CAPITULO XIV
Mientras la nave
hacía maniobras para acercarse al puerto, yo miraba ansiosamente con un
catalejo por toda la vasta rada de Guaymas pero no distinguía la villa. De
pronto descubrí una lancha que venía hacia nosotros en la que remaban
vigorosamente dos indígenas. En medio de ellos estaba un hombre al que reconocí
inmediatamente como mi socio M. Camou. Al poco tiempo estábamos dándonos un abrazo
y entregados a grandes transportes de alegría que no se pueden comprender sin
haber pasado por circunstancias parecidas a las nuestras. Fue uno de los
momentos más felices de mi vida.
Luego de los
primeros momentos de placer que nos proporcionó el volver a vernos después de
una larga separación, mi socio me dio varias cartas de algunos de mis amigos de
diferentes ciudades de México en donde yo había residido. En todas ellas me
expresaban los deseos más ardientes por mi éxito lo cual se sumó a la satisfacción
que ya experimentaba. Enseguida, el señor Camou, mi socio, me dijo que
contrario a lo que había prometido, M.D., nuestro tercer socio, este había
regresado a San Luís Potosí para atender sus asuntos personales y no
contaríamos con su ayuda para realizar nuestras operaciones. También me dijo
cuáles habían sido sus motivos para escoger el puerto de Guaymas para llevar a
cabo la descarga de las mercancías de nuestro navío. Me confirmó la información
que me había dado el capitán
Morgado sobre la situación general del país y me dio a conocer las
dificultades a las que íbamos a enfrentarnos y terminó por expresar su
convicción de que teníamos el éxito asegurado.
Pronto, el
comandante de la plaza llegó acompañado de uno de los principales oficiales de
la Aduana y subieron abordo para pasar la visita ordinaria y legal. Nosotros les servimos para refrescarlos un
vino de Champagne y ellos dijeron que nunca lo habían bebido antes y que les
causaba un gran placer. Yo les pregunté si llegaban con frecuencia barcos
franceses a Guaymas y me dijeron que antes del nuestro solamente había llegado
uno, el año anterior, procedente de Burdeos.
Por la tarde bajé a
tierra para visitar la villa que desde donde estaba el navío apenas se podía
percibir. El lugar para desembarcar se encontraba al pie de una colina sobre la
que había unas ruinas que me dijeron era un fortín. Luego de dar la vuelta a la
colina nos encontramos en la esquina de una plaza grande rodeada de chozas
miserables de adobe. En la parte de atrás
había una inmensa roca árida y sin vegetación que dominaba esa horrorosa masa
de casuchas que parecía que estaban amenazadas de una próxima destrucción
inminente. Alrededor y a lo lejos, hasta donde la vista alcanzaba, solamente
había rocas, cactus y malezas resecas. Era como una continuación del paisaje
desolado que me había entristecido luego de una primera exploración de la
costa.
En la plaza, había
un centenar de salvajes desnudos, a excepción de un pedazo de lienzo del tamaño
de una mano que reemplazaba a la mítica hoja de parra, estaban acostados bajo
el sol o vagaban indolentemente de un lugar a otro. No había ningún indicio de
la actividad que caracteriza a una villa comercial, ningún movimiento que
señalara la presencia de una sociedad que vive y que piensa. Me pareció que yo
había caído en medio de una reunión de idiotas y debo decir que en todos mis
viajes jamás había visto tanta desolación. Me sería imposible expresar los
sentimientos que oprimieron mi espíritu al ver aquello que se llamaba la villa
de Guaymas.
De regreso al barco
“La Felicie” me encontré totalmente agobiado por las tristes reflexiones que me
sugerían las cosas que había visto. A
duras penas podía hablar. Nunca había experimentado un sentimiento de tan
profunda desolación y una angustia tan desgarradora. Sufrí de una pena moral que me era imposible combatir por medio de
la razón. Estaba como atontado por la impresión de pensamientos que se
presentaban en tropel sin que mi razón pudiera dominarlos para analizarlos.
