Así dice el Cholo: Dios no
existe, así como no existe mi mamá, mi papá, mi familia, mi casa. Lo que sí
tiene el Cholo es una vida en la calle, desde los seis años. Una vida en la
calle que le dejó el pelo largo, al estilo de los cholos de los ochenta, con
mechones sueltos y más largos que el resto de la melena, un vestir holgado, un
andar marino, un lenguaje de orilla de banqueta.
El Cholo es bolero. Trae un
cajón de madera y una mochila y una bolsa. Entre tantos escondites, un cuchillo
pequeño que enseña los dientes en cuanto lo muestra. Por si hay chingazos,
dice. Él tiene sus clientes y hasta tarjeta de presentación: bolero de lujo,
hábleme, servicios garantizados, y un número de teléfono celular.
Ya casi es Navidad. Para él
es invierno, diciembre sin veinticuatro ni veinticinco ni treinta y uno. Enero
sin día primero. La navidad no existe, los abrazos de esos días son un glaciar
en la esquina de ese barrio en el que espera igual a la del atole y las
gorditas, o la pachita de destilado de agave. Ambos le permiten aguantar el
frío.
El Cholo acepta todo.
Regalado, aceptado. No puede decir que no: en su condición es un lujo rechazar
una cerveza, un refresco, un taco de cabeza, caldo de carne con sal, chile y
limón. No puedo decir que no, menos si hoy no ha comido. Y ya son las siete de
la tarde. Y el Cholo vuela con esas manos, ese trapo que talla y talla hasta
lograr que el calzado y ese trapo chillen y nazca el brillo.
Trae un mapamundi de heridas
en su cuerpo. Su vida es un panteón o muchos. Cenotafios en sus aceras, sus
brazos. Su cabeza, por dentro y por fuera, es cuatro puñaladas, muchas patadas
y cachazos, dos coños que ese padre ausente no le dio, varias toneladas de
olvidos, kilómetros de desamor, millas náuticas de tequieros y abrazos y qué
bueno que llegaste, no te vayas, te extrañé.
Las cuatro puñaladas son de
esos sicarios, explica. Puñaladas porque no tenían hacha a la mano.
Puñaladas y cachazos. Querían
que delatara a otro que les había robado, agandallado mercancía. Pero él no
sabía nada. Y le dieron duro, tanto que paró en un hospital y apenas pudo
recuperarse. Supo luego que habían encontrado al susodicho y le dieron cran.
Es diciembre. Navidad,
pregunta. Lo único que sabe es que hace frío y que esa chamarra busca otra.
Drogas, cerillos y cigarros
apagados, cortadas de botellazos, ausencias, techo, cama propia, caídas, golpes
en la cárcel, desprecios y otro par de manos: heridas todas de una guerra que
empezó cuando pisó la calle y que no termina de marcar su mente, su piel.
Talla y talla, en cuclillas.
Agazaparse ha sido su vida, su entrenamiento para el fin del mundo que para él
es todos los días. Dios, pregunta. Y se responde: Dios no existe, por eso no
tengo padres. Ni quiero.
Columna publicada el 6 de mayo de 2018 en la edición
797 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 8 mayo, 2018)
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