Una de las heridas más dolorosas de la
guerra antinarco se abrió en San Fernando, Tamaulipas, entre 2010 y 2011. Ahí
se perpetró un holocausto migrante. Y la llaga no sana: Los Zetas aún rondan la
zona, la justicia se esconde, la impunidad campea. Se calcula que sólo en ese
municipio todavía hay unos 3 mil cuerpos enterrados, mientras que los
supervivientes habrán de reconstruir sus vidas en una región derruida, que
sigue siendo pasto del miedo ante nuevas desapariciones y agravios.
SAN FERNANDO, TAMPS.
(Proceso).- Todos sabían del exterminio cotidiano que aquí se llevaba a cabo.
Muchos presenciaron el momento en que el cruel grupo de veinteañeros que
controlaba este pueblo de parte de Los Zetas, apoyado por todo el departamento
de policía municipal, elegía a sus víctimas de entre los pasajeros de los autobuses
que paraban sobre la avenida principal, a una cuadra de la escuela.
Se ensañaba contra los
migrantes. Y contra cualquier mexicano sospechoso de lo que fuera.
A diario camionetas y
patrullas cargadas con personas salían rumbo al ejido El Arenal; regresaban
vacías.
Las súplicas de los cautivos
pidiendo ayuda se quedaron clavadas en las pesadillas de los habitantes de este
pueblo con triste fama a partir de la masacre de los 72 migrantes perpetrada en
agosto de 2010, durante el sexenio calderonista.
Pero esa no fue la última
matanza: siguieron varias, sistemáticas, silenciadas, ocultas, que se
cometieron por varios años. El segundo escándalo internacional que sacudió a
este pueblo, ubicado a dos horas de Texas en auto, fue el hallazgo, en abril de
2011, de 47 fosas clandestinas con 193 cadáveres; la mayoría pasajeros de
autobuses.
“Eso comenzó cuando mi hijo
estaba en secundaria: íbamos a la escuela y veíamos que los policías y los
zetas bajaban pasajeros en pleno día. Me tocó ver cómo se llevaban a una joven
muy bonita, de buen cuerpo, que pedía que la ayudaran. La agarraron como un
costal de papas y se la llevaron con todos. Un policía le dio la mano para que
se subiera a la camioneta. Se llevaban a todos. Pedían ayuda, pero ¿tú qué
hacías como ciudadano?”, relata un habitante anónimo.
Estamos en la intersección de
la calle Padre Mier y la Ruiz Cortines, la avenida por donde pasan los
autobuses que cruzan la temida carretera 101 desde Ciudad Victoria hasta la
frontera.
Las oficinas de las compañías
de autobuses Transpaís, Ómnibus y Futura se anuncian con letreros. Son las
empresas que enfrentaban los cuestionamientos cuando los viajeros no llegaban a
las terminales de Matamoros o Nuevo Laredo porque habían sido interceptados
aquí.
San Fernando es sitio del
holocausto migrante. Pero no sólo sufrieron ellos. La cacería fue también
contra los sanfernandinos, sea porque eran considerados “contrarios” –lo que
significa que daban algún servicio a gente del Cártel del Golfo–, contra las
muchachas más lindas, contra los ricos –a quienes podían despojar de sus
pertenencias–, contra los jóvenes en edad reclutable, contra los sospechosos,
contra los dueños de los negocios que no negaban servicio a los militares que
en algún tiempo estuvieron destacados en este lugar, contra quienes
desobedecían el toque de queda de las seis de la tarde, contra quienes hablaban
o miraban de más. Contra quien fuera.
NO HAY CIFRAS DE CUÁNTOS FALTAN
San Fernando, Tamaulipas, es
muchas cosas: es el municipio bisagra por el que se llega a las fronteras de
Matamoros y Nuevo Laredo cuando no se quiere rodear por Nuevo León. El suelo
que alberga la mayor reserva de gas natural en el país. El municipio productor
de sorgo por excelencia y conocido por los mariscos de la Laguna Madre. Es también
el emblema de la violencia narca asociada con el estado. Sitio donde las
masacres fueron pan de cada día.
“Uno ya sabía. Todo el pueblo
sabía. Todos sabíamos. Cada quien puso su granito de arena. Si conocías a
alguien de gobierno le decías: ‘no chinguen, ayuden a esa pobre gente, digan
más arriba’. Pero no podías hacer algo más porque si denunciabas o decías algo
ya no regresabas”, dice otro habitante anónimo.
El anonimato es la condición
para hablar, pero aun así generalmente se habla en voz baja.
“Esa gente –dice otra persona
refiriéndose a Los Zetas– está cerca, sigue por las brechas, a veces entran al
pueblo.”
“Siguen desapareciendo
personas”, dice la madre de una joven que fue asesinada.
“Todo mundo sabíamos que para
El Arenal se metían camionetas con gente y regresaban limpias”, dice alguien
más.