Pasé una parte de la noche en un estado de postración en el que llegué a sentir
alarma por mi razón. Cuando se apagaron
todas las luces y cesó todo ruido, me fui al puente. Ahí, en medio del silencio
, de un delicioso viento fresco y en presencia de un cielo majestuosamente
tranquilo en que las brillantes estrellas se reflejaban en las aguas de la
dormida bahía, sentí renacer mi espíritu poco a poco. Pude fijar mis
pensamientos y desenredar el caos que
había envuelto a mi inteligencia. Pero al comenzar a razonar, comencé también a
sufrir. Qué horrorosa perspectiva, me dije, ¿Cómo vender mi cargamento en un puerto tan miserable? ¿Cómo serían las
villas del interior a juzgar por esta? ¿Cómo vender mis telas y mis tejidos en
un lugar en donde los habitantes, al menos una mayoría, no usaban ninguna
vestimenta? Entonces, después de tan
grandes trabajos perdidos, mi porvenir, mi reputación y mi honor estaban
comprometidos. Estos pensamientos eran
espantosos.
Poco a poco, con
mis razonamientos vino la calma. Me dije que me había dejado llevar muy
fácilmente por mi primera impresión, que sin duda me engañaba sobre la realidad
de las cosas y que finalmente, cualquiera que fuese dicha realidad, un hombre
digno de tal nombre debía tomarla con calma y examinarla con valentía para
sacar el mejor partido que fuera posible y que ceder a esa influencia implicaba
una debilidad de espíritu que era indigna de mi persona. Animado por estos
bienhechores pensamientos, la calma y la serenidad sucedieron al abatimiento
que les había precedido y cuando llegó el día, yo había recuperado la energía y
el valor que tenía normalmente. Todas las circunstancias de aquella noche cruel
quedaron grabadas para siempre en mi memoria y su recuerdo aún influye en mi
vida. Aprendí que ante un gran dolor, la calma de la soledad, la reflexión que
acompaña a la calma y los pensamientos de filosofía religiosa que nacen de la
contemplación de las obras de Dios, son un refugio en el que el alma encuentra
de nuevo la fuerza que la había abandonado. Ahora, cuando después de un bienestar
prolongado me ataca la infelicidad, me retiro en mí mismo, contemplo el cielo y
sus bellas noches y de esa manera me consuelo.
Bajo la impresión
de esos saludables pensamientos, regresé el día siguiente a la villa al
amanecer y me pareció menos fea que la víspera y encontré más pintoresca la
roca que me pareció que se iba a derrumbar.
Mi socio me llevó a ver un amplio almacén para guardar la mercancía que
había rentado con anticipación. Estaba construido, como todos los demás
edificios, de adobe, en la planta baja de una construcción con terraza. Dos cuerpos del edificio se unían por un muro
que formaba una cerca, dejando entre ellos un gran patio interior que ofrecía
grandes facilidades para almacenar nuestro voluminoso cargamento. Luego, mientras
esperaba la hora más conveniente para hacer nuestras visitas, me dediqué a
recorrer las casas que estaban esparcidas y que formaban la villa de Guaymas.
La cuestión de las
visitas era muy importante. En estas
regiones tan alejadas del asiento del gobierno general, su poder es muy débil y
cada empleado superior, comandante militar, director de aduanas o jefe
político, se convierte en un pequeño déspota que puede hacer lo que quiera, sin
otro control que el de sus rivalidades recíprocas.
Es conveniente entonces el
ganar su buena voluntad por medio de las atenciones y cortesías a las que son
muy sensibles. Se debe sobre todo, saber inspirar confianza para que ellos no
crean que se van a traicionar los deberes de su cargo. Este es un punto muy delicado y he aquí la
causa.
En México, los derechos a pagar por las mercancías extranjeras son muy
elevados. Como consecuencia, esto produce un atractivo para el fraude y hace la
fortuna de los empleados en lugar de enriquecer al estado. En efecto, los importadores tratan
con los jefes de las aduanas.
Se utilizan, de común acuerdo, los manifiestos de
los barcos pero la cantidad a pagar se divide en tres partes iguales. Una es para el fisco, otra para los
directores del lugar y la tercera es de ganancia para el importador. La utilidad que en esas condiciones iba a
resultar para nosotros en unos cuarenta mil francos se convirtió en más de cien
mil.
Como alumno de la
retrógrada España, México obedece a las creencias económicas de siglos pasados
pretendiendo proteger los intereses de su débil industria y sus finanzas por
medio de elevados derechos a la importación de mercancías procedentes de países
extranjeros.
