martes, 21 de marzo de 2017

CINCO HISTORIAS QUE TERMINARON EN EL MISMO LUGAR


La tragedia del Cerro del Centinela en Mexicali acabó con la vida de cinco personas; jóvenes y adultos que dejan familias en la pena y a una sociedad conmocionada. En el caso de los rescatistas y policías perdieron su vida, pero salvaron a decenas

Rozaba los 18 años. Moreno de ojos un poco almendrados, nariz gruesa, lampiño; sin un solo pelo sobre la cara más que sus cejas, el joven oriundo de Chiapas no tenía mucho tiempo de haber llegado al Estado de México.

Su destino: el Heroico Colegio Militar. Recién cumplida su mayoría de edad -tres días después, para ser precisos-, Noé Carrasco Ruiz recibió una carta firmada por el General de Brigada del Estado Mayor, Manuel Sánchez Aguilar, quien un año atrás era director de Transporte Militar y, en 2002, el presidente del Centro de Examen en la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA); bajo esa investidura le dio la buena noticia al flaco muchachillo.

Su examen había sido aprobado para ser piloto aviador militar y debía presentarse cuatro días después a las siete de la mañana en la escuela de aviación.

“Queremos que comparta con sus padres la alegría que sin duda les causará el saber que su esfuerzo está obteniendo sus primeros frutos…”, leyó el próximo piloto.

Así empezó una historia que terminaría en la fatalidad.

Cuatro historias más completamente diferentes, se enlazarían años después ante el “altivo y viejo guardián” en Baja California.  

“Comandante, encontramos a la persona”

Llevaban más de doce horas de búsqueda continua.A pesar de no tener la certeza, los integrantes del grupo de rescate Los Aguiluchos suponían que buscaban el cadáver de la joven que horas antes se había reportado como desaparecida en el Cerro del Centinela en Mexicali.



 Noé Carrasco Cruz, piloto PEP

“M’ijo, ¿vas a ir a trabajar tú también? Ya te tienes que ir”, dijo Arturo López, el comandante de Aguiluchos, a las 4:30 de la mañana, tras una larga jornada de búsqueda, a  Roberto Caloca Quiroz, quien horas después moriría tras rescatar el cuerpo sin vida de la joven, entre las rocas del Centinela.

La pregunta del comandante no era fortuita, Los Aguiluchos son un grupo de rescatistas conformados por voluntarios:

“Todos tenemos familia, todos tenemos trabajo, el momento disponible que tenemos es lo que le dedicamos al grupo”. Los rescatistas no viven de eso, carecen de recursos, no son patrocinados por el gobierno, pero sí llamados por éste en emergencias.

Profesor de educación física, Roberto Caloca entraría a sus labores diarias ese lunes 13 de marzo al amanecer, aun así, respondió al comandante:

“No; me voy a quedar porque el incidente lo vamos a sacar antes de que entre a trabajar”.

 La decisión de Roberto por quedarse también respondía a que el grupo no cuenta con los recursos económicos necesarios, prefirieron levantar un campamento en las faldas del cerro, que regresar, movilizar vehículos y consumir combustible.

El sábado 11, jóvenes de un gimnasio pagaron 120 pesos por persona por participar en un ascenso al cerro frente a la Laguna Salada.

Al descender, se dieron cuenta que Karen Violeta Ruiz Sánchez, una mujer de 26 años, no bajó como todos. La reportaron como desaparecida. Karen era descrita por sus amigos como alegre. Cumpliría 27 años.

Era soltera y había terminado su carrera de contador público. Estudió primero en la Universidad de Occidente en Los Mochis, Sinaloa,  y después se mudó a Mexicali, donde vivió los últimos seis años.

Cuando Karen apenas cumplía dos años en su natal Sinaloa, el Grupo Bravo 10, al que pertenecía el paramédico que reconocería y ayudaría a trasladar su cuerpo inerte, se estaba creando, y casi simultáneamente, el rescatista que levantara su cuerpo para luego morir, se estaba integrando al recién creado grupo.



Roberto Munguia, Bravo 10 

El domingo 12 de marzo por la tarde una compañera de Karen, quien había bajado el cerro, llegó a su carro, se subió y se fue al Hospital General donde estuvo internada por deshidratación.

 Cuando la dieron de alta, regresó al cerro para enterarse de la desaparición.

Se entrevistó con el equipo de rescatistas, les dio información y se retiró. “Empezamos a rastrear el lugar y le decimos que no hay nada”. Más horas de fracaso.

En la mañana del lunes, quien sufrió la deshidratación regresó al lugar. La entrevistaron de nuevo y ella pidió llevarlos al último lugar donde vio a Karen caminar detrás de ella.

 “Yo dije -recuerda López, el comandante- ´Roberto por favor, llévate a la muchacha y llévate a dos compañeros de aquel lado´”.

Al llegar al lugar, la mujer les dice “por aquí bajé”.

Y dos minutos antes que llegaran al cuerpo, otra persona en labores reportó el cadáver de Karen. “Me habla Roberto y me dice: ‘Comandante, encontramos a la persona’”.  

Un querido paramédico Jorge Alberto Zavala Martínez tenía cara de niño. Inconfundible. Un peinado intacto. Personalidad seria. Noble, caballeroso, un parado casi militar. Casado y padre de un pequeño hijo. Tenía 31 años recién cumplidos cuando murió. 


Jorge Alberto Zavala, paramédico de la PEP

En vísperas de Navidad 2015, Zavala terminó su cuarta carrera, la de policía.