Los pobladores intentaron
denunciar ante las autoridades que vivían en un infierno a partir de la ruptura
del Cártel del Golfo y sus aliados Los Zetas, cuando San Fernando se convirtió
en punto estratégico de acceso a la frontera, por lo que lo predominante era
vigilar las rutas: quién entraba o salía. La masacre de los 72 migrantes fue
una advertencia.
El pueblo fue controlado por
un grupo de sicarios que impusieron el terror y se esforzaban en ser
sanguinarios, que disfrutaban su “orgía de sadismo”, como la califica un agente
estadunidense que estuvo infiltrado en la zona.
Los sanfernandinos dicen que
intentaron poner denuncias pero nadie los escuchó. Una mujer dice que habló a
una estación de radio en Monterrey pidiendo que mandaran reporteros para que
constataran el terror bajo el que vivían. Una madre dice que escribió un papel
pidiendo ayuda para el pueblo, se lo metió en el pecho, caminó por días hasta
que encontró la ocasión de arriesgarse a tirarlo frente a un soldado. Un
empresario dice que creó una cuenta de correo con una identidad falsa y
escribió a la Presidencia de la República, a la Comisión Nacional de los
Derechos Humanos, al Ejército y a cuantas direcciones de correo encontró para decir
lo que aquí pasaba.
SÓLO HUBO RESPUESTAS POR TEMPORADAS. NADA FRENÓ EL
HORROR
La mayor movilización de
autoridades ocurrió cuando fueron descubiertas las fosas clandestinas en las
que habían sido enterradas casi 200 personas, justo en El Arenal. La mayoría de
los cadáveres (casi todos correspondían a varones jóvenes) tenía el cráneo
destrozado.
Los sicarios al mando no
mataban a balazos. El método era más lento, cruel y doloroso: a golpes de
marro.
Aunque se han hecho diversas
solicitudes de información a la Procuraduría General de la República (PGR) para
conocer detalles sobre los 193 cuerpos, éstas han sido negadas. Sin embargo,
datos a los que tuvo acceso la reportera muestran que de los 120 cuerpos
trasladados a la morgue del Distrito Federal sólo tres eran de mujeres.
De esos 120, 91 murieron por
traumatismo craneoencefálico, con la cabeza rota por un objeto duro. Sólo en 19
se gastaron balas.
Un exempleado municipal, así
como varias personas que estuvieron involucradas en las exhumaciones, mencionan
que había más fosas. Una persona dice que el gobierno no informó que más de 290
cadáveres fueron desenterrados; otra refiere que se calculaba que había unas
600 personas en fosas (Proceso 2025). La Subprocuraduría Especializada en
Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO) de la PGR y la procuraduría de
Tamaulipas han mantenido la información en secreto.
Los pobladores que se
atrevieron a hablar para este reportaje dijeron que el presidente municipal
Tomás Gloria Requena, quien gobernaba el municipio en tiempos de las masacres,
es delegado de la Confederación Nacional Campesina para Veracruz. La gente lo
acusa de haberse enriquecido esos años.
A su vez, los policías
municipales que detenían y transportaban migrantes al matadero fueron puestos
en libertad por un juez aun cuando fueron detenidos tras el hallazgo de las
fosas y señalados públicamente como culpables por la PGR. A algunos se les vio
muy activos en las pasadas campañas electorales.
TODOS LA PAGARON
Este pueblo, famoso por sus
cortes de carne y sus cocteles de camarón y pescados extraídos de la laguna,
dejó un doloroso tatuaje en el corazón de cada uno de sus habitantes. No hay
quien no tenga una pérdida que contar, sea la del vecino que se llevaron porque
denunció ante los marinos una casa de seguridad; la de las vecinas violadas y
asesinadas; la de la sobrina con un balazo en la cabeza; la del patrón
secuestrado; la de los hijos a los que no vieron más.
Están historias como la de
Laura Margarita Cepeda Alcalá, madre con dos hijos y un yerno desaparecidos el
mismo día, que hoy vende empanadas y junta fierros para mantener a sus nietos.
Ella busca a Óscar Martín
Ochoa Herrera, de 34 años; a su hijo de crianza, Juan Pablo Cepeda Alcalá, que
apenas había llegado deportado de Estados Unidos, y a su hijo natural Leonel
Villarreal Cepeda, quien era agente de tránsito pero se dio de baja cuando
comenzó el control criminal.
“Después de los 72
(migrantes) se llevaron a mucha gente, incluyendo a mis muchachos. Nadie nunca
nos ayudó en nada”, dice la mujer, que desde 2011 comenzó su búsqueda.
