martes, 1 de mayo de 2012

VIAJE AL GOLFO DE CALIFORNIA



  CAPITULO  XIV

Mientras la nave hacía maniobras para acercarse al puerto, yo miraba ansiosamente con un catalejo por toda la vasta rada de Guaymas pero no distinguía la villa. De pronto descubrí una lancha que venía hacia nosotros en la que remaban vigorosamente dos indígenas. En medio de ellos estaba un hombre al que reconocí inmediatamente como mi socio M. Camou. Al poco tiempo estábamos dándonos un abrazo y entregados a grandes transportes de alegría que no se pueden comprender sin haber pasado por circunstancias parecidas a las nuestras. Fue uno de los momentos más felices de mi vida.

Luego de los primeros momentos de placer que nos proporcionó el volver a vernos después de una larga separación, mi socio me dio varias cartas de algunos de mis amigos de diferentes ciudades de México en donde yo había residido. En todas ellas me expresaban los deseos más ardientes por mi éxito lo cual se sumó a la satisfacción que ya experimentaba. Enseguida, el señor Camou, mi socio, me dijo que contrario a lo que había prometido, M.D., nuestro tercer socio, este había regresado a San Luís Potosí para atender sus asuntos personales y no contaríamos con su ayuda para realizar nuestras operaciones. También me dijo cuáles habían sido sus motivos para escoger el puerto de Guaymas para llevar a cabo la descarga de las mercancías de nuestro navío. Me confirmó la información que me había dado el capitán       Morgado sobre la situación general del país y me dio a conocer las dificultades a las que íbamos a enfrentarnos y terminó por expresar su convicción de que teníamos el éxito asegurado.

Pronto, el comandante de la plaza llegó acompañado de uno de los principales oficiales de la Aduana y subieron abordo para pasar la visita ordinaria y legal.  Nosotros les servimos para refrescarlos un vino de Champagne y ellos dijeron que nunca lo habían bebido antes y que les causaba un gran placer. Yo les pregunté si llegaban con frecuencia barcos franceses a Guaymas y me dijeron que antes del nuestro solamente había llegado uno, el año anterior, procedente de Burdeos.

Por la tarde bajé a tierra para visitar la villa que desde donde estaba el navío apenas se podía percibir. El lugar para desembarcar se encontraba al pie de una colina sobre la que había unas ruinas que me dijeron era un fortín. Luego de dar la vuelta a la colina nos encontramos en la esquina de una plaza grande rodeada de chozas miserables de adobe.  En la parte de atrás había una inmensa roca árida y sin vegetación que dominaba esa horrorosa masa de casuchas que parecía que estaban amenazadas de una próxima destrucción inminente. Alrededor y a lo lejos, hasta donde la vista alcanzaba, solamente había rocas, cactus y malezas resecas. Era como una continuación del paisaje desolado que me había entristecido luego de una primera exploración de la costa.

   En la plaza, había un centenar de salvajes desnudos, a excepción de un pedazo de lienzo del tamaño de una mano que reemplazaba a la mítica hoja de parra, estaban acostados bajo el sol o vagaban indolentemente de un lugar a otro. No había ningún indicio de la actividad que caracteriza a una villa comercial, ningún movimiento que señalara la presencia de una sociedad que vive y que piensa. Me pareció que yo había caído en medio de una reunión de idiotas y debo decir que en todos mis viajes jamás había visto tanta desolación. Me sería imposible expresar los sentimientos que oprimieron mi espíritu al ver aquello que se llamaba la villa de Guaymas.

