lunes, 22 de abril de 2013

CON EL ESTÓMAGO HINCHADO


 
Javier Valdez/Malayerba
Esa noche le tocó cuidar a los hijos del viejón en una fiesta. Hombres armados daban vueltas sin parar en los alrededores, otros custodiaban y recorrían la manzana, y el resto estaban en las esquinas, en el techo de la casa y por toda la calle: cuernos con cargadores de disco, armas cortas en fornituras y dos camionetas blindadas.

Adentro volaban los camarones y los cortes finos: los de la blanca y los de carnes rojas. Cerveza, güisqui, tequila y ginebra. Los del conjunto de música norteña alternaban con los de la banda y estos con otra banda. Los sonidos viajaban en un túnel que parecía un espiral angosto que luego se ananchaba, crecía y se expandía sin reventar.

Dentro, todo era sabores y pieles ajenas. No era una fiesta de negocios o cumpleañera, sino un simple ejercicio de ratificación del poder y la vida en las cumbres de la criminalidad. Y en medio, cachitos de amistad y lealtad, destellos de fidelidad perruna y cuerpos como escudos que se pueden sacrificar.

Afuera, los punteros y sicarios y escoltas se repartían la zona. Nadie debía pasar. Músculos tensos y duros. Dedos índices a centímetros de los gatillos. Tiro arriba, cargadores abastecidos y dentro de los compartimentos de las pecheras. Seguro botado, como esas miradas, esos corazones bravos, ese índice nervioso como un resorte delgado.

Vamos a dar otra vuelta, dijo él. Era el comandante de la cuadrilla. Sueldo de veinte mil pesos mensuales que no llegaba ni los días quince, sino el veinte o el veintidós. Adicionalmente, cuatro mil pesos diarios para comprar gasolina, algo de comida y cigarros.

Del último anillo de seguridad reportaron movimientos sospechosos. A varias cuadras de ahí. Al ratito les avisaron que era un convoy de militares: van para allá, dijo el del radio Nextel. Todos se pusieron en alerta. Avisaron a los jefes. Evacuaron a los jefes en una de las blindadas.

Era una jumer artillada la que iba al frente. Atrás dos voladoras y un camión verde olivo. Eran unos cincuenta. La calle los vio venir: el oscuro pavimento se incendió con las luces altas de las patrullas militares. Vámonos, gritó uno. Varios lograron salir.

Él miró y decidió topárselos. Volteó hacia atrás y miró cómo los jefes dejaban a su paso el reflejo de las luces rojas traseras. Sacrificarse era la orden. Aceleró y pegó de frente, en seco, con los que encabezaban el convoy. Él quedó herido y el conductor inconsciente. Los militares los bajaron a chingazos y culatazos. Le preguntaron, Dónde está tu jefe, pero él no contestó. Lo tuvieron cautivo, torturándolo. Cuando lo soltaron traía el estómago hinchado, la boca ampollada y una digestión alterada. Al hospital.

Qué le hicieron, preguntaron los de la clica. Los guachos lo obligaron a comer mierda.

19 de abril de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Javier Valdez/  Abril 21, 2013)

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