Todos lo veían ahí, en el
barrio: aburrido, serio, encerrado en ese cajón de cemento y ladrillo, apenas
levantando la mirada, las cejas, la mano, para saludar. Sus dos hijos y la
esposa eran también callados. Él de la casa al trabajo recorría el mismo camino,
como si en cada paso buscara sus huellas. Todos los días ese ritual hueco y
cabizbajo.
Pero esa tarde salió con una
cara que nadie le conocía. El rostro de piedra y la voz dura y el paso erguido
y rápido. El niño de la vecina que solo salía de noche y bien peinada había
estado pateando el balón y le pegó en tres ocasiones a esa camioneta no tan
nueva y activó el mismo número de veces la alarma chillona del vehículo. Salió
con el energúmeno por dentro y por fuera.
Gritó, sacudió al niño luego
de tomarlo del brazo, y le quitó el balón. Órale morro, cómo das lata. Dejó al
menor a media calle, llorando. La madre salió con un chor corto y cachetero,
pegado hasta desnudar protuberancias: con el teléfono celular en el lado
derecho de la cara y gritando ya ves, una aquí sola, sin nadie que lo defienda,
y tú de güevón con tus amigotes y cualquier pendejo humillando a tus hijos y tú
cómo si nada.
Tomó torpemente al niño y lo
llevó tras ella, jalándolo. A los quince minutos llegó un hombre en taxi. Una
nueve milímetros en la derecha y de un caminar ladeado. Le decían El dólar por
ese andar de subibaja. El hombre se metió a la casa del vecino y lo sacó a
patadas. Golpes en los costados, en la espalda, las nalgas, las piernas. Y ya
en el suelo, en la cara, las costillas, la entrepierna. Se retorcía, trataba de
cubrirse. Su esposa salió, embarazada. Se tiró sobre él y lo cubrió justo
cuando El dólar había puesto el dedo de fuego en el gatillo.
Ande puto, para que no te
andes metiendo con mis hijos. Regresó la pistola a ese rincón detrás de los
linderos del cinto. Se iba a retirar cuando llegaron diez hombres. Lo doblaron
con dos opercat y se lo llevaron a rastras. En los teléfonos y radios de la
narcada empezó a escucharse que se llevaron a El dólar. Lo llevan al dique. Lo
van a matar. Si no interviene el jefe, le van a dar piso. Pero el jefe se
enteró. Llamó al comando y justo cuando se disponían a quebrarlo les ordenó que
dejaran a El dólar vivo, ahí, tirado.
Cuando vieron al jefe le
preguntaron por qué. El jefe les informó que le debía varios favores a El dólar
y que además era bueno a la hora de los chingazos, entrón y güevudo. Ah. Lo que
en el barrio no sabían era que ese hombre callado y tímido tenía su gente y su
poder. Que no necesitó pedir ayuda para que fueran a defenderlo y a matar a su
agresor. Ese es el bueno. Es el verdadero patrón, les dijo el jefe.
Columna publicada el 24 de febrero de 2019 en la
edición 839 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/26 FEBRERO, 2019)
No hay comentarios:
Publicar un comentario