De regreso al barco “La Felicie” me encontré totalmente agobiado por las tristes reflexiones que me sugerían las cosas que había visto.  A duras penas podía hablar. Nunca había experimentado un sentimiento de tan profunda desolación y una angustia tan desgarradora. Sufrí de una pena moral que me era imposible combatir por medio de la razón. Estaba como atontado por la impresión de pensamientos que se presentaban en tropel sin que mi razón pudiera dominarlos para analizarlos. Pasé una parte de la noche en un estado de postración en el que llegué a sentir alarma por mi razón.  Cuando se apagaron todas las luces y cesó todo ruido, me fui al puente. Ahí, en medio del silencio , de un delicioso viento fresco y en presencia de un cielo majestuosamente tranquilo en que las brillantes estrellas se reflejaban en las aguas de la dormida bahía, sentí renacer mi espíritu poco a poco. Pude fijar mis pensamientos y  desenredar el caos que había envuelto a mi inteligencia. Pero al comenzar a razonar, comencé también a sufrir. Qué horrorosa perspectiva, me dije, ¿Cómo vender mi cargamento  en un puerto tan miserable? ¿Cómo serían las villas del interior a juzgar por esta? ¿Cómo vender mis telas y mis tejidos en un lugar en donde los habitantes, al menos una mayoría, no usaban ninguna vestimenta?  Entonces, después de tan grandes trabajos perdidos, mi porvenir, mi reputación y mi honor estaban comprometidos.  Estos pensamientos eran espantosos.

Poco a poco, con mis razonamientos vino la calma. Me dije que me había dejado llevar muy fácilmente por mi primera impresión, que sin duda me engañaba sobre la realidad de las cosas y que finalmente, cualquiera que fuese dicha realidad, un hombre digno de tal nombre debía tomarla con calma y examinarla con valentía para sacar el mejor partido que fuera posible y que ceder a esa influencia implicaba una debilidad de espíritu que era indigna de mi persona. Animado por estos bienhechores pensamientos, la calma y la serenidad sucedieron al abatimiento que les había precedido y cuando llegó el día, yo había recuperado la energía y el valor que tenía normalmente. Todas las circunstancias de aquella noche cruel quedaron grabadas para siempre en mi memoria y su recuerdo aún influye en mi vida. Aprendí que ante un gran dolor, la calma de la soledad, la reflexión que acompaña a la calma y los pensamientos de filosofía religiosa que nacen de la contemplación de las obras de Dios, son un refugio en el que el alma encuentra de nuevo la fuerza que la había abandonado. Ahora, cuando después de un bienestar prolongado me ataca la infelicidad, me retiro en mí mismo, contemplo el cielo y sus bellas noches y de esa manera me consuelo.

Bajo la impresión de esos saludables pensamientos, regresé el día siguiente a la villa al amanecer y me pareció menos fea que la víspera y encontré más pintoresca la roca que me pareció que se iba a derrumbar.  Mi socio me llevó a ver un amplio almacén para guardar la mercancía que había rentado con anticipación. Estaba construido, como todos los demás edificios, de adobe, en la planta baja de una construcción con terraza.  Dos cuerpos del edificio se unían por un muro que formaba una cerca, dejando entre ellos un gran patio interior que ofrecía grandes facilidades para almacenar nuestro voluminoso cargamento. Luego, mientras esperaba la hora más conveniente para hacer nuestras visitas, me dediqué a recorrer las casas que estaban esparcidas y que formaban la villa de Guaymas.

La cuestión de las visitas era muy importante.  En estas regiones tan alejadas del asiento del gobierno general, su poder es muy débil y cada empleado superior, comandante militar, director de aduanas o jefe político, se convierte en un pequeño déspota que puede hacer lo que quiera, sin otro control que el de sus rivalidades recíprocas. 

Es conveniente entonces el ganar su buena voluntad por medio de las atenciones y cortesías a las que son muy sensibles. Se debe sobre todo, saber inspirar confianza para que ellos no crean que se van a traicionar los deberes de su cargo.  Este es un punto muy delicado y he aquí la causa. 

En México, los derechos a pagar por las mercancías extranjeras son muy elevados. Como consecuencia, esto produce un atractivo para el fraude y hace la fortuna de los empleados en lugar de enriquecer al estado. En efecto, los importadores tratan con los jefes de las aduanas. 

Se utilizan, de común acuerdo, los manifiestos de los barcos pero la cantidad a pagar se divide en tres partes iguales.  Una es para el fisco, otra para los directores del lugar y la tercera es de ganancia para el importador.  La utilidad que en esas condiciones iba a resultar para nosotros en unos cuarenta mil francos se convirtió en más de cien mil.

   Como alumno de la retrógrada España, México obedece a las creencias económicas de siglos pasados pretendiendo proteger los intereses de su débil industria y sus finanzas por medio de elevados derechos a la importación de mercancías procedentes de países extranjeros. 

