El morro era todo un júnior.
Su padre tenía mucho dinero y su madre lo consentía. Sin oficio ni beneficio,
se salió de la secundaria por güeva y porque su padre le daba todo: estiraba la
mano y ahí estaban los billetes, como cajero automático, que su padre le
regalaba. Tenga mijo, pa que se divierta. Tenga, pal cotorreo. Tenga, pa las
morras.
Así estuvo, sin escuela ni
trabajo. Se la pasaba de vago, en fiestas, con los amigos, en la calle, la
tienda de la esquina y las canchas de básquet. Apá, decía. Y el papá emergía
del otro cuarto, de la oficina, la recámara, con el dinero en la mano. Tenga
mijo, diviértase, se toma una a mi salud y ojalá se consiga una muchachota.
Pero el morro no hacía más
que malgastar. Un día se aburrió de la farra y la noche se le hizo corta y los
días no cabían más en sus bolsillos ni en sus manos. El tiempo se le escurría
como el aire entre sus dedos y habló con sus amigos, los más cercanos. Vamos a
robarnos un carro. Fueron al centro comercial y la agarraron cuichi: una joven
mujer, de pechos de bisturí y con dos costillas menos, se estacionó y antes de
que bajara la atoraron, le quitaron el bolso y el celular, las llaves de la
camioneta, la jalonearon y bajaron a chingazos. Te mato si llamas a la policía.
Su padre no se enteró de esos
cinco mil pesos que se había ganado con el despojo del vehículo ni que había
ingresado a la invisible lista negra de los malandrines. Se había hartado de su
hijo pilichi y empezó a negarle dinero, le reclamó que haya embarazado a una
jovencita, hija de un hombre poderoso, y que no se haya hecho responsable de
nada. Ni escuela ni trabajo ni paternidad ni chingadas madres, le gritó.
En la fiesta de cumpleaños de
una amiga, la cerveza rolaba como agua de lluvia. En una de esas alguien se
acordó que no habían comprado pastel, así que se apuntó. Yo voy por el pastel,
ahorita lo traigo. Pasaron dos horas y llegó la noche y el día siguiente. Ni el
pastel ni él llegaron. Lo reportaron como desaparecido y lo buscaron en la
policía, los hospitales, y al final en el semefo. No lo encontraron ni en los
baldíos que son tiradero de cadáveres.
Cuando abrió los ojos estaba
en un centro de rehabilitación, golpeado y con una camiseta que concentraba
olores y manchas de vómito, sudor y sangre. Primero pensó que estaba muerto.
Oscuro el cuarto y nublada su vista. Luego llegó un hombre grande, de manos de
candado, que le dio dos cachetadas. Te vas a morir, morro. Lloró, suplicó. No
me maten, por favor. Quedó inconsciente y cuando abrió de nuevo los ojos estaba
en la cárcel, acusado de asalto. Ya no pensó en la fiesta ni en ese pastel que
llevaría: y entonces sí, no le alcanzaron las noches para el insomnio ni los
días para el llanto.
Columna publicada el 25 de noviembre de
2018 en la edición 826 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 27 NOVIEMBRE, 2018)
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