Noche
de ronda. Patrullar la ciudad con un ochito en el tapete del carro: la pandilla
de yelos negándose a mimetizarse en agua, los botes toqueteándose, la música
amenizando el brincoteo entre tanto bache y tope, y ellos cantando como
desaforados viajeros, desafinados y en el desaliño de la intimidad de esas
cuatro paredes motorizadas.
Pásame
una pero antes límpiale el culo porque no quiero que se ande chorreando. Uno de
los del asiento trasero le pasa un bote seco y bien helado. Sabina no canta,
cuenta. Ellos lo siguen en ese cidí de concierto y él les reclama por no haber
ensayado. Uno de ellos les anuncia que tiene una emergencia: se está meando.
Nada
como mear en el botánico. Puede ser en el estacionamiento o entre árboles, bajo
esas luminarias que a las sombras no vencen. Aquí párate, ya me estoy
reventando. Se estaciona mal, no importa. Apúrate antes de que llegue la chota.
No me apures güey, que me apure la vejiga. Se mandan a la chingada y festejan.
Escuchan el chorro apenas porque en eso le suben a la rola de los diecinueve
días y las quinientas noches.
Le
dieron la vuelta y agarraron la Carlos Lineo. Los topes florecen en el
pavimento. Ahí se multiplican. No hubieras agarrado por aquí. Puro pinche
brinquito. Y yo no sé bailar. Risas. En eso estaban, entre el brindis porque ya
no hacía tanto calor y el frío empezaba a acampar en los parabrisas, cada
mañana. Vieron un bulto en el oscuro chapopote. Otro tope, un borracho, una
bolsa de basura. Preguntaron. Bromearon con la posibilidad de que fuera un
borracho: así vas a terminar tú, cabrón.
Cero
volumen y Sabina silente. Se acercaron despacio, sin bajarse del carro. El
conductor puso las luces altas. Vieron a un hombre. Uno de ellos dijo voy a
bajarme. La morra que iba adelante lo secundó. No vayan, dijo el otro que iba
atrás. Puede ser peligroso. No seas culón. Dieron seis pasos y se regresaron en
chinga. Vámonos, vámonos, vámonos. Dijeron los dos con el temblor en la
garganta, en la voz. Qué pasó. Nada, cabrón. Muévete.
Dos
cuadras adelante y soltaron el aire y recuperaron la voz. Qué pasó. Nada, que
el hombre estaba muerto. Había mucha sangre y como que lo acababan de tirar. Se
les pasó la borrachera y en minutos ya no tenían cruda. Del ocho solo quedaron
dos y prefirieron meterse a la casa de uno de ellos y cortar ese ritual de
patrullar la ciudad.
Se
lamentaban de la muerte, la violencia, tanto matón suelto, protegidos e
impunes. Uno dijo vamos a regresar, otro agregó te acompaño. Los otros los
regañaron. No sean pendejos, no vayan. Qué tal si llega la policía o vuelven
los matones. Regresaron a la escena, donde ya no había cadáver: solo un tenis
huérfano a mitad de la calle y la confesión de que el hombre ese no tenía
cabeza.
Columna publicada el 09 de febrero de
2020 en la edición 889 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/
FEBRERO 11, 2020,7:03 AM)
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