Dueño del sofisma y la
metáfora, del lenguaje coloquial y el sentir popular, Andrés Manuel López
Obrador llega a sus primeros 100 días como un presidente sin parangón en la
historia mexicana, en apoyo y consenso para gobernar, y una prisa por instalar
lo nuevo y demoler lo viejo, como ninguno de sus antecesores lo habían hecho.
Pero su contexto también es diferente. Por decisión unilateral, su revolución
pacífica, que es lo que está en marcha, carece de aliados, porque todos son
adversarios y enemigos. La destrucción de lo establecido es tan profundo y
amplio, que las resistencias son enormes, y debe conciliarlas con sus
debilidades y necesidades. Su salud no es frágil, pero una cirugía a corazón
abierto en diciembre de 2013 lo obliga a medicarse todos los días, por lo que
siempre ronda su mente que no tendrá tiempo para colocar los cimientos de su
Cuarta Transformación, si no se apura. Hoy tiene el respaldo para hacer lo que
quiera, pero está consciente que la fuerza de hoy, mañana se evaporará.
López Obrador no ve la 4T
como una figura retórica, sino como un concepto de país. Construir todo, sobre
las ruinas de todo. No ha sido fácil el cambio de régimen propuesto, reconoce
en privado, lo que evoca a Alexis de Tocqueville en La Democracia en
América(1840), al describir la tensión dentro del naciente Estados Unidos,
donde había una sociedad que quería nacer y otra que se negaba a morir.
Recuerda también El Antiguo Régimen y la Revolución que escribió 16 años
después sobre Francia y la crisis de la centralización del poder, con su magro
crecimiento y la decadencia de la aristocracia, que levantaron al pueblo e
impulsó una transformación revolucionaria.
Tocqueville no está en el
lenguaje de López Obrador, pero está en su contexto y en la definición del
poder. Las palabras las utiliza con cuidado, aunque parece desenfadado. A veces
suenan con una beligerancia incendiaria, pero no lo son. Dice que el cambio
será radical, pero no como un extremista, sino en la acepción del latín que
significa raíz. No es un talibán ni un arquitecto del califato islámico, pero
para que tenga éxito su proyecto transformista, necesita destruir. Él lo sabe,
aunque no lo admita públicamente. Aquí se le llamó polpotismo de terciopelo por
la forma como quiere arrancar todo lo pasado, el cáncer que amenaza con
infectar su futuro. De ahí, de su incansable lucha, la frase coloquial “me
canso ganso”, que habla de su obstinación sin márgenes de maniobra.
El cambio obligó la purga de
la nomenclatura y la burocracia; el sacrificio de la clase media, para la que
no hay presente ni futuro. No es nuevo. Desde el cierre de campaña en el
Estadio Azteca, definió un gobierno para ricos y pobres, pero no para los de en
medio. Esa marcha desplaza y destruye al viejo régimen, que antes fue “fifí”,
previamente “mafia del poder” y antaño “pirruris”. Su voz está cargada de
municiones, con una claridad religiosa que penetra el alma mexicana, y una
fuerza moral de quien nunca se rindió ante las adversidades. Su legitimidad ha
crecido desde asumir la Presidencia, facilitándole el consenso para gobernar.
Los primeros 100 días de
gobierno, que se cumplen el domingo, han sido un periodo de confrontación con
un pasado que creó involuntariamente las condiciones para que finalmente
conquistara la Presidencia. Dos veces antes lo intentó, pero no convenció a
suficientes electores. La argumentación de que le cometieron fraude en las
elecciones de 2006 nunca se pudo probar, ni la reacción popular fue tan masiva
para desestabilizar a Felipe Calderón, que asumió la Presidencia y se consolidó
en la silla. En 2018, la realidad del elector duro y del insatisfecho, del
indignado y desposeído, alcanzó la que predicaba López Obrador. Aquella fruta
de 35 años, estaba podrida.
La globalización y la
desigualdad como externalidad, fue uno de los factores, como describió Dani
Rodrik, profesor de la Escuela de Gobierno “John F. Kennedy” de Harvard, en un
ensayo publicado en 2018. Pero no menos importantes fueron los cambios en las
tecnologías, el surgimiento de los mercados donde el ganador se llevaba todo,
la erosión en las protecciones del mercado laboral y el declive de las normas
que restringían el pago de los diferenciales. Todo ello, en México y en el
mundo, provocaron la rebelión en las calles y en las clases medias -qué
paradoja en México, donde son las que no tienen cupo en el proyecto-, que
echaron en las urnas al status quo que los había gobernado.
A todo ello se ha referido
intuitiva o empíricamente López Obrador, capaz de traducir tecnicismos en
eufemismos populares. Le da combustible para alimentar su campaña electoral
permanente, pero no será para siempre o, si alguien lee con cuidado los
indicadores económicos, no por mucho tiempo.
Sus primeros 100 días han
sido una fiesta para él y un carnaval para la mayoría de sus apoyadores, pero
requiere empezar a gobernar. Convertir promesas en realidades como regalos de
dinero, cancelación de proyectos del viejo régimen, confrontación y amenazas a
quienes piensan diferente a él, ayuda a la fundación de Amlolandia. Pero el
proyecto de la Cuarta Transformación necesita más que el voluntarismo
presidencial. Requiere responsabilidad y seriedad, orden y trabajo, creatividad
y equilibrio. Gobierno, no propaganda. Ejercicio del poder, no abuso de poder.
Cien días para sentarse y juguetear deben bastar. No debe perder el tiempo si,
como dice, quiere ser el mejor presidente que haya tenido México. No hacer las
cosas bien, que tenga presente, lo puede arrastrar a las antípodas de lo que
desea.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(EJE CENTRAL/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 8 DE MARZO DE 2019)
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