Como todas las mañanas, el
presidente Andrés Manuel López Obrador disparó ayer con su escopeta habitual.
Ahora tocó al sector energético, donde se le fue encima a empresas mexicanas e
internacionales, y señaló a ex funcionarios federales de haber contribuido a la
“destrucción masiva” de la Comisión Federal de Electricidad. Había anticipado
el viernes que el lunes revelaría casos de corrupción en la CFE, lo que no
sucedió. Lo que sí pasó, en voz de su director Manuel Bartlett, fueron viejos
señalamientos sobre ex funcionarios que trabajan para empresas de generación
eléctrica internacionales, o les dan consultorías.
Lo que explicaron, cuando
menos hasta ahora, no acreditaba siquiera conflicto de interés. Se lo hizo ver
inmediatamente el ex presidente Felipe Calderón, cuando le recordó una vez más
que la ley establece plazos durante los cuales no puede trabajar un ex
funcionario en un campo que fue de su especialidad. Las críticas al presidente
y a Bartlett siguieron durante el día, por la imprecisión o falsedad de varias
imputaciones. Eso ya lo debía haber sabido con seguridad, pero lo importante
para él no es la realidad, sino la percepción. El viernes pasado planteó abrir
la cloaca en la CFE, que se redujo a una acusación sin pruebas por parte de
Bartlett, de que “la influencia de ex funcionarios en empresas privadas deriva
en que la capacidad de la CFE se haya reducido a ser una empresa que genera
apenas el 50% de la energía del país”.
Echar la culpa al pasado es
la justificación que ha utilizado para buscar el apoyo consensuado para sus
políticas de gobierno y colocar los ladrillos para, si no la abrogación de la
Reforma Energética, sí su congelamiento. En su conferencia de prensa, el
presidente mantuvo el mismo patrón que ha seguido desde el arranque de su
gobierno: empaquetar sus acciones en el discurso de que los anteriores
gobiernos eran corruptos y saquearon al país. El discurso tiene la técnica de
Joseph Goebbels, el maestro de la propaganda nazi, de repetir una idea hasta
que termine incubándose en la mente como una realidad.
“Es un asunto de semiótica”,
dice un agudo observador político. “Todo lo que maneja el presidente son
símbolos”. La semiótica, en su definición clásica, es la ciencia que estudia
los sistemas de signos que permiten la comunicación entre los individuos.
Grandes imágenes que ha logrado sembrar en el imaginario colectivo son las de
los “fifís”, para identificar todo aquello que se opone a los deseos de las
mayorías, o “conservadores”, que utiliza para referirse a sus críticos o a los
disidentes. López Obrador juega todo el tiempo con la palabra corrupción, pero
siempre la asocia con los privilegios. “Los mexicanos responden a los
privilegios, que les molestan mucho, no a la corrupción”, agregó el observador.
La forma como presentan
verosimilitudes vestidas con verdades es muy eficiente. Por ejemplo, nadie
reparó que Bartlett fue miembro de uno de los gobiernos que ahora fustiga
(Carlos Salinas) y gobernador priista de Puebla durante otro (Ernesto Zedillo).
Tampoco en que el consejero jurídico de la Presidencia, Julio Scherer, trabajó
muy de cerca con el ex secretario de Hacienda, Pedro Aspe, mencionado por el
vocero presidencial como otro de los ex funcionarios clave en la “destrucción”
de la CFE, ni que trabajó como el hombre fuerte de Alfonso Romo, jefe de la
Oficina de la Presidencia.
El método utilizado por el
presidente es siempre el mismo. Si modifica la entrega de recursos a estancias
infantiles, es porque hubo actos de corrupción de panistas. Si las cosas en
Pemex no están saliendo bien, tiene que ver con el gobierno del presidente
Enrique Peña Nieto. Si hay exigencia de transparencia a su gobierno, la
descalificación corre a través de la mentira que antes no se exigía nada y
ahora sí acosan a su gabinete. Si la economía tropieza es porque le dejaron un
país en bancarrota. Si le está costando trabajo que su gobierno funcione, es
porque los están saboteando los “conservadores”. Dentro de su propio equipo,
cuando hay observaciones sobre algún funcionario y su inexperiencia, responde
que “prefiero la larga curva de aprendizaje al bandidaje”. A cada síntoma que
pueda causarle daño a su gobierno, siempre recurre a la misma receta, voltear
por el espejo retrovisor para mostrar la podredumbre del pasado.
Los símbolos que
permanentemente emplea López Obrador le han permitido ir aumentando su
aprobación como presidente, en niveles muy superiores incluso al total de
quienes votaron por él. Se podría argumentar que el discurso que tiene es
penetrante y efectivo porque cumple funciones terapéuticas, que ni en la clase
política ni en los medios alcanzamos a comprender en toda su cabalidad. La
indignación nacional contra la corrupción y los privilegios, registrada en las
urnas desde las elecciones intermedias en 2015, es la fortaleza que va
acumulando cada día con esos mensajes, y le permite pelearse todos los días con
agentes económicos, actores políticos o medios y sociedad civil, sin mella
alguna.
El presidente sale todos los
días a la palestra del Salón de la Tesorería en Palacio Nacional para disparar
con una escopeta para todos lados. Siempre pega en el centro, porque sus
objetivos cotidianos le responden de manera convencional y no contrarrestan los
ataques. ¿Cuánto más lo podrá hacer? Por la forma como se le responde y
confrontan sus dichos, el combustible que tiene López Obrador es bastante. El
desafío, como apuntó el agudo observador, es encontrar un símbolo que se
enfrente a los suyos. Es decir, la batalla de las imágenes por las mentes,
herramienta indispensable en estos tiempos de la cuarta transformación.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(EJE CENTRAL/
ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/ COLABORACIÓN/12 DE FEBRERO DE
2019)
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