en la operación de los programas. Sutil el Presidente,
grosero como es su compadre el secretario, lleno de palabras altisonantes ante
la carencia de recursos dialécticos. Mientras, el secretario de Gobernación,
Miguel Ángel Osorio Chong, reparte su tiempo entre ser el principal policía de
la nación y tareas de promoción personal con obras sociales, con la mira puesta
en la sucesión presidencial de 2018, aunque lo niegue públicamente. El Gobierno
peñista ya no entiende que no entiende, como se dijo en este espacio desde la
crisis de octubre y noviembre de 2014, sino que aunque entienda, no tiene
remedio.
La
falta de cuidado y prudencia de los dos operadores políticos que todavía tiene
a la mano, junto con una política de comunicación social sin autocrítica que
insiste en hablar de “reformas” –el error del mensaje al emplear la palabra que
genera repudio mundial porque significa alterar el statu quo–, identificando en
la prensa a sus enemigos, son las últimas pinceladas de un Presidente y un
Gobierno que vienen en picada y que tratan de rescatar con discursos.
La
percepción y la realidad chocan todos los días en un país donde su Presidente
ha sido incapaz, como todo gobernante debe hacer, de administrar las
expectativas. No hay intento por achicar la brecha entre las realidades y las
percepciones porque parecería que la única realidad que existe es la que ve el
círculo más cercano a Peña Nieto.
Las
cosas en la calle, no en Los Pinos, es diferente. Expertos en opinión pública
coinciden en que no hay ninguna acción que pueda hacer Peña Nieto en lo que
resta de su Administración, que pueda revertir el daño que sus errores en la
gestión han causado a su Presidencia, ni decisión que pueda llevarlo a terminar
el sexenio con un equilibrio entre aprobación y desaprobación. Un especialista
se preguntaba qué empresa o medio de comunicación será el primero que se atreva
a publicar el apoyo a Peña Nieto por debajo de los 20 puntos porcentuales, como
las mediciones intermedias lo ubican.
El
12 de julio pasado, cinco semanas después de la derrota del PRI en gubernaturas
críticas, se escribió en este espacio sobre el escenario de entrega del poder a
un candidato o candidata de oposición, que parecía vislumbrarse para Peña Nieto
en la sucesión presidencial de 2018. “El líder de la nación… enfrenta retos y
rebeliones más propias de fin de sexenio que de la mitad de su gestión”, se
apuntó. “Quizás no se vea claramente ahora, pero conforme se acerque la campaña
presidencial, este ajuste le permitirá saber a Peña Nieto si su candidato tiene
posibilidades reales de ganar la elección en 2018, o mejor negocia la entrega
del poder”.
En
este momento, todas las encuestas de preferencia electoral para 2018 ubican al
PRI, sin importar candidato, como tercera fuerza electoral, y bajando de
respaldo en cada elección que enfrentan. Como partido, se recordó en julio, el
PRI empezó su declive –tendencia que no ha cambiado– entre 2010 y 2011, y desde
las elecciones federales de 2015, los electores lo abandonaron por millones en
las urnas. El famoso voto duro del PRI se colapsó en las elecciones del 5 de
junio porque en algunos estados el acarreo priista el día de la elección sirvió
para abultar la votación de otros. En Veracruz 600 mil priistas movilizados
votaron por candidatos de otros partidos. En Tamaulipas salieron a votar por el
candidato del PAN a la Gubernatura 400 mil personas que un año antes se habían
abstenido.
Al
Presidente ya no le queda tiempo para revertir ese camino, donde la negación de
que su gobierno y su partido están en picada, no contribuye a darle la vuelta a
lo que parece el destino manifiesto del priismo. En julio se planteó como una
consideración estratégica que tendría que considerar el escenario de la entrega
del poder a un partido de oposición que no fuera Morena, de su archienemigo
Andrés Manuel López Obrador, quien posiblemente, de ganar la Presidencia, lo
perseguiría penalmente. De todos los precandidatos, López Obrador es quien no
le conviene en absoluto y con quien difícilmente podría llegar a un arreglo de
transición pactada.
Esto
es precisamente lo que necesita Peña Nieto, en el análisis de la coyuntura
actual, una transición pactada. Los datos lo refuerzan: desde octubre de 2013
su aprobación cae y oscila entre lo más alto donde sólo 4 de cada 10 respaldan
su conducción, a lo más bajo que ha registrado, menos de 2 de cada 10 lo
apoyan. Peña Nieto perdió hace tiempo el consenso para gobernar. Hoy no se ven
condiciones para su renacimiento, que anime y fortalezca su Gobierno.
Tampoco
hay milagros en la política, sino realidades. Peña Nieto puede intentar una
fuga hacia delante, al prácticamente no tener nada que perder. Por lo pronto,
las dos únicas alternativas son o suelta la sucesión presidencial dentro del
PRI, o la pacta con la oposición. Ninguna de las dos, que significan su
derrota, se encuentran en su código genético, pero precisamente es esta la
realidad, la que lo obliga a pensar como nunca antes lo ha hecho.
(ZOCALO/ESTRICTAMENTE
PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 19 DE MOCTUBRE 2016)
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