Se fue de la ciudad cuando
supo que lo buscaban. Había sido militar y luego de una invitación de un oficial
del ejército, se metió a la policía estatal. Muchos, incluso de rango, lo
habían hecho, para tener más estabilidad económica y estar cerca de su familia.
Pero en tierra de paz narca le habían llegado los pistoleros y tuvo un pleito
con ellos. Ahora no se podía zafar.
Por eso huyó con todo y
familia. Allá no le fue tan mal pero volvió cuando supo que la bronca se había
calmado y que ya no lo procuraban. Pero la suerte ya no le sonreía ni encontró
los destellos de la buena vibra que antes lo acompañaba. Se sintió tenso. El
culo y el corazón avisan, dicen. Y a él lo asaltó esa sensación. Tragó gordo,
se tronó todos los dedos de las manos y se le hizo flaco el camino. No me puede
ir tan mal, pensó. Y después de toparse con pared, de tocar puertas que no se
abrieron, se metió de taxista.
Su precario optimismo se
desvaneció: le estaba yendo muy mal. Le tenía que dar trescientos cincuenta
pesos al dueño del taxi por día trabajado y si lograba liquidar todo el sábado,
las ganancias del domingo eran para él. Y apenas acabalaba para pagar la cuota
y le quedaba muy poco para comer y aportar a la casa, para la escuela de los
hijos y otros gastos. Eso lo estresaba. Apretaba los dientes como queriendo
morderse las encías y le pegaba al volante y al tablero. No es posible que me
esté yendo así. Perra vida.
Empezó a pelearse con el
patrón, porque le parecía injusto que de los quinientos que apenas llegaba a
sacar, solo le quedaran 150 pesos. Se peleó con él y con los otros
automovilistas. Usó el claxon para reclamar y varias veces estuvo a punto de
tramarse a golpes. Esto no es para mí, diosito. En eso estaba, lamentándose y
mentándola a diestra y siniestra, cuando recibió una llamada. Tengo algo para
ti. Te llamo en la tarde y te digo dónde nos vemos.
Unos empresarios, de esos
inversionistas que realizaban fuertes operaciones que siempre iban
entrecomillas, que generaban empleos y reactivaban la economía regional, lo
querían de guarura. Estaba contento. Buena paga, aunque sin horarios. Por fin
iba a alivianarse. Le brillaban los ojos y la vida le sonreía de nuevo. Tenía
que guardar las armas largas y usar las cortas, para resguardar a esos pesados.
Un día que salió muy temprano le dijo a su mujer no sé a qué hora regrese. Ya
hace dos meses y no ha regresado.
En la iglesia, la catequista
preguntó a los niños por quién querían orar. Unos dijeron por la paz, otros por
el perrito enfermo. Ella, la hija de apenas diez, pidió que oraran por su
padre. Por qué, preguntó la maestra. Porque está desaparecido. Y mi madre se la
pasa en la iglesia, llorando. Y yo no puedo dormir.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 10 ABRIL, 2017)
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