“Un día entraron las gentes a
la casa. Mi hijo corrió espantado al cuarto. Lo agarraron a golpes, lo sacaron
bien sangrado. A mi hermana la sacaron con metralleta. A Juan le pusieron unos
golpes en la panza. Iban encapuchados y vestidos de soldados. Amenazaron con
que si alguien denunciaba iban a cortarle la lengua. Dijeron que si salían
limpios los iban a soltar. No pidieron rescate, no los botaron muertos, no se
los ha tragado la tierra… ¡quiero saber dónde están!”
Muestra las fotos. Llora.
Siente que enloquece. Le robaron el motivo de su vida.
PUEBLO DE LOS MIL HUÉRFANOS
Los campos de sorgo colorado,
robusto, erecto, se mecen con el viento. La cosecha está lista, puebla el
paisaje. Pero falta gente que la recoja: las compañías que viajaban de todo
México con máquinas trilladoras no volvieron; muchos jóvenes que heredarían
estas tierras ya no están.
“Somos los mayores
productores de sorgo de la República Mexicana. En 2012 y 2013 no podíamos
trillar, todo se echaba a perder. Ya no se podía trillar por la inseguridad.
Aquí no entraba nadie. Antes de que entraras te mataban, te desaparecían o te
quitaban lo que tenías”, dice la exdiputada Marta Alicia Jiménez, quien,
durante la visita de un grupo de reporteros, luce contenta porque este año sí
habrá cosecha, y a la vez triste por la derrota electoral de su partido, el
PRI, a la gubernatura.
Narra cómo la violencia acabó
la cosecha y el comercio. Menciona la dictadura maligna bajo la que vivían
sometidos por Los Zetas. Dice que una tercera parte del pueblo se fue, y
quienes han vuelto encontraron sus casas saqueadas.
Da un número: “En el padrón
electoral se refleja: Antes eran 50 mil empadronados; ahorita son 37 mil,
aunque muchos no se dieron de baja y se fueron o están desaparecidos”.
En la entrevista se queja de
la mala fama que se le ha hecho al pueblo y dice que quienes cometieron las
atrocidades eran fuereños. También dice que es falso que el gobernador
saliente, Egidio Torre Cantú, no haya hecho nada contra la inseguridad, pues,
argumenta, pidió ayuda para que mandaran a marinos y soldados.
“San Fernando se hizo famoso
por los 72, pero otros municipios están peor”, agrega.
La exdiputada acaba de
constituir una asociación civil a través de la cual quiere “bajar recursos” y
construir un orfanatorio para 200 infantes. Su cálculo es que hay unos mil
niños huérfanos.
Entre ellos menciona a uno
llamado David, hijo de un vendedor de discos piratas que presenció cuando
mataron a su papá con “un bat, como un martillo, un mazo”, y muchos años no
volvió a hablar; a Miguel, un niño enfermo que no alcanza a respirar por las
secuelas que le dejó ver cómo hombres armados le quitaban a su papá, y a
Nicole, una bebé que encontraron abandonada adentro de una caja de tomates luego
de que a su mamá se la llevaron.
“Desgraciadamente nuestros
niños vivieron en carne propia y vieron cómo mataron o cómo desaparecieron a
sus papás (…) Tenemos un padrón de casi mil niños que perdieron a su papá o a
su mamá, o a ambos, y algunos hasta a los abuelos (…) De esos mil fue de los
que nos dimos cuenta aunque muchos no hablaban, sólo sufrían en silencio”,
dice, y cuenta que a su puerta también llegó la tragedia: su sobrina baleada.
Algunos en la calle no creen
que la preocupación de la exlegisladora sea desinteresada. La clase política
simulaba que todo estaba en orden. Ella dice que durante los peores años
contrató a una psicóloga para que ayudara a niños y niñas enfermos por el
trauma.
Y quizá ningún sanfernandino
se escape del trauma. En todo el recorrido surgen anécdotas de terror. El
restaurante de mariscos con las muestras de la granada que explotó dentro. La
esquina donde se establecían los retenes de los criminales. Las muchas casas
donde faltan habitantes. La calle de donde “levantaban” a la gente. La
ferretería de donde sacaron los marros asesinos. Los ejidos donde se
encontraron fosas.
“Yo pienso que hay de 2 mil
500 a 3 mil cadáveres enterrados. Y se me hacen pocos. Si lo hicieron por mucho
tiempo y, luego, durante unos dos meses, bajaron a todos los pasajeros de
autobuses. Eran dos autobuses diarios”, calcula una persona bien informada.
Al salir de San Fernando
recibimos una llamada y una voz femenina dice con urgencia: “En marzo de 2011
se llevaron a mi hijo Jesús Eduardo. Tenía 23 años. Acababa de salir de la
maquiladora, se paró en un Oxxo donde había un retén de los malos. Y ya no
supimos de él. En ese tiempo, por voltear a ver se lo llevaban a uno. De día y
de noche era un infierno. Aún tenemos miedo”.
(PROCESO / REPORTAJE ESPECIAL/ MARCELA
TURATI /31 AGOSTO, 2016)
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