MÉXICO, D.F. (Proceso).- A
Jacobo Zabludovsky lo llevaba conmigo como una pesadilla. En cualquier momento
se me aparecía. Seguidores entusiastas en todo el país hablaban de él, de la
penetración de su trabajo, de su información privilegiada, de su porte, de su
elegancia, de su corbata negra, de su fina ironía, de su lenguaje impecable, de
su dicción sin error.
Los secretarios de Estado se
exhibían a su disposición, orgullosos de comunicarse con el número uno de las
noticias. Y así los gobernadores de los estados y así las señoras de fama y así
los diplomáticos y así los generales. No obstante el coro que le cantaba,
Zabludovsky centralizaba uno de los vicios mayores de las dictaduras: la
libertad de expresión dictada desde el poder.
El 1 de septiembre de cada
año era el día del presidente, el día de su informe al Congreso de la Unión.
Con el micrófono en la mano, Zabludovsky y Lolita Ayala a su lado, tan
femenina, tan bien vestida, tan dueña de su carácter de informadora, observaba
embebida la manera con la que Jacobo desplegaba su talento.
A las 10 de la mañana en
punto, una hora antes de que el Ejecutivo se presentara ante el Congreso, la
pareja animaba el ambiente para una recepción masiva y clamorosa. Cuatro horas
después, hacia las tres de la tarde, todo eran alabanzas para el jefe de la
nación, el país en marcha y en paz. El 1 de septiembre era el día del
presidente de la República pero también el día de su propagandista. La política
y los intereses los igualaban.
* * *
Apartado de 24 Horas, ya en
la época del presidente Vicente Fox, Zabludovsky se explicó en relación con su
época de oro.
–Eran los tiempos –dijo.
Eran, efectivamente, los
tiempos de la información unificada, pero eran también los tiempos de la
riqueza a manos llenas para algunos informadores. Si Emilio Azcárraga Milmo se
había declarado soldado del presidente, no hacía falta que Zabludovsky se declarara
soldado de Azcárraga Milmo. Inacabable su fortuna, el dueño de Televisa la
mostraba en vivo y la repartía.
Reunido con Bernardo Garza
Sada, Fernando Senderos, Eloy Vallina, Carlos Slim, convocados a una cena por
el licenciado Antonio Ortiz Mena, exsecretario de Hacienda, para colectar
dinero destinado a la campaña presidencial, Azcárraga miró a todos de arriba
abajo. Él daría más dinero, mucho más que la cuota que se les había asignado a
los hombres más ricos de México.
Zabludovsky no podía estar al
margen de los millones generosos que se acumulaban en la cuenta bancaria de
Azcárraga.
Enrique Krauze me contó de
una conversación con el creador de 24 Horas y su estilo novedoso en la
televisión. Le dijo Krauze a Zabludovsky que hay perros que ladran y amenazan,
y cuando ladran y amagan actuando con la acometida, no representan riesgo
alguno. Hay otros perros, subrayó el historiador, que en el ladrido y el embate
se la juegan completos.
Hoy Zabludovsky ladra y muy
de vez en cuando enseña sus dientes sin filo.
En el libro La terca memoria,
Scherer narra:
Nos veíamos los viernes en el
Camino Real y algunos amigos de Juan (Sánchez Navarro) se unían a nuestra mesa.
Pronto fuimos seis y el espacio resultó incómodo. Nos trasladamos al comedor
del Club de Industriales y de ahí a la biblioteca del suntuoso centro de
reunión de los magnates. El grupo crecía. Pronto fue insuficiente la biblioteca
y en un salón terminamos 20, 30, 40 comensales.
Aparecieron algunas señoras y
Juan se solazaba. A su izquierda y a su derecha no había sitio para varón
alguno. El buen humor predominaba en los prolongados desayunos y la concordia
era manifiesta. Juan y yo nos sentábamos frente a frente, amistosos. El afecto
entre nosotros fue creciendo. Ante un grupo, públicamente, alguna vez Sánchez
Navarro dijo que, a la distancia, le parecía aberrante el boicot publicitario
que había encabezado contra Excélsior, como aberrantes le parecían las
consecuencias posteriores. Echeverría había jugado con todos el juego del que
era maestro, la traición.
Más tarde me contó:
Los empresarios que pesaban,
los del poder económico y la influencia política, preocupados por el rumbo que
tomaba Excélsior, acordaron reunirse en la casa del fundador de la ICA,
Bernardo Quintana. Invitaron al presidente Echeverría, que concurrió puntual a
la cita. Hablaron del periódico. Era peligrosa la posición que asumía, más y
más cargada a la izquierda. El director, Julio Scherer García, no ocultaba su
tendencia política y era verosímil que se tratara de un sujeto proclive al
comunismo. El diario mantenía un ritmo de crecimiento sostenido, fenómeno que
se sumaba a las inquietudes de los empresarios. El anfitrión tomó la palabra y
solicitó el parecer del presidente de la República.
