La de Adrián Hernández es una
historia de éxito vertiginoso y fugaz, seguido de una estrepitosa caída a un
pozo sin fondo. El pequeño albañil de Delicias, Chihuahua, que superó la
miseria y se convirtió en quien llevó a la empresa telefónica de Carlos Slim a
ser la más importante de Colombia, halló la muerte –presuntamente derivada de
sus excesos con el alcohol y las drogas, combinados con una muy mala salud– en
la indigencia. El pasado 5 de junio encontraron su cadáver en su departamento
bogotano. Ahí se cerró la historia del hombre que lo tuvo todo y lo perdió
todo.
Bogotá (Proceso).- A Adrián
Hernández Urueta la felicidad siempre le fue esquiva, desde su niñez, en
Delicias, Chihuahua –donde fue albañil como su padre–, hasta su muerte en una
habitación desolada en la capital de Colombia.
En este país logró hacer una
fortuna de 7 millones de dólares como ejecutivo descollante del empresario
mexicano Carlos Slim, e hizo algo más insólito aún: dilapidarla en sólo cuatro
años. Quienes lo conocieron todavía no se explican cómo se esfumó ese dinero ni
en qué momento el mundo de Adrián fue ocupado por el desastre.
La policía lo encontró la
mañana del pasado 5 de junio acostado en su cama, cubierto con un par de
cobijas, vestido con una camiseta amarilla, calcetines negros y un pañal
desechable. Tenía la boca entreabierta y los labios transparentados por la
palidez. Su semblante sereno denotaba una muerte sin agonía.
El fallecimiento de Adrián
Efrén Hernández Urueta, a los 54 años, fue noticia nacional. Y no era para
menos. Entre 2001 y 2009 había sido presidente de Comunicación Celular
(Comcel), la empresa telefónica del magnate Carlos Slim en Colombia, y parecía
inaudito que una persona con esos antecedentes muriera sola y en un modesto
“aparta-estudio” alquilado.
El ingeniero, como llamaba a
Slim, lo había enviado a Colombia a sacar adelante una compañía que operaba con
pérdidas. Y Adrián logró ubicarla como líder del sector y como la principal
empresa privada del país, con utilidades por 908 millones de dólares el último
año que la dirigió.
Era un innovador intuitivo y
sagaz, y un ejecutor eficiente. Estos factores fueron decisivos para convertir
a Comcel en la empresa más rentable de Slim fuera de México.
Pero Adrián era un hombre
atrapado en su fragilidad emocional y eso le impidió asumir el éxito con
ponderación y disfrutarlo sin culpas. En la medida en que colocaba a Comcel
como la compañía que mejor capitalizaba el crecimiento exponencial de la
telefonía celular en Colombia, se enredaba en una vorágine de excesos y
desatinos que lo llevarían al precipicio.
Él decía que era un hombre
fiel… pero con sus novias, no con su esposa Martha Imelda Villalobos Moreno,
quien siempre supo de sus aventuras. Cada día se hicieron más frecuentes sus
ausencias nocturnas del hogar, el consumo de alcohol y drogas y sus parrandas
con amigos ocasionales.
Aunque en la empresa lo
avalaban los resultados, comenzó a tener roces con el yerno de Slim, Daniel
Hajj Aboumrad, quien además de estar casado con Vanessa Slim, hija del segundo
hombre más acaudalado del mundo, es director general de América Móvil, la casa
matriz de Comcel.
Llegó un momento en el que a
Adrián eso no le importó. En Colombia formaba parte del primer círculo del
poder económico y cada vez que lo requería era atendido por los ministros de la
época y por el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). En sus giras
por el interior era recibido como visitante ilustre por gobernadores, alcaldes
y comandantes regionales de la policía y del Ejército.
Ese trato de celebridad
pública hizo aflorar sus rescoldos de soberbia. Para algunos de sus amigos, esa
fue una manera de sobreponerse a los lastres de su pasado humilde, que muchas
veces lo hicieron sentirse disminuido en el clasista mundo corporativo.
Uno de ellos recuerda que
cuando llegó a Comcel, Adrián quedó muy impresionado por la preparación de los
altos mandos de la empresa. Todos eran ejecutivos formados en las principales
universidades privadas de Colombia y la mayoría tenía posgrados en el
extranjero.