Se le debe reprochar aunque este error se ha generalizado en el mundo y solamente en una época reciente la escuela moderna a base de grandes esfuerzos ha hecho triunfar la opinión contraria que sin embargo es la verdadera.

Guiados por sus relaciones con personajes locales que mi socio había cultivado, comenzamos las visitas por el comandante militar que un día antes había visitado el barco. 

Don Ignacio Ibarra era un hombre todavía joven, bueno y honesto pero su pobreza no le daba otra influencia que la de su título, apoyado por la fuerza armada que estaba a sus órdenes.

Esta fuerza se componía de una veintena de pobres soldados harapientos que vivían junto con su comandante en las ruinas situadas sobre la colina que está cerca del embarcadero. 

Alrededor del fortín y en su interior hay una media docena de culebrinas de bronce, armas españolas de grueso calibre, la mayor parte de ellas no tiene cureña. 

Después de echar un vistazo en el fortín, me convencí que en caso de un enfrentamiento yo podría con tan solo la tripulación de La Felicie, tomar el fortín en menos de un cuarto de hora y llevar a bordo del barco sus culebrinas que no lo podían defender. 

El comandante se mostró interesado por nuestra solicitud y nos aseguró su buena voluntad lo que nunca fue desmentido en lo sucesivo. El se mostró muy reservado acerca de las autoridades administrativas que lo veían con malos ojos, mas nos dijo bastante como para permitirnos, al menos con lo que ya sabíamos previamente, normar nuestro criterio acerca de nuestros pasos ulteriores.

Nuestra segunda visita que era la más importante, fue al director de la Aduana que era un mestizo de unos cuarenta años de edad, disimulado y bribón que en poco tiempo había amasado una fortuna considerable robándole a su gobierno. 

Era apoyado por la mayoría de los hombres de posición superior que participaban de sus exacciones. Ejercía una influencia casi sin límites, con un poder casi dictatorial. Sin embargo, ahora se encontraba en una situación crítica porque sus múltiples fraudes habían sido denunciados por sus enemigos y habían llamado la atención de sus superiores que lo amenazaban con su destitución. 

El buscaba conjurar la tormenta que se le venía encima y la llegada de nuestro barco le podía proporcionar los medios para hacerlo. Pensó que al rehusarse a entrar en tratos con nosotros nos obligaría a abandonar Guaymas y que podría presentar ese hecho como prueba de una virtuosa severidad de su parte. 

Nos recibió de manera fría y reservada; nos habló de la situación política del país de manera emotiva.  Nos dijo que no había condiciones favorables para que pudiéramos vender nuestra mercancía en el estado y finalmente nos aconsejó que fuéramos a Mazatlán, en donde, según él, tendríamos una mejor recepción. Está por demás decir que se rehusó a escuchar nuestras proposiciones y mostró una severidad de principios que en verdad no le eran habituales.

Al salir de visitar al director, hicimos otras visitas, siguiendo el orden jerárquico, a otros empleados superiores quienes en su mayoría sostuvieron lo dicho por su jefe aunque hubo otros que sin contradecirlo abiertamente nos dejaron ver una opinión contraria a sus conclusiones. Me fue fácil juzgar hasta qué diversos grados estaba cada uno comprometido y de la disposición que se tenían unos y otros.

Fuimos entonces a visitar al alcalde que representa a la autoridad civil. Este oficial acumula las diversas funciones que en Francia tiene el alcalde y el juez de paz. 

Por una feliz circunstancia, resultó que este hombre era francés, todavía joven, marinero de los alrededores de Burdeos que había dejado su barco para casarse con una indígena y había sido electo para este importante puesto. 

Se llamaba André Desse y tenía un cuerpo de Hércules, con una fuerza física extraordinaria. Como sucede con frecuencia a los hombres así constituidos, tenía una gran dulzura de carácter, una bondad y una bonhomía sin igual. Al ver la bandera de su patria ondear

en la bahía, Desse se conmovió hasta que las lágrimas llenaron sus ojos. Así nos lo confesó y nos dijo también que esperó con ansiedad nuestra visita. 

Aunque tímidamente nos dio a entender que había otro motivo que era una duda y un temor sobre el trato que él, antiguo marinero pobre, iba a recibir de unos compatriotas ricos que tal vez eran altivos debido a su posición.  