Se le debe reprochar aunque este error se ha generalizado en el
mundo y solamente en una época reciente la escuela moderna a base de grandes
esfuerzos ha hecho triunfar la opinión contraria que sin embargo es la
verdadera.
Guiados por sus
relaciones con personajes locales que mi socio había cultivado, comenzamos las
visitas por el comandante militar que un día antes había visitado el barco.
Don
Ignacio Ibarra era un hombre todavía joven, bueno y honesto pero su pobreza no
le daba otra influencia que la de su título, apoyado por la fuerza armada que
estaba a sus órdenes.
Esta fuerza se componía de una veintena de pobres
soldados harapientos que vivían junto con su comandante en las ruinas situadas
sobre la colina que está cerca del embarcadero.
Alrededor del fortín y en su
interior hay una media docena de culebrinas de bronce, armas españolas de
grueso calibre, la mayor parte de ellas no tiene cureña.
Después de echar un
vistazo en el fortín, me convencí que en caso de un enfrentamiento yo podría
con tan solo la tripulación de La Felicie, tomar el fortín en menos de un
cuarto de hora y llevar a bordo del barco sus culebrinas que no lo podían
defender.
El comandante se mostró interesado por nuestra solicitud y nos
aseguró su buena voluntad lo que nunca fue desmentido en lo sucesivo. El se
mostró muy reservado acerca de las autoridades administrativas que lo veían con
malos ojos, mas nos dijo bastante como para permitirnos, al menos con lo que ya
sabíamos previamente, normar nuestro criterio acerca de nuestros pasos
ulteriores.
Nuestra segunda
visita que era la más importante, fue al director de la Aduana que era un
mestizo de unos cuarenta años de edad, disimulado y bribón que en poco tiempo
había amasado una fortuna considerable robándole a su gobierno.
Era apoyado por
la mayoría de los hombres de posición superior que participaban de sus
exacciones. Ejercía una influencia casi sin límites, con un poder casi
dictatorial. Sin embargo, ahora se encontraba en una situación crítica porque
sus múltiples fraudes habían sido denunciados por sus enemigos y habían llamado
la atención de sus superiores que lo amenazaban con su destitución.
El buscaba
conjurar la tormenta que se le venía encima y la llegada de nuestro barco le
podía proporcionar los medios para hacerlo. Pensó que al rehusarse a entrar en
tratos con nosotros nos obligaría a abandonar Guaymas y que podría presentar
ese hecho como prueba de una virtuosa severidad de su parte.
Nos recibió de
manera fría y reservada; nos habló de la situación política del país de manera
emotiva. Nos dijo que no había
condiciones favorables para que pudiéramos vender nuestra mercancía en el
estado y finalmente nos aconsejó que fuéramos a Mazatlán, en donde, según él,
tendríamos una mejor recepción. Está por demás decir que se rehusó a escuchar
nuestras proposiciones y mostró una severidad de principios que en verdad no le
eran habituales.
Al salir de visitar
al director, hicimos otras visitas, siguiendo el orden jerárquico, a otros
empleados superiores quienes en su mayoría sostuvieron lo dicho por su jefe
aunque hubo otros que sin contradecirlo abiertamente nos dejaron ver una
opinión contraria a sus conclusiones. Me fue fácil juzgar hasta qué diversos
grados estaba cada uno comprometido y de la disposición que se tenían unos y
otros.
Fuimos entonces a
visitar al alcalde que representa a la autoridad civil. Este oficial acumula
las diversas funciones que en Francia tiene el alcalde y el juez de paz.
Por
una feliz circunstancia, resultó que este hombre era francés, todavía joven,
marinero de los alrededores de Burdeos que había dejado su barco para casarse
con una indígena y había sido electo para este importante puesto.
Se llamaba
André Desse y tenía un cuerpo de Hércules, con una fuerza física
extraordinaria. Como sucede con frecuencia a los hombres así constituidos,
tenía una gran dulzura de carácter, una bondad y una bonhomía sin igual. Al ver
la bandera de su patria ondear
en la bahía, Desse se conmovió hasta que las lágrimas
llenaron sus ojos. Así nos lo confesó y nos dijo también que esperó con
ansiedad nuestra visita.
Aunque tímidamente nos dio a entender que había otro
motivo que era una duda y un temor sobre el trato que él, antiguo marinero
pobre, iba a recibir de unos compatriotas ricos que tal vez eran altivos debido
a su posición.
