Enfadada. Así se sentía, en
un marasmo de derrota tras derrota: se había casado con el hombre aquel por
dinero o porque le gustaba y se le hizo fácil, y de paso lograba salirse de la
casa de sus papás. Y ese hombre fecundó en tres ocasiones sus óvulos pero no
cumplía con su responsabilidad de ser padre y menos marido, y la había
mantenido así, en la ruina de las labores domésticas, el extravío de la cocina,
el encierro de esa casa mediana pero sin hogar.
El hombre era hosco,
grandote, de voz arrastrada y gruesa. El alcohol parecía dominar su lengua,
aunque no ingiriera. Macho, fuerte, dominante. Por eso le habían encargado ser
el jefe de la zona. El comanche, le decían, como sinónimo de comandante de
sector.
Siempre empecherado, con el
cuerno recortado y las pistolas matapolicías a la mano. Él llegaba a su casa y
se sentaba en la sala a que lo atendieran. Vieja esto, vieja aquello. Y ella
corría a prepararle botana y cena, llevarle cerveza, quitarle los zapatos y
llevarse los botes vacíos. Él ahí, desentendido de la casa, preocupado por la
clica, las balas, limpiar las armas, engordar sus bolsillos.
Pero le mataron a varios de
los suyos. Tuvo que quedarse encerrado y ella aguantándolo. Harta. Un día se
dijo en voz baja pinche vida, estoy hasta la madre. Se bañó temprano, se vistió
casual y enseñó las fronteras de esa silueta. Recordó lo guapa que era y el
meneo de las serpientes. Voy a buscar trabajo. Tas loca, le contestó él sin
voltear a verla.
Salió de ahí. Toda la acera
besó el givenchi y los que la vieron quedaron más que conmovidos. Su paso
enervó despachos, oficinas, salas de espera y consultorios, donde entregó
solicitudes. En el casino envenenó al gerente con su seguridad: vente mañana,
para que empieces a trabajar. Turno nocturno.
Al día siguiente salió de
nuevo. Su esposo en la sala, echado. Dos botes en la panza y diez más en la
yelera, a un lado. A dónde vas, cabrona. A trabajar, me dieron chamba. Y salió
dejando esa estela de flores. Él encabronado. Ella bien arreglada, monumental.
No vayas. Pero ella no lo escuchó: se sentía útil, viva, feliz y atractiva.
El hombre fue al casino. Le
dijo al gerente despídela. Le contestó que no. Es eficiente, buena empleada. Él
amenazó con regresar y lo hizo con diez pistoleros. El gerente tuvo miedo y
llamó a la policía. Uno de los polis se acercó y le advirtió que mejor la
corriera. Por qué. Porque estos cabrones están pesados. Porque lo van a matar.
El hombre sacó un pañuelo
blanco. Pasaba el trapo por las manos: tallaba y tallaba. No se decidía y no
tenía opción. Llamó a la joven. Estás despedida. La poli se fue, el comanche se
llevó a su esposa y retiró a los matones. El gerente subió el pañuelo a la
frente. Pinche calorón: ahí sigue, secando sus sudores.
Columna publicada el 7 de octubre de 2018 en la
edición 819 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 9 octubre, 2018)
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