Impresionados por esa expresión tan simple e ingenua de sus sentimientos nobles yo tomé su mano con las dos mías y la estreché efusivamente mientras le aseguraba el placer que me causaba el encontrar aquí a tan digno compatriota.

En varias ocasiones, anteriormente, yo había observado que los hombres de las clases inferiores de la sociedad tenían ese mismo apego a los recuerdos de la patria. 

Ahora confirmé la opinión que de ellos me había formado, que hay más patriotismo en los pobres que en los ricos y que hay más amor desinteresado por la patria en los primeros que en los segundos. 

También tuve un pensamiento triste e inexplicable : Parece que los hombres rinden a su país natal un cariño que está en sentido inverso  a los beneficios que este les procura. 

La fortuna y el bienestar tienden a la degradación de la humanidad al debilitar la principal de las virtudes ciudadanas : el patriotismo.

Después de una larga conversación en la que expusimos las dificultades de nuestra posición a la consideración de los empleados de la Aduana, nuestro amigo Desse nos animó a quedarnos en Guaymas y nos aseguró que iba a ayudarnos. 

Su espíritu simple no le permitía aceptar los recursos de esos hábiles bribones y sentía que su posición personal nos ofrecía una garantía positiva en contra de sus malas voluntades.

Resumiendo la situación, veíamos por una parte al jefe de la Aduana y uno o dos de sus oficiales más comprometidos que estaban en contra nuestra. Por otro lado teníamos a nuestro favor al comandante de la plaza, al alcalde, a uno de los altos empleados que era enemigo del director de la Aduana y a todos los empleados inferiores. 

En esas condiciones podíamos esperar razonablemente que encontraríamos las ventajas que se nos vedaban por la mala fe de los primeros. Nos parecía que las cosas estaban a nuestro favor por lo que nuestra resolución era firme.  Enseguida comenzó la descarga de las mercancías de nuestro barco.

   Era un trabajo considerable y nuestra tripulación cargó a bordo de unas lanchas las cajas y atados para llevarlas al embarcadero en donde las colocaron. 

Ahí, a falta de otro medio de transporte las llevaron unos indios poco expertos pero muy fuertes y de buena voluntad hasta el almacén, en donde las estibaron bajo la hábil dirección de uno de los marineros. 

Algunos bultos eran tan pesados que parecía imposible que se pudieran subir sobre las pilas pero entonces el bravo Desse, siempre amigable y emprendedor, hizo uso de su fuerza de titán y los acomodó tan fácilmente que parecía que se habían acomodado ellos solos.

Desde el principio de esta operación, yo había enviado noticias a las villas del interior que nuestro cargamento estaba en venta. Estas villas estaban bastante alejadas y pasó algo de tiempo para que llegaran las noticias y para que los comerciantes hicieran sus preparativos para viajar a Guaymas.

Pronto llegó Castagnet a quien mi socio había encargado que me esperara en Sinaloa y que había salido de ese lugar antes de mi llegada. Era un antiguo sargento de caballería en un cuerpo de húsares en tiempos del imperio que se había convertido en cocinero y no tenía ninguna otra capacidad. 

Se le contrató para ese tipo de trabajo con un salario de 150 francos al mes y como compatriota y hombre de confianza comía en nuestra mesa. En cuanto estuvo organizado completamente nuestro establecimiento nos dedicamos a nuestra operación dentro de los recursos limitados que ofrecía el lugar.

Después de que se descargó La Felicie del enorme cargamento que había transportado, el barco se elevó sobre el agua y nos mostró sus costados enteramente cubiertos de moluscos y plantas marinas que habían echado raíces en ellos.     

Los primeros son una especie que los marineros llaman lapas y que presentan a la vista una sustancia de tinte rosáceo, cartilaginosa, flexible pero muy consistente que se asemeja más a una planta que a un animal. 

En efecto, se fijan sobre un cuerpo sólido y quedan inmóviles, presentando a la mar su lado más largo y sin otro movimiento que el de las olas. Alcanzan apenas de 3 a 5 centímetros de largo pero son tan numerosos que obstaculizan la marcha de los barcos. 