Impresionados por esa
expresión tan simple e ingenua de sus sentimientos nobles yo tomé su mano con
las dos mías y la estreché efusivamente mientras le aseguraba el placer que me
causaba el encontrar aquí a tan digno compatriota.
En varias ocasiones,
anteriormente, yo había observado que los hombres de las clases inferiores de la
sociedad tenían ese mismo apego a los recuerdos de la patria.
Ahora confirmé la
opinión que de ellos me había formado, que hay más patriotismo en los pobres
que en los ricos y que hay más amor desinteresado por la patria en los primeros
que en los segundos.
También tuve un pensamiento triste e inexplicable : Parece
que los hombres rinden a su país natal un cariño que está en sentido
inverso a los beneficios que este les
procura.
La fortuna y el bienestar tienden a la degradación de la humanidad al
debilitar la principal de las virtudes ciudadanas : el patriotismo.
Después de una
larga conversación en la que expusimos las dificultades de nuestra posición a
la consideración de los empleados de la Aduana, nuestro amigo Desse nos animó a
quedarnos en Guaymas y nos aseguró que iba a ayudarnos.
Su espíritu simple no
le permitía aceptar los recursos de esos hábiles bribones y sentía que su
posición personal nos ofrecía una garantía positiva en contra de sus malas
voluntades.
Resumiendo la
situación, veíamos por una parte al jefe de la Aduana y uno o dos de sus
oficiales más comprometidos que estaban en contra nuestra. Por otro lado
teníamos a nuestro favor al comandante de la plaza, al alcalde, a uno de los
altos empleados que era enemigo del director de la Aduana y a todos los
empleados inferiores.
En esas condiciones podíamos esperar razonablemente que
encontraríamos las ventajas que se nos vedaban por la mala fe de los primeros.
Nos parecía que las cosas estaban a nuestro favor por lo que nuestra resolución
era firme. Enseguida comenzó la descarga
de las mercancías de nuestro barco.
Era un trabajo
considerable y nuestra tripulación cargó a bordo de unas lanchas las cajas y
atados para llevarlas al embarcadero en donde las colocaron.
Ahí, a falta de
otro medio de transporte las llevaron unos indios poco expertos pero muy
fuertes y de buena voluntad hasta el almacén, en donde las estibaron bajo la
hábil dirección de uno de los marineros.
Algunos bultos eran tan pesados que
parecía imposible que se pudieran subir sobre las pilas pero entonces el bravo
Desse, siempre amigable y emprendedor, hizo uso de su fuerza de titán y los
acomodó tan fácilmente que parecía que se habían acomodado ellos solos.
Desde el principio
de esta operación, yo había enviado noticias a las villas del interior que
nuestro cargamento estaba en venta. Estas villas estaban bastante alejadas y
pasó algo de tiempo para que llegaran las noticias y para que los comerciantes
hicieran sus preparativos para viajar a Guaymas.
Pronto llegó Castagnet
a quien mi socio había encargado que me esperara en Sinaloa y que había salido
de ese lugar antes de mi llegada. Era un antiguo sargento de caballería en un
cuerpo de húsares en tiempos
del imperio que se había convertido en cocinero y no tenía ninguna otra
capacidad.
Se le contrató para ese tipo
de trabajo con un salario de 150 francos al mes y como compatriota y hombre de
confianza comía en nuestra mesa. En cuanto estuvo organizado completamente
nuestro establecimiento nos dedicamos a nuestra operación dentro de los
recursos limitados que ofrecía el lugar.
Después de que se
descargó La Felicie del enorme cargamento que había transportado, el barco se
elevó sobre el agua y nos mostró sus costados enteramente cubiertos de moluscos
y plantas marinas que habían echado raíces en ellos.
Los primeros son una especie que los
marineros llaman lapas y que presentan a la vista una sustancia de
tinte rosáceo, cartilaginosa, flexible pero muy consistente que se asemeja más
a una planta que a un animal.
En efecto, se fijan sobre un cuerpo sólido y
quedan inmóviles, presentando a la mar su lado más largo y sin otro movimiento
que el de las olas. Alcanzan apenas de 3 a 5 centímetros de largo pero son tan
numerosos que obstaculizan la marcha de los barcos.
Al principio de la travesía
habían estorbado a La Felicie sensiblemente. Estos moluscos se reproducen
rápidamente bajo los efectos del calor y no he podido comprender cómo se pueden
pegar a los barcos que van en movimiento ni cómo, después de adherirse, pueden
resistir la acción violenta del agua.
Cuando uno piensa, en efecto, acerca de
la enorme presión del agua contra los costados de los barcos que pasan, uno no
comprende que vivan en el mar, en un medio que nos parece absolutamente
imposible. Pero la naturaleza es rica y fecunda en recursos y la mayoría de las
veces sus medios y sus metas se nos escapan.
Durante quince
días, la tripulación entera se dedicó a raspar, a limpiar la embarcación y a
unos trabajos de pintura general que le dio una apariencia coqueta y le
restauró el aspecto que había perdido durante la travesía de seis meses sin
respiro y sin tregua.
Entonces, dimos un baile a bordo seguido de una cena a la
que asistieron las principales familias y todos los empleados de la villa.
La
chalupa adornada con pabellones transportó a la mayor parte de los invitados,
principalmente a las damas y otros llegaron en sus embarcaciones particulares.
Los navíos de
comercio solamente tienen para recibir a sus visitantes una escala
perpendicular de acceso muy difícil hasta para los hombres que no están
acostumbrados a ella.
Fue necesario encontrar otro medio para que se embarcaran
las damas. Los marineros tienen un espíritu muy fértil en asuntos relacionados
con el elemento en el que pasan sus vidas.
Pusieron un sillón bien decorado y fuertemente atado con unas cuerdas
que lo mantenían vertical. Se hacía bajar a la chalupa por medio de un aparejo
colocado al extremo de uno de los mástiles.
Una dama se sentaba y la rodeábamos
con un pabellón y en unos segundos se elevaba a una altura de cincuenta pies en
el espacio y era llevada hasta el puente.
La primera dama que subió de esa
manera manifestó un gran terror pero luego se soltó riendo. Las demás, viendo
la facilidad y la seguridad de esas maniobras no tuvieron ninguna dificultad
para subir.
La mayor parte de los hombres también usaron ese medio pues no se
atrevieron a usar la escala. La más grande alegría reinaba sin cesar y aumentó
aún más con la champaña que se sirvió y que no era conocida en ese lugar en el
que las damas bebieron con gran placer y no trataron de disimularlo.
El regreso
a tierra se hizo de la misma manera y como el vino produjo sus efectos, toda la
sociedad iba cantando y entregándose a una gran alegría.
Desde la llegada
del barco yo había establecido la siguiente regla : dos veces por semana, la mitad de la
tripulación salía a media noche para pescar con una gran red y regresaba al
amanecer con un buen cargamento de pescados.
Nos quedábamos con lo que era necesario para nuestro consumo y
enviábamos las mejores piezas a tierra para distribuirlas tanto a los jefes
como a los más humildes empleados de la administración.
Esta pequeña atención nos hizo ganar amistades
y fue muy útil para nuestros intereses.
Los domingos, la
mitad de la tripulación iba alternativamente a pasar el día en tierra y en la
tarde regresaban al barco. Los hombres iban a un bar en donde les servían vasos
de cognac.
Cuando se sentían cansados luego de vagar por la villa iban a comer
o visitaban el almacén. Parecían estar felices de encontrar ahí la imagen de la
patria ausente y siempre me demostraron un apoyo sin límites a todo lo que se
relacionaba con los intereses de nuestra empresa.
Trabajaban constantemente, a
veces en las noches sombrías, ya sea desembarcando las mercancías o llevando
lingotes al barco y se mostraban siempre deseosos de servir sin quejarse nunca.
Cuando llegó el momento de que el barco siguiera su viaje hacia Lima yo reuní a
la tripulación en el almacén y ahí les entregué a cada uno un mes de paga como
gratificación que había sido acordada cuando la nave partió para Valparaíso.
En medio de estas
atenciones y estos pequeños sacrificios, nuestra operación seguía conforme a
nuestros deseos a pesar de la mala voluntad de algunos que sin embargo no
pudieron debilitarla.
A finales de julio, habiendo conseguido un flete para
nuestro barco se le envió a Lima y yo aproveché para remitir a Francia una
partida con los fondos que hasta entonces había recaudado. Esos fondos se
transbordaron en El Callao a una fragata inglesa que los llevó a Europa.
A tres meses de
nuestra llegada yo había tenido muy buenas ganancias pues se vendió la mayor
parte de nuestro cargamento. Lo que quedaba eran los artículos de menor demanda
y los más difíciles de vender.
Para
lograr una venta más rápida, se decidió que mi socio iba a ir a Pitic, que
ahora se llamaba Hermosillo, una villa situada a cuarenta leguas de Guaymas.
Partió con un convoy de mulas que llevaban las variadas mercancías que todavía
nos quedaban y yo me quedé a cargo de nuestro establecimiento principal en el
puerto de mar.
Para entonces nuestras
inquietudes habían desaparecido pues ya conocíamos el país y nada obstaculizaba
la buena marcha de nuestras operaciones.
Pudimos ver claramente el resultado de
nuestra empresa en un tiempo no muy prolongado.
Poco después de la
partida de mi socio, llegó al puerto la Sapphire, gran corbeta inglesa que
venía al mando del capitan Dundas.
Salió de la estación inglesa en Perú con
base en el puerto de El Callao y venía para proteger a sus compatriotas y a
recoger los metales preciosos que llevaría como flete y a mostrar su bandera en
todos los puertos de la costa del océano pacífico al norte del ecuador.
Las dos mayores
potencias marítimas, Francia e Inglaterra, tenían con el mismo objetivo, bases
navales en todos los mares del mundo a los que un comercio importante hacía
llegar a sus barcos mercantes, pero había una manera diferente de proceder que
parece estar en oposición al carácter general de las gentes de esos países.
Las bases eran
aproximadamente iguales en cuanto a sus fuerzas. Estaban constituidas en el
Pacífico por dos fragatas de primer nivel, cuatro corbetas y otros barcos,
todos bajo las órdenes de un contralmirante.
Las fragatas estaban a veces
reunidas en el Callao y a veces en la rada de Valparaíso pero la mayor parte
del tiempo estaba una en cada puerto. Las naves de rango inferior iban y venían
incesantemente haciendo viajes para visitar todos los puertos secundarios de la
costa.
Existía entre ambas
flotas una rivalidad nacional que estaba viva luego de las grandes guerras que
terminaron en 1815 pero que no habían perdido su acritud.
Anteriormente, los
oficiales de ambas escuadras se frecuentaban y se invitaban recíprocamente a
sus barcos. Las mismas tripulaciones habían cesado en sus riñas tan frecuentes
en los primeros tiempos cada vez que se encontraban en tierra.
Al igual que sus
rivales, los franceses daban a sus compatriotas una protección eficaz, también
se ocupaban en mantener la disciplina, trabajaban en caso de reparaciones
urgentes y procuraban llevar buenas relaciones con las autoridades locales.
Recogían los metales preciosos que eran propiedad de franceses para llevarlos a
Francia y al terminar su tiempo de servicio eran llamados a su país. En esos
casos, los comandantes firmaban un conocimiento como el de los simples
comerciantes pero los marinos no recibían ningún dinero extra para transportarse.
La ley se les oponía como si fuera una aristocracia antigua que ya no
corresponde a nuestro siglo de mercantilismo y democracia. Sería más justo y
más democrático a la vez el darles a los hombres de las tripulaciones una
bonificación justamente adquirida como premio al terminar su contrato.
Todos estos
servicios que se prestan a nuestros compatriotas son ciertamente muy
importantes pero podríamos reprochar a nuestra flota que están en cierta
inferioridad en cuanto a resultados, tal vez una cuarta parte menos que los de
la escuadra inglesa.
Los franceses eran
bien aceptados por las poblaciones de los puertos que visitaban a causa de su
simpatía, de la facilidad de sus modales y de su alegría.
Muchas veces daban fiestas o asistían a
ellas, les gustaba discutir sobre política o se veían envueltos en aventuras
amorosas. Hay en nuestro carácter nacional una gran petulancia que hace que a
veces hagamos vanas demostraciones.
Es una vanidad que domina sobre la calma y
el buen sentido de la fría razón y que nos lleva a veces a cometer faltas que
nos rehusamos a admitir.
La escuadra inglesa
proporciona a sus nacionales los mismos servicios que su rival pero además sus
barcos están en constante movimiento.
Visitan los puertos menores y levantas
mapas y planos, recogen informaciones exactas tanto sobre los asuntos políticos
como comerciales.