Echeverría fue directo. Los
hombres de la iniciativa privada rendían su cuota al auge del periódico, la
publicidad era fuente de ingresos para el diario. Así fortalecía al enemigo
común. En manos de los empresarios estaba el remedio a una situación que ya era
crítica.
Los comensales hicieron suyas
las palabras del presidente, pero no entendieron el significado de los ojos a
medio cerrar del maestro de la doble, triple, cuádruple intriga. Sánchez
Navarro encabezó el boicot publicitario y muchos se sumaron a la campaña. Las
24 Horas de Jacobo Zabludovsky fueron un ariete. “Eran los tiempos”, diría
tiempo después como explicación de su noticiario plegado al poder, pero esos
tiempos hicieron millonarios a algunos.
(…)
A Díaz Ordaz se le reconocía
una inteligencia clara y una voz profunda, de dicción perfecta. Llamaban la
atención sus enormes dientes hacia fuera y sus ojos redondos, pequeños. En su
presencia, nadie se permitía un comentario irónico o una sonrisa encubierta al
mirarlo tan feo, porque feo era.
La unión entre el gobierno y
los medios de comunicación demostraban que existen los matrimonios perfectos.
Jacobo Zabludovsky representaba la verdad oficial que se admite porque no hay
manera de recelar de un hombre con las altas virtudes inmanentes de nuestros
gobernantes.
En el libro Estos años,
revela:
Había gana de platicar.
Dejaría la presidencia a los 46 años, edad inmejorable para mantener el ímpetu.
El país lo calaba. A él dedicaría la vida. Sus palabras me parecieron piezas de
un rompecabezas que encajaban naturalmente unas con otras. Se expresaba como un
estudioso ante un trabajo conocido, ordenados los verbos y los sujetos,
precisos los signos de puntuación. Mostraba la seguridad de un académico de
altos vuelos, pero en su lenguaje no aparecían las ideas del hombre que ha
desgastado los libros para interrogarse acerca del hombre.
Me habría gustado hablarle de
Carlos Hank González y su afán por atraer a su círculo a políticos,
escritores, artistas, magnates, periodistas: las fiestas, la abundancia, los
regalos a todos, santaclós los 365 días del año. Habría querido narrarle cómo
de los 32 periódicos que se editan en la Ciudad de México, uno, según datos de
la Unión de Voceadores, circulaba entre 50 compradores, pero, eso sí, cebadas
sus planas por la publicidad.
En la atmósfera relajada que
había propiciado, tuve manera de hablar de Jacobo Zabludovsky. Incondicional de
los presidentes, bebía sus palabras, las que fueran; servil a los proyectos del
poder, los apoyaba todos. A cambio de una popularidad sin hondura, gastaba su
alma.
Ilustré mis palabras con un
ejemplo, entre muchos:
Un domingo frente a la
televisión –jugaban América y Guadalajara–, leí en la parte inferior de la
pantalla que al término del partido el licenciado Jacobo Zabludovsky difundiría
trascendentales entrevistas con los presidentes de México y Chile. Reunidos en
Santiago, firmaban ese día el acuerdo del libre comercio entre las dos
naciones.
Zabludovsky se comportó como
siempre. Experto en su quehacer, asentía, subrayaba, dejaba ir la pregunta
pertinente para el lucimiento de los personajes. No había en su interrogatorio
el escepticismo del que quiere saber, la sutileza de alguna pregunta envuelta
en suave impertinencia. Los presidentes sentaban cátedra, profesores de
economía ante el ilustrado mundo latinoamericano.
En su turno, Patricio Aylwin
dijo que el tratado abría para Chile un mercado potencial de 80 millones de
compradores mexicanos. Entre esos compradores del vino chileno y el cobre de la
mina “El Teniente”, sin duda contó a los indígenas de Oaxaca, a los campesinos
de Chiapas, a los habitantes de las montañas de Guerrero, a los ixtleros de San
Luis Potosí, a los tepehuanes de Durango que beben el viento y comen todo lo
que se mueve.
Zabludovsky seguía en lo
suyo:
–Señor presidente…
Después de escucharme con una
atención que me pareció expectante, dio sentido al encuentro de ese día, 6 de
noviembre:
–Mi palabra empeñada, la
palabra del presidente de la República, que Proceso no sufrirá agresión alguna
durante mi mandato.