Al principio de la travesía habían estorbado a La Felicie sensiblemente. Estos moluscos se reproducen rápidamente bajo los efectos del calor y no he podido comprender cómo se pueden pegar a los barcos que van en movimiento ni cómo, después de adherirse, pueden resistir la acción violenta del agua. 

Cuando uno piensa, en efecto, acerca de la enorme presión del agua contra los costados de los barcos que pasan, uno no comprende que vivan en el mar, en un medio que nos parece absolutamente imposible. Pero la naturaleza es rica y fecunda en recursos y la mayoría de las veces sus medios y sus metas se nos escapan.

Durante quince días, la tripulación entera se dedicó a raspar, a limpiar la embarcación y a unos trabajos de pintura general que le dio una apariencia coqueta y le restauró el aspecto que había perdido durante la travesía de seis meses sin respiro y sin tregua. 

Entonces, dimos un baile a bordo seguido de una cena a la que asistieron las principales familias y todos los empleados de la villa. 

La chalupa adornada con pabellones transportó a la mayor parte de los invitados, principalmente a las damas y otros llegaron en sus embarcaciones particulares.

Los navíos de comercio solamente tienen para recibir a sus visitantes una escala perpendicular de acceso muy difícil hasta para los hombres que no están acostumbrados a ella.

Fue necesario encontrar otro medio para que se embarcaran las damas. Los marineros tienen un espíritu muy fértil en asuntos relacionados con el elemento en el que pasan sus vidas.  

Pusieron un sillón bien decorado y fuertemente atado con unas cuerdas que lo mantenían vertical. Se hacía bajar a la chalupa por medio de un aparejo colocado al extremo de uno de los mástiles. 

Una dama se sentaba y la rodeábamos con un pabellón y en unos segundos se elevaba a una altura de cincuenta pies en el espacio y era llevada hasta el puente. 

La primera dama que subió de esa manera manifestó un gran terror pero luego se soltó riendo. Las demás, viendo la facilidad y la seguridad de esas maniobras no tuvieron ninguna dificultad para subir. 

La mayor parte de los hombres también usaron ese medio pues no se atrevieron a usar la escala. La más grande alegría reinaba sin cesar y aumentó aún más con la champaña que se sirvió y que no era conocida en ese lugar en el que las damas bebieron con gran placer y no trataron de disimularlo. 

El regreso a tierra se hizo de la misma manera y como el vino produjo sus efectos, toda la sociedad iba cantando y entregándose a una gran alegría.

Desde la llegada del barco yo había establecido la siguiente regla :  dos veces por semana, la mitad de la tripulación salía a media noche para pescar con una gran red y regresaba al amanecer con un buen cargamento de pescados.

Nos quedábamos con lo que era necesario para nuestro consumo y enviábamos las mejores piezas a tierra para distribuirlas tanto a los jefes como a los más humildes empleados de la administración.  

Esta pequeña atención nos hizo ganar amistades y fue muy útil para nuestros intereses.

Los domingos, la mitad de la tripulación iba alternativamente a pasar el día en tierra y en la tarde regresaban al barco. Los hombres iban a un bar en donde les servían vasos de cognac. 

Cuando se sentían cansados luego de vagar por la villa iban a comer o visitaban el almacén. Parecían estar felices de encontrar ahí la imagen de la patria ausente y siempre me demostraron un apoyo sin límites a todo lo que se relacionaba con los intereses de nuestra empresa. 

Trabajaban constantemente, a veces en las noches sombrías, ya sea desembarcando las mercancías o llevando lingotes al barco y se mostraban siempre deseosos de servir sin quejarse nunca. 

Cuando llegó el momento de que el barco siguiera su viaje hacia Lima yo reuní a la tripulación en el almacén y ahí les entregué a cada uno un mes de paga como gratificación que había sido acordada cuando la nave partió para Valparaíso.

En medio de estas atenciones y estos pequeños sacrificios, nuestra operación seguía conforme a nuestros deseos a pesar de la mala voluntad de algunos que sin embargo no pudieron debilitarla. 

A finales de julio, habiendo conseguido un flete para nuestro barco se le envió a Lima y yo aproveché para remitir a Francia una partida con los fondos que hasta entonces había recaudado. Esos fondos se transbordaron en El Callao a una fragata inglesa que los llevó a Europa.