Están autorizados por la ley a recibir a bordo los capitales
que transportan como fletes y que ellos buscan ardientemente por lo que
Inglaterra recibe de estos países diez veces más de metales preciosos que lo
que recibe Francia.
Así, al conservar las tradiciones de la antigua
aristocracia, la marina de Francia, país esencialmente demócrata, desdeña el
asimilar a sus comerciantes mientras que Inglaterra, país aristócrata por
excelencia, busca con empeño las ganancias que son tan útiles a sus intereses y
a su influencia en los países.
Los oficiales
ingleses son fríos y menos simpáticos entre las poblaciones pero sin embargo se
les tienen muchas consideraciones debido a la regularidad de sus servicios y la
seriedad con que cumplen sus encargos.
En resumen, los franceses son queridos
pero considerados como unos “buenos chicos” mientras los ingleses son
detestados pero respetados como “hombres serios”.
Para cumplir con
una de estas misiones vino la Sapphire a Guaymas, en donde nunca había llegado
un barco francés de guerra. Apenas había anclado la corbeta cuando una canoa
vino a tierra trayendo a su comandante, Dundas.
Como no hablaba la lengua del
país y nadie en el embarcadero comprendía sus preguntas, un hombre le hizo
señas de que lo siguiera y lo condujo a mi almacén.
Feliz de encontrar con
quien hablar, me hizo una larga visita y luego me invitó a comer en su barco al
día siguiente. Yo le devolví su atención.
El comandante me recibió a su mesa
con todos sus oficiales con excepción de los aspirantes ya que solamente uno
era admitido, por turno, en esas ocasiones. Fui presentado, en inglés, a cada
uno de esos señores personalmente. Luego de la comida que fue suntuosa, la
conversación se generalizó aunque un poco reservada de parte de los inferiores
en presencia de su jefe.
A la hora de los postres sirvieron vinos que
circularon rápidamente y cambiaron esa reserva por una charla más abierta. Yo
estaba habituado a la manera de vivir de los ingleses y hablaba bien su lengua
así que no me sentí incómodo entre ellos.
Sabiendo por
experiencia que al llegar de la mar y tocar tierra firme uno busca hacer
amigos, yo traté de mostrarme muy amigable. Invité al capitán Dundas y a todos
sus oficiales que habían estado a la mesa a ir a pasar la tarde conmigo.
Les previne
a esos señores que en este país no existían maneras confortables de recibir a
los amigos y que debían conformarse con un trato en confianza y sin cumplidos,
lo cual aceptaron con entusiasmo.
Nos dirigimos a
tierra después de haber degustado el madeira, el oporto, el jerez y otros vinos
del comandante. La travesía y la frescura del ambiente calmaron la excitación
que habían producido las libaciones y luego de un paseo por la villa todo el
grupo decidió que sería bueno reposar y tomar algún refresco.
Los conduje al
almacén en donde tenía mi negocio y cada quien se acomodó como pudo; unos se
sentaron en sillas y otros sobre unos bultos, alrededor de una mesa grande que
era el único mueble que tenía ahí. Aquí
debo hacer una pausa en mis notas por un momento para describir mis
disposiciones.
Yo tenía entre mi
mercancía un número considerable de licores entre los cuales había una
excelente ginebra comprada en Hamburgo. Esta bebida es muy apreciada por los
ingleses pero en
México no es muy apetecida por las gentes del país.
Se me
ocurrió que yo disponía de un medio de hacerle a mis invitados los honores de
la casa a muy bajo costo y este era el prepararles un gran ponche, pero me
hacía falta un recipiente suficientemente grande para mezclarlo.
Consulté a Castagnet
quien se mostró tan preocupado como lo estaba yo y fue entonces cuando divisé
una gran marmita que estaba en una esquina del patio y se usaba para los
colados. Nos pareció que era buena idea
usarla y Castagnet puso a un obrero a que la limpiara y una vez hecho esto la
colocamos sobre la mesa en medio de grandes risotadas.
Después de que se
calmó la hilaridad le dije a mis invitados : “
Señores, para ofrecerles un
ponche este es el único recipiente que se puede obtener en esta villa. Es verdad que no es hermoso pero ustedes
deben saber que el hombre sabio no se fija tanto en el contenedor sino en la
calidad del contenido”.!Bravo, bravo! Dijeron todos ¡Hagamos el ponche!
¡Hagamos el ponche!