“Si supieran que yo soy un
pinche contador de universidad pública”, comentó después en medio de una
borrachera.
Era contador público por la
Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH) y desde los nueve años hasta los
primeros semestres de la carrera había sido albañil en Delicias.
Era un estudiante destacado y
un lector persistente. Don Abel Hernández, su padre, albañil, fomentó en todos
sus hijos –Abel, Yolanda, Adrián, Patricia y María del Refugio– la afición por
la lectura. Les leía en voz alta un diccionario para enseñarles el significado
de las palabras.
Él creía que esas lecciones
caseras, un poco de educación formal y el trabajo duro eran herramientas más
que suficientes para enfrentar la vida.
De su infancia, Adrián
recordaba con mucha viveza las carencias económicas y los fragorosos rigores de
la disciplina paterna. Lloraba al hablar de las golpizas que les daba don Abel.
Su único hermano varón, el primogénito, perdió un oído en una de ellas, y huyó
de su casa cuando era todavía un adolescente.
LAS MARCAS DE LA POBREZA
Adrián era el tercero y el
más inquieto de los cinco hermanos. Desde niño tenía un espíritu exaltado que
lo impulsaba a batallar por la vida.
Como en ocasiones se acostaba
con hambre en un viejo sillón que fue su cama durante años, decidió vender
paletas de limón por las tardes y los fines de semana en la avenida 21
Poniente, de Delicias, para que en casa no faltara de comer. Por eso también decidió
trabajar con su padre en las obras.
Con esas experiencias
tempranas, Adrián quedó marcado por los resabios opresivos de la pobreza. Y a
los 10 años se propuso salir de ella. Un día caminaba por el centro de Delicias
y vio a un hombre de traje, corbata y portafolios bajar de un Ford Galaxy que
le pareció un trasatlántico. “Cuando sea grande quiero ser como él y tener un
carro así”, le dijo a su mamá, Rita Urueta.
Ella le aseguró que con
estudio y trabajo era posible lograr ese objetivo. Años después Adrián le contó
esto a una amiga colombiana con la que solía pasar largas veladas tomando
whisky Jack Daniel’s, su bebida favorita. Le dijo que ese consejo le quedó
grabado y que desde entonces se esmeró en llevarlo a la práctica.
Nunca sintió por nadie el
amor que le tuvo a doña Rita. Sufría con ella las durezas de macho de don Abel
y el gusto inexorable de su padre por las mujeres que se le cruzaban en el
camino.
Cuando Adrián tenía 14 años,
don Abel llegó un día a casa a empacar su ropa y se fue a vivir con otra
señora. Aunque siguió a cargo del sustento, la familia quedó rota. A pesar de
ello, Adrián siempre sintió por su padre una veneración sosegada y melancólica.
A su madre la perdió cuando
tenía 19 años. Él estaba en Manzanillo trabajando como albañil en la
construcción del hotel Maeva cuando le avisaron del deceso. Enfrentó la
pérdida con una borrachera de una semana. Bebió tanto que ni al sepelio pudo
llegar.
Adrián comenzó a estudiar
agronomía en Delicias, pero desistió luego de un semestre y optó por la
contaduría. Cursó toda la carrera sin el beneplácito del padre, quien estaba
empeñado en que su hijo fuera contratista de la construcción.
Entre su abuela Refugio y su mamá Rita.
Fragilidad emocional. Foto: Archivo familiar
En 1982, luego de trabajar
como auxiliar en dos despachos contables, fue contratado como administrador de
la Unidad Regional de Culturas Populares en la ciudad de Chihuahua. Y
posteriormente, entre 1985 y 1991, fue contralor de un grupo hotelero con base
en esa ciudad.
Entretanto, concluyó su
carrera universitaria y se casó con Martha Imelda, una estudiante de enfermería
de la UACH, luego de que ella quedó embarazada. Varias veces comentó a sus
amigos más cercanos que no se casó enamorado.
Pero su compadre recuerda que
la paternidad le sentó bien. En una foto de su graduación aparece con su hijo
mayor, Aldros, en brazos. El bebé tenía entonces seis meses.