A tres meses de nuestra llegada yo había tenido muy buenas ganancias pues se vendió la mayor parte de nuestro cargamento. Lo que quedaba eran los artículos de menor demanda y los más difíciles de vender.  

Para lograr una venta más rápida, se decidió que mi socio iba a ir a Pitic, que ahora se llamaba Hermosillo, una villa situada a cuarenta leguas de Guaymas. 

Partió con un convoy de mulas que llevaban las variadas mercancías que todavía nos quedaban y yo me quedé a cargo de nuestro establecimiento principal en el puerto de mar.  

Para entonces nuestras inquietudes habían desaparecido pues ya conocíamos el país y nada obstaculizaba la buena marcha de nuestras operaciones. 

Pudimos ver claramente el resultado de nuestra empresa en un tiempo no muy prolongado.

 Poco después de la partida de mi socio, llegó al puerto la Sapphire, gran corbeta inglesa que venía al mando del capitan Dundas. 

Salió de la estación inglesa en Perú con base en el puerto de El Callao y venía para proteger a sus compatriotas y a recoger los metales preciosos que llevaría como flete y a mostrar su bandera en todos los puertos de la costa del océano pacífico al norte del ecuador.

Las dos mayores potencias marítimas, Francia e Inglaterra, tenían con el mismo objetivo, bases navales en todos los mares del mundo a los que un comercio importante hacía llegar a sus barcos mercantes, pero había una manera diferente de proceder que parece estar en oposición al carácter general de las gentes de esos países.

Las bases eran aproximadamente iguales en cuanto a sus fuerzas. Estaban constituidas en el Pacífico por dos fragatas de primer nivel, cuatro corbetas y otros barcos, todos bajo las órdenes de un contralmirante. 

Las fragatas estaban a veces reunidas en el Callao y a veces en la rada de Valparaíso pero la mayor parte del tiempo estaba una en cada puerto. Las naves de rango inferior iban y venían incesantemente haciendo viajes para visitar todos los puertos secundarios de la costa.

   Existía entre ambas flotas una rivalidad nacional que estaba viva luego de las grandes guerras que terminaron en 1815 pero que no habían perdido su acritud. 

Anteriormente, los oficiales de ambas escuadras se frecuentaban y se invitaban recíprocamente a sus barcos. Las mismas tripulaciones habían cesado en sus riñas tan frecuentes en los primeros tiempos cada vez que se encontraban en tierra.

Al igual que sus rivales, los franceses daban a sus compatriotas una protección eficaz, también se ocupaban en mantener la disciplina, trabajaban en caso de reparaciones urgentes y procuraban llevar buenas relaciones con las autoridades locales. Recogían los metales preciosos que eran propiedad de franceses para llevarlos a Francia y al terminar su tiempo de servicio eran llamados a su país. En esos casos, los comandantes firmaban un conocimiento como el de los simples comerciantes pero los marinos no recibían ningún dinero extra para transportarse. La ley se les oponía como si fuera una aristocracia antigua que ya no corresponde a nuestro siglo de mercantilismo y democracia. Sería más justo y más democrático a la vez el darles a los hombres de las tripulaciones una bonificación justamente adquirida como premio al terminar su contrato.

Todos estos servicios que se prestan a nuestros compatriotas son ciertamente muy importantes pero podríamos reprochar a nuestra flota que están en cierta inferioridad en cuanto a resultados, tal vez una cuarta parte menos que los de la escuadra inglesa.

Los franceses eran bien aceptados por las poblaciones de los puertos que visitaban a causa de su simpatía, de la facilidad de sus modales y de su alegría. 

Muchas veces daban fiestas o asistían a ellas, les gustaba discutir sobre política o se veían envueltos en aventuras amorosas. Hay en nuestro carácter nacional una gran petulancia que hace que a veces hagamos vanas demostraciones. 

Es una vanidad que domina sobre la calma y el buen sentido de la fría razón y que nos lleva a veces a cometer faltas que nos rehusamos a admitir.

La escuadra inglesa proporciona a sus nacionales los mismos servicios que su rival pero además sus barcos están en constante movimiento. 

Visitan los puertos menores y levantas mapas y planos, recogen informaciones exactas tanto sobre los asuntos políticos como comerciales. 

Están autorizados por la ley a recibir a bordo los capitales que transportan como fletes y que ellos buscan ardientemente por lo que Inglaterra recibe de estos países diez veces más de metales preciosos que lo que recibe Francia. 

Así, al conservar las tradiciones de la antigua aristocracia, la marina de Francia, país esencialmente demócrata, desdeña el asimilar a sus comerciantes mientras que Inglaterra, país aristócrata por excelencia, busca con empeño las ganancias que son tan útiles a sus intereses y a su influencia en los países.

Los oficiales ingleses son fríos y menos simpáticos entre las poblaciones pero sin embargo se les tienen muchas consideraciones debido a la regularidad de sus servicios y la seriedad con que cumplen sus encargos.

En resumen, los franceses son queridos pero considerados como unos “buenos chicos” mientras los ingleses son detestados pero respetados como “hombres serios”.

Para cumplir con una de estas misiones vino la Sapphire a Guaymas, en donde nunca había llegado un barco francés de guerra. Apenas había anclado la corbeta cuando una canoa vino a tierra trayendo a su comandante, Dundas. 

Como no hablaba la lengua del país y nadie en el embarcadero comprendía sus preguntas, un hombre le hizo señas de que lo siguiera y lo condujo a mi almacén. 

Feliz de encontrar con quien hablar, me hizo una larga visita y luego me invitó a comer en su barco al día siguiente. Yo le devolví su atención. 

El comandante me recibió a su mesa con todos sus oficiales con excepción de los aspirantes ya que solamente uno era admitido, por turno, en esas ocasiones. Fui presentado, en inglés, a cada uno de esos señores personalmente. Luego de la comida que fue suntuosa, la conversación se generalizó aunque un poco reservada de parte de los inferiores en presencia de su jefe. 

A la hora de los postres sirvieron vinos que circularon rápidamente y cambiaron esa reserva por una charla más abierta. Yo estaba habituado a la manera de vivir de los ingleses y hablaba bien su lengua así que no me sentí incómodo entre ellos.

Sabiendo por experiencia que al llegar de la mar y tocar tierra firme uno busca hacer amigos, yo traté de mostrarme muy amigable. Invité al capitán Dundas y a todos sus oficiales que habían estado a la mesa a ir a pasar la tarde conmigo.

Les previne a esos señores que en este país no existían maneras confortables de recibir a los amigos y que debían conformarse con un trato en confianza y sin cumplidos, lo cual aceptaron con entusiasmo.

Nos dirigimos a tierra después de haber degustado el madeira, el oporto, el jerez y otros vinos del comandante. La travesía y la frescura del ambiente calmaron la excitación que habían producido las libaciones y luego de un paseo por la villa todo el grupo decidió que sería bueno reposar y tomar algún refresco. 

Los conduje al almacén en donde tenía mi negocio y cada quien se acomodó como pudo; unos se sentaron en sillas y otros sobre unos bultos, alrededor de una mesa grande que era el único mueble que tenía ahí.  Aquí debo hacer una pausa en mis notas por un momento para describir mis disposiciones.

Yo tenía entre mi mercancía un número considerable de licores entre los cuales había una excelente ginebra comprada en Hamburgo. Esta bebida es muy apreciada por los ingleses pero en
México no es muy apetecida por las gentes del país. 

Se me ocurrió que yo disponía de un medio de hacerle a mis invitados los honores de la casa a muy bajo costo y este era el prepararles un gran ponche, pero me hacía falta un recipiente suficientemente grande para mezclarlo. 

Consulté a Castagnet quien se mostró tan preocupado como lo estaba yo y fue entonces cuando divisé una gran marmita que estaba en una esquina del patio y se usaba para los colados.  Nos pareció que era buena idea usarla y Castagnet puso a un obrero a que la limpiara y una vez hecho esto la colocamos sobre la mesa en medio de grandes risotadas.


Después de que se calmó la hilaridad le dije a mis invitados : “ 

Señores, para ofrecerles un ponche este es el único recipiente que se puede obtener en esta villa.  Es verdad que no es hermoso pero ustedes deben saber que el hombre sabio no se fija tanto en el contenedor sino en la calidad del contenido”.!Bravo, bravo! Dijeron todos ¡Hagamos el ponche! ¡Hagamos el ponche!

Pusimos en la marmita diez libras de azúcar y doce botellas de ginebra a las que le prendimos fuego. Luego, sin darle tiempo a la flama de absorber demasiado alcohol, Castagnet agregó lentamente veinte botellas de té muy fuerte e hirviente. Al beber el ponche resultó que estaba delicioso y no tardó en producir entre los presente una gran alegría.

Pronto, el comandante invitó a uno de sus oficiales a que cantara una canción de bebedores en que la lengua inglesa es muy rica. A esta canción siguieron gritos de ¡Hip, hip, tres veces hurra! ¡Hurra por Inglaterra! ¡Hurra por Francia! Luego, por turno, cada quien cantó y fue igualmente aclamado.

El asunto se prolongó, acompañado de frecuentes libaciones hasta que mis convidados tuvieron que marcharse. Cerca de las dos de la mañana el comandante se retiró y fue transportado a su barco por remeros que lo habían esperado en la puerta. 

Una hora después se terminó el ponche y todos los demás también se marcharon pero en este punto la mayor parte de ellos regresó al edificio pues al salir para ir a su embarcación, el aire fresco de la noche les produjo un estado de ebriedad instantánea que les hizo perder el conocimiento y uno tras otro fueron cayendo a tierra en donde durmieron con un sueño profundo.

A partir de esa ocasión y durante todo el tiempo que la Sapphire estuvo en el puerto, yo comí casi todos los días a bordo, a veces en la mesa del comandante y a veces con los oficiales e inclusive en una ocasión con los aspirantes que también deseaban tratarme. Cada tarde, también, la marmita cumplió sus nuevas funciones y propagó la alegría entre mis nuevos amigos.

Después de tan largo viaje por la mar, los ingleses le dieron a su tripulación una singular libertad. Cada día, por la tarde, se enviaba una partida a tierra para pasar ahí la noche y buscar diversión. A la mañana del día siguiente venían desde el barco a reprenderlos y a llevarlos a bordo donde la disciplina no perdió nunca su rigor.

Antes de dejar Guaymas, el comandante Dundas quiso dar un baile al que fueron invitados sin distinción todas las damas y caballeros más prominentes de la población. 

Las chalupas, al mando de los aspirantes, fueron a tierra a recoger a los invitados que pudieron subir a bordo por medio de una escala de acceso muy fácil y cómodo. 

Por comparación, recordé lo que habíamos hecho al respecto en la pobre Felicie. No se puede uno imaginar las grandes diferencias que hay con un gran barco de guerra. 

La parte de atrás de la cubierta, desde el palo mayor,  se convirtió en una gran sala de baile, en medio de telas y pabellones y en la cabecera pusieron en armoniosa mezcla, las banderas nacionales de Inglaterra, de Francia y de México.

El brillo de numerosas bayonetas formadas en círculo, reflejaban las luces de sus velas sobre el acero pulido que resplandecía con deslumbrante claridad. Tamizadas por el cedazo ligero de los pabellones, las luces se reflejaban en el agua, alrededor del velero que parecía reposar sobre un mar de fuego.

La música de a bordo tocaba aires de danza inglesa que es muy parecida a la de México, además de valses y de gigas. Se bailaron hasta minuetos. 

En esos momentos, el comandante le ofreció el brazo a una dama, todos imitaron su ejemplo y descendimos hasta la batería, en donde los cañones habían sido reemplazados por una enorme mesa esplendorosamente adornada y servida. 

Los oficiales fueron muy galantes con las damas que para la mayoría de ellos no quedó sin recompensa. Después de la cena, las damas volvieron a empezar el baile que se prolongó hasta las cinco de la mañana cuando las embarcaciones llevaron a tierra a toda la sociedad guaymense que estaba llena de entusiasmo y admiración.

Yo aproveché la salida de la Sapphire para mandar a Europa una suma importante y la amistad de los oficiales me ayudó a ahorrarme los derechos de salida que el fisco recibe por la exportación de metales preciosos. 

Era la segunda remesa que hacía del producto de nuestra operación en la que nuestras mercancías habían disminuido en forma sensible y satisfactoria.


Nota.-   El libro es muy extenso.  Se tradujo solamente lo que se refiere a Guaymas.

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