Pusimos en la
marmita diez libras de azúcar y doce botellas de ginebra a las que le prendimos
fuego. Luego, sin darle tiempo a la flama de absorber demasiado alcohol,
Castagnet agregó lentamente veinte botellas de té muy fuerte e hirviente. Al
beber el ponche resultó que estaba delicioso y no tardó en producir entre los
presente una gran alegría.
Pronto, el comandante invitó a uno de sus oficiales
a que cantara una canción de bebedores en que la lengua inglesa es muy rica. A
esta canción siguieron gritos de ¡Hip, hip, tres veces hurra! ¡Hurra por
Inglaterra! ¡Hurra por Francia! Luego, por turno, cada quien cantó y fue
igualmente aclamado.
El asunto se
prolongó, acompañado de frecuentes libaciones hasta que mis convidados tuvieron
que marcharse. Cerca de las dos de la mañana el comandante se retiró y fue
transportado a su barco por remeros que lo habían esperado en la puerta.
Una
hora después se terminó el ponche y todos los demás también se marcharon pero
en este punto la mayor parte de ellos regresó al edificio pues al salir para ir
a su embarcación, el aire fresco de la noche les produjo un estado de ebriedad
instantánea que les hizo perder el conocimiento y uno tras otro fueron cayendo
a tierra en donde durmieron con un sueño profundo.
A partir de esa
ocasión y durante todo el tiempo que la Sapphire estuvo en el puerto, yo comí
casi todos los días a bordo, a veces en la mesa del comandante y a veces con
los oficiales e inclusive en una ocasión con los aspirantes que también
deseaban tratarme. Cada tarde, también, la marmita cumplió sus nuevas funciones
y propagó la alegría entre mis nuevos amigos.
Después de tan
largo viaje por la mar, los ingleses le dieron a su tripulación una singular
libertad. Cada día, por la tarde, se enviaba una partida a tierra para pasar
ahí la noche y buscar diversión. A la mañana del día siguiente venían desde el
barco a reprenderlos y a llevarlos a bordo donde la disciplina no perdió nunca
su rigor.
Antes de dejar
Guaymas, el comandante Dundas quiso dar un baile al que fueron invitados sin
distinción todas las damas y caballeros más prominentes de la población.
Las
chalupas, al mando de los aspirantes, fueron a tierra a recoger a los invitados
que pudieron subir a bordo por medio de una escala de acceso muy fácil y
cómodo.
Por comparación, recordé lo que habíamos hecho al respecto en la pobre
Felicie. No se puede uno imaginar las grandes diferencias que hay con un gran
barco de guerra.
La parte de atrás de la cubierta, desde el palo mayor, se convirtió en una gran sala de baile, en
medio de telas y pabellones y en la cabecera pusieron en armoniosa mezcla, las
banderas nacionales de Inglaterra, de Francia y de México.
El brillo de
numerosas bayonetas formadas en círculo, reflejaban las luces de sus velas
sobre el acero pulido que resplandecía con deslumbrante claridad. Tamizadas por
el cedazo ligero de los pabellones, las luces se reflejaban en el agua,
alrededor del velero que parecía reposar sobre un mar de fuego.
La música de a
bordo tocaba aires de danza inglesa que es muy parecida a la de México, además
de valses y de gigas. Se bailaron hasta minuetos.
En esos momentos, el
comandante le ofreció el brazo a una dama, todos imitaron su ejemplo y
descendimos hasta la batería, en donde los cañones habían sido reemplazados por
una enorme mesa esplendorosamente adornada y servida.
Los oficiales fueron muy
galantes con las damas que para la mayoría de ellos no quedó sin recompensa.
Después de la cena, las damas volvieron a empezar el baile que se prolongó
hasta las cinco de la mañana cuando las embarcaciones llevaron a tierra a toda
la sociedad guaymense que estaba llena de entusiasmo y admiración.
Yo aproveché la
salida de la Sapphire para mandar a Europa una suma importante y la amistad de
los oficiales me ayudó a ahorrarme los derechos de salida que el fisco recibe
por la exportación de metales preciosos.
Era la segunda remesa que hacía del
producto de nuestra operación en la que nuestras mercancías habían disminuido
en forma sensible y satisfactoria.
Nota.- El libro es
muy extenso. Se tradujo solamente lo que
se refiere a Guaymas.
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