Salió de la academia con un reconocimiento por su “apoyo y auxilio en el área de enfermería” durante su formación.

Atendió a compañeros lesionados en los entrenamientos. La atención médica era lo suyo. A eso se dedicó durante 13 años.

Ya se había recibido como técnico en Urgencias Médicas. Había estudiado Medicina y también Derecho, de la última se recibió y ejerció en el despacho de su padre.

Litigó por cinco años.

Joven e inquieto, en 2016 se estrenó como escolta de un mando estatal. En la Policía Estatal Preventiva (PEP) era el oficial con mejor preparación como paramédico.

Cargaba siempre con un botiquín enorme, una maleta más equipada que algunas ambulancias.

Ir con él, era estar seguro de recibir la mejor atención en cualquier crisis. Eso le valió ser nombrado hace menos de cuatro meses, Oficial Táctico de Vuelo en el helicóptero XC-PEP, el mismo que se enredaría en los porta cables en la zona de El Centinela, y en el cual perdería la vida junto con Noé Cruz, el piloto, Roberto y un rescatista más.

Sin ninguna relación, en 2002, a más de 2 mil 700 kilómetros, un día antes del cumpleaños 18 del cadete aviador en el Distrito Federal, Jorge Alberto Zavala Martínez ingresaba a su primer día de clases en la Secundaria Técnica Número 1 en Zona Río, sobre el Bulevar Niños Héroes en Tijuana.

 ¿Quién diría que esas dos vidas se cruzarían en el infortunio de la desgracia?   

“Vivir y ver tantas tragedias, con el tiempo te cobra la factura” 

El domingo 12 y lunes 13 de marzo, los días de búsqueda de Karen Violeta, Roberto Munguía, un experto en rescate y emergencias médicas, se quedó en la base precisamente porque era paramédico.

Ese día era el responsable de la ambulancia del Grupo de Rescate Bravo 10 Modular tipo 1 4×4. Su presencia no era necesaria en los cuadrantes de búsqueda.

Sin embargo, al mediodía, cuando encontraron el cadáver de la mujer, los dos agentes de la PEP, Jorge y Noé, comunicaron al Grupo Bravo 10 que se requería de la presencia de un paramédico para dar fe que efectivamente el cuerpo ya no tenía signos vitales. Es un protocolo. Y la presencia de Munguía era necesaria.

Roberto Caloca estaba a metros del cuerpo cuando llegó la aeronave ya con Munguía. Se pidió el equipo para la extracción y Munguía hizo el trabajo: empaquetar el cuerpo de Karen dentro de la camilla de rescate, labor en la que le ayudaron las otras personas.

El helicóptero llegó a base con su misión.

Descendieron el cuerpo, pero por el espacio, Caloca y Munguía se quedaron en el lugar del hallazgo. Los policías decidieron regresar por los dos rescatistas y bajarlos en helicóptero de la montaña para que no se cansaran.

“Ya tenían todo el día anterior trabajando, se entendía que estaban cansados. De dos en dos los iban a estar trayendo, el helicóptero había trabajado toda la mañana sin ningún problema. El cambio de ruta, eso fue lo que nos llamó la atención”, narra el mejor amigo de Munguía, el comandante del Grupo Bravo 10, Raúl Ruiz. 


Roberto Caloca, rescatista aguiluchos 

Luego el llanto le interrumpe la voz:

“Munguía estaba muy emocionado por trabajar en helicóptero, no lo expresaba por la disciplina, pero yo como amigo lo noté. Iba muy emocionado, era su primer viaje en helicóptero. Creo que el piloto se regresó por ahí para que los muchachos nos saludaran porque pasó arriba de nosotros, cuando vimos que iba a caer la aeronave, pensamos que iba a caer encima de nosotros”.

Ruiz y Munguía además eran vecinos, todas las mañanas compartían una taza de café:

“El martes mi esposa me dijo que si me servía café y no pude tomármelo porque me acordé de mi amigo”, regresa la voz quebrada. Roberto Munguía nació el 12 de junio de 1974, casi diez años antes que los policías del XC-PEP nacieran.

Cuando ellos tenían seis o siete años, el rescatista ya era parte del Grupo Bravo 10. Roberto fue voluntario en la Dirección de Bomberos durante años en Mexicali, pero cuando fue candidato a obtener una plaza, “le dijeron que como tenía 33 años, no lo podían aceptar, solo a menores de 30 años, pero en Bomberos se necesita gente de vocación y él la tenía”, recuerda su amigo.

Su último trabajo fue en la fábrica de papel San Francisco, donde fue jefe de seguridad e higiene, pero renunció porque aplicó para formar parte del Grupo Beta, ya había entregado sus documentos y acudido a la entrevista, pero todavía no estaba definida su plaza ni su fecha de ingreso.

“Estaba contento, amaba mucho a su familia, apoyaba a sus amigos, daba la camiseta por otros y se quitaba el pan de la boca para dárselo a quien estuviera a su lado”.

Excepto Karen, los policías y rescatistas muertos dejaron a sus hijos huérfanos: Caloca era divorciado y con hijos; Munguía dos niñas y un varón recién nacido; Zavala, un pequeño parecido a él.

Por sí mismos, los hechos ocurridos en las faldas del altivo Cerro del Centinela son una tragedia.

 ¿Pero qué hay detrás de cada nombre perdido? Hoy, familias y amistades piden el fin de una pesadilla.

Las lágrimas que recuerdan a sus amigos y familiares perdidos en el accidente son tan reales como contagiosas.



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