(…)
Compañeros de trabajo en
Excélsior y Proceso y más tarde separados por la política, Miguel López Azuara
y yo nos llamamos “jefe”. Hoy al servicio del gobernador de Veracruz, Patricio
Chirinos, antes ocupó la Subdirección de Prensa de la Presidencia de República.
–Jefe –me anunció una noche–,
el licenciado Salinas lo invita a una cena en la casa de Gabriel García
Márquez, este sábado.
–¿Qué me dice?
–Necesito sus documentos para
tramitar su visa en la embajada de Colombia.
–¿El sábado, dice?
–Sí, el que viene.
–¿Hay otros invitados?
–El Güero Zabludovsky y
Beatriz Pagés, a la que tanto quiere.
–Deje pensarlo.
–Apenas hay tiempo.
–Le digo mañana.
–Dígame ahora.
Al día siguiente le dije que
no. Me advirtió que mi negativa implicaba un desaire al presidente de la
República y a García Márquez. Repuse que no cometía desaire alguno, que el
presidente conocía mi opinión acerca de Zabludovsky, de salivosa y permanente
adulación al poder. En todo caso yo era víctima de una descortesía.
Tomada la decisión, no tuve
duda: el periodista Zabludovsky me hace falta como punto de referencia: vive la
vida que desprecio.
(…)
Le hablé de los temas que
corren en estas páginas y le conté por qué había evitado el viaje a Moscú y a
Johannesburgo para encontrarme con Gorbachov y Mandela. Aunque el presidente ya
me había dicho que mi aspiración profesional era legítima, yo pensaba de manera
distinta. Las entrevistas obtenidas desde el poder tramarían hilos sutiles en
una relación que había rechazado desde su origen. Una cortesía conmigo se
traducía en una atención al presidente de la República, gestos en las alturas.
Toqué un punto central: la
sumisión del periodismo a los intereses del poder y cité a dos clásicos:
Zabludovsky y Díaz Redondo. Le dije al presidente que todo adulador quiere algo
por vía oblicua, en nuestro oficio, dinero e influencia, impunidad, prestigio.
Sentados uno frente al otro en una mesa rectangular, el presidente me escuchaba
sin un comentario. No observé en él algún rictus que expresara contrariedad o
impaciencia. Su actitud era amable y parecía solícito. Apenas movía el cuerpo y
manejaba los cubiertos con suavidad. Fui más lejos: los aduladores se
disfrazan. Agregué: son peligrosos, la traición al acecho.
Recordé una de nuestras
primeras conversaciones y la ya vieja insistencia de entonces: que me hiciera
llegar documentos que sólo el gobierno posee y que me servirían como punto de
apoyo para escribir sobre la corrupción en los medios de comunicación,
particularmente la prensa. Le hablé de mi desencanto. Le dije también que al
final de su gobierno de alguna manera los hechos me daban la razón: 24 Horas y
Excélsior padecían el desprestigio. Excélsior no era más el gran diario lejos
de sus competidores, y a Zabludovsky, para alivio de muchos, Ricardo Rocha lo
sustituía en trabajos especiales. (Después de las elecciones trascendió en
Televisa que Emilio Azcárraga y Diego Fernández de Cevallos habían pactado una
entrevista por el canal 2. El ex candidato a la Presidencia de la República dio
pie a un acontecimiento en los dominios de Azcárraga: la entrevista sería al
gusto de Diego, en vivo, sin límite de tiempo, sin un corte, en el mejor
horario del canal de las estrellas y excluido Zabludovsky. Más aún: Televisa
retransmitiría la conversación al día siguiente, íntegra. Diego fue violento
contra el presidente electo, Ernesto Zedillo, y Azcárraga pretendió editar la retransmisión
del programa especial. Diego se opuso. Azcárraga dobló las manos.)
Pasadas las cuatro y media de
la tarde, en el postre, mantuve el dedo en el renglón y dije simplemente:
–No me facilitó usted los
documentos, señor presidente.
–No era el conducto –repuso
sin hendidura para la réplica.
Antes me había dicho el
presidente:
–Yo también tengo un agravio.
Conozco mis sobresaltos: frío
en las manos y un ánimo compulsivo, la desesperación por saber de qué se trata.
Sin preámbulos había apuntado
directo a una portada de Proceso que lo muestra con la cabeza inclinada y dos
palabras que acompañan la imagen: El Declive.
*Estos textos de Julio Scherer García
fueron originalmente publicados en los libros Vivir (2012), La terca memoria
(2007) y Estos años (1995).
(PROCESO / REPORTAJE ESPECIAL/ JULIO SCHERER GARCÍA/ 7
DE JULIO DE 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario