Es un hombre alto y
corpulento. No tiene los cuarenta pero de su mirada de otoño parecen colgar
flores marchitas y ramas secas. Sus ojos bajan más seguido a sus pisadas y el
cuerpo corvo delata una suerte de cansancio, de rendición, de esperar el mañana
pensando que fue ayer o antier: que lo que viene ya pasó y el futuro llega
muerto.
Hace menos de un año era
agente de la policía municipal. Uniforme azul, la placa reluciente, fornituras
limpias y en buen estado, el arma de cargo en su funda y el fusil automático a
la mano. Botas altas, bien atadas y recién lustradas. La gorra en su lugar,
pelo corto, con algo de gel para que no se alborote cuando va atrás, en la
patrulla.
Esa era su vida, a la vuelta
de la esquina. Hasta que ese oficial de la corporación se le acercó para
decirle que si él quería, podía hacer que aprobara, sin problema alguno, el
examen de control y confianza. Son pruebas que incluyen el polígrafo, en las que
ejercen una fuerte presión quienes lo aplican, al grado de hostigarlos con la
misma pregunta en veinte ocasiones y realizadas en momentos diferentes, durante
la evaluación.
Eres narco. Conoces a algún
narco. Eres malandrín o tienes parientes con antecedentes. Piénsalo, te voy a
dar quince minutos y regreso. Ahora puedes decirme la verdad: trabajas para
algún pesado o tienes familiares presos por delitos contra la salud o de alguna
manera estás metido en la delincuencia.
El agente respondió a todo
que no, porque así era. Pero no aceptó la oferta que le hizo el oficial. Puedo
hacer que apruebes, pero tienes que trabajar para mí, para la gente con la que
yo jalo fuera de aquí, con otra raza. Discretamente y agarramos más billetes.
Pero todo a la sorda. Somos muy poquitos. Yo soy el jefe. Si me dices que sí,
pues haz de cuenta que pasaste el examen, yo me encargo.
No aceptó. Pensó en sus dos
hijos, su esposa. En sus manos limpias y la frente en alto. Su uniforme, la
placa reluciente y los zapatos siempre boleados, brillosos. Su vida tranquila y
esa rutina que tanto saboreaba de llegar a su casa sin temor, abrazar a los
morros y echarse un café mientras ve las televonelas, echado en ese sillón
viejo y mullido. Pensó en la vida breve, en ese parpadeo entre el cañón
escupiendo fuego y el amanecer con el cuerpo tibio de su mujer a un lado,
disponible y a la mano: en espera de él, de su mano, su músculo entero.
No me interesa, respondió.
Cinco días bastaron, después del examen, para que le dijeran que había reprobado.
Le dieron veinte mil pesos, como despedida. Guardó su uniforme como quien acuna
a un bebé y ahora trabaja en un hotel: cuida las sombras de los muebles en los
pasillos, vigila el estacionamiento y que no se empañen sus ojos.
Columna publicada el 10 de febrero de
2019 en la edición 837 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 12 FEBRERO, 2019)
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