Javier Valdez
El hombre llega a ese lugar. La costa lo abraza: el sol
pintando de anaranjado y rojo, la unión entre el cielo y el mar, las olas
besando sus pies, los guaruras blindando la zona y los dueños de los comercios
y sus empleados de hinojos a sus pies.
Llegaban al pequeño y luminoso puerto en cinco camionetas. A
veces bastaban con dos anillos, como ellos mismos los llamaban. Eran murallas
en dos o tres cuadras a la redonda. Hombres con pecheras, armados con fusiles
automáticos terciados, pistolas fajadas, chalecos antibalas y ramos de granadas
pendiendo de las fornituras.
Pero cuando había riesgos y se percibía en el ambiente el
peligro y los músculos tensos y las miradas psicóticas, entonces eran tres los
anillos de seguridad. Y en lugar de los treinta hombres armados, sumaban
cincuenta.
El ritual era de película de los hermanos Almada. Llegaban
unos y aseguraban la zona. Luego otros que se formaban más allá. Y al final, un
tercer grupo y con ellos el jefe. Mediana estatura, sonrisa ladeada, cachucha o
sombrero y un andar desparpajado y ruidoso.
Es él. El jefe. Ya llegó. Y los restaurantes que él
frecuentaba se revolucionaban. Algunas veces llegaban los de la avanzada para
avisar, Ai viene, preparen todo lo que al jefe le gusta. Diez minutos. Otras,
era de sopetón. Y todos a medio correr.
En algunos restaurantes era sabido que le preparaban pescado
sarandeado. Otras veces se conformaba con los mariscos y unas cuantas cervezas.
O lo de siempre: camarón con pulpo, aguachile, cocteles con ostiones y almejas,
y el reglamentario y religioso ceviche de curvina.
Pero no era así cuando llegaba con él. Primero los hombres
armados le avisaban que el chaca quería lo de siempre. Usté sabe. Entonces
ponía a cocer los camarones, que deberían estar frescos, casi recién sacados
del mar y no tan calientes para servirlos en la charola del patrón.
El platillo era una exquisita botana. En un vaso güisquero
se servía tequila. Doble ración. En medio, flotando, en espera, codiciado y
coqueto, un camarón de medio tamaño. A un lado, a la mano siempre, una cerveza
Pacífico en su versión ampolleta.
No podían servirse todos al mismo tiempo. El ritual
consistía en que debía poner uno por uno. Antes de concluir con la primera
dosis, la otra debía estar ya en la mesa, frente a los ojos del capo. Un mesero
tenía que permanecer ahí, como soldado del Estado Mayor Presidencial. No era
raro que pidiera la salsa Guacamaya, un poco de limón y el recipiente de la
sal.
Cuando ella llegó con sus amigos, la caravana de camionetas
blindadas se retiraba. Quedaron unos diez hombres en la retaguardia, por si se
ofrecía algo. La densa humedad evitó la polvareda y los vehículos parecían a lo
lejos un desfile de brillosos escarabajos de acero.
Y esos quiénes son, preguntó uno. Es el jefe. Quién. Nadie.
Y a qué viene. A echarse unos balazos, le contestó el mesero. La mujer se
espantó. Hubo muertos, heridos. No, así se llama la botana y los tragos que él
se echa.
6 de diciembre 2011.
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