lunes, 9 de abril de 2012

AHÍ VIENEN LOS PERROS, LE GRITA SU HIJO


Javier Valdez   
Cuando su hijo le gritó, Ahí vienen los perros, él supo de qué se trataba. Lo había entrenado para esto: un día van a llegar estos cabrones, hijo, con armas así, de este tipo, para matarme, así que debes gritar, fuerte, muy fuerte, ahí vienen los perros, y yo sabré qué hacer.


Estaban en una fiesta infantil. Los globos de colores eran arrancados por los más traviesos y aventados al aire o tronados con las uñas. Las canciones de Cri Cri no entretenían a nadie. Los niños tenían prisa por todo. Pero más por el pastel, que venía con una gelatina anaranjada a un lado y los dulces.

Un brincolín con escaladora alimentaba los gritos inmisericordes. El señor de los bolis, la de las chimichangas, no se la acababan con tanto chamaco funámbulo y mequetrefe. Ya había pasado la del ratón vaquero, cuando este saca su pistola y se quita el sombrero.

Y entonces el niño gritó. Lo hizo fuerte. Casi todos lo escucharon pero nadie supo por qué ni para qué. Solo su padre. Era agente de la Policía Ministerial y siempre andaba armado. Saltó, dio dos pasos abriendo lo más que pudo el compás y alcanzó a ubicarse detrás de un muro que daba a la calle.

En la confusión vio cómo rodaba una granada de fragmentación. Detonaciones. Les ordenó corran, corran. Unos salieron disparados en sentido contrario al brincolín. Otros se atropellaron a empujones. El artefacto dejó a varios niños en el suelo. Uno ensangrentado. Todos vivos.

Tomó su arma y se asomó abriendo fuego hacia la calle. Cayó uno y otro corrió hacia un automóvil que lo esperaba a mitad de la rúa. Rodó, gateó, se arrastró. Llegó hasta el sicario que yacía en el suelo y le quitó el fusil. Hincado lo accionó contra otros dos y le pegó a uno de ellos.

Le disparó de nuevo. Pum pum pum. Esta vez cayó para no moverse más. El tercero iba manejando. Le tiró sin dejar de avanzar hacia él pero se alejó rápido y ya no lo tuvo a tiro. Aún así siguió disparando, demencial y con el dedo atorado en el gatillo.

Llegaron ambulancias, la Policía, los bomberos. Un niño herido en un brazo y él con varios rozones. Se le puso su hijo a un lado. Le sobó la cabeza. Bien hecho, le dijo, en medio de esa respiración entrecortada. Era el segundo intento. Del primero había salido de puro milagro.

Fue en la tercera. El destino corre más de prisa. Alcanza. Rebasa. Pide saldos, cobra. Esta vez lo sorprendieron saliendo de su casa. Como que los conocía porque se le acercaron demasiado. Por eso no le dieron tiempo. Lo esperaban dentro de esa camioneta que tenía toda la mañana estacionada.

Y así, cerquita le dispararon. No alcanzó a sacar el arma. Nadie le avisó. Ni los vecinos que vieron el automóvil en vigilia sospechosa todo ese día.

Su hijo no estaba. Lo hubiera salvado de nuevo: gritando ahí vienen los perros. Si hubiera estado cerca, si los hubiera visto, si anduviera por ahí, en la calle, en el patio o la cochera, jugando y vigilando. Como guardaespaldas. Su escolta consanguíneo y personal. Pero no. Había muerto en un accidente automovilístico meses antes.
2 de abril de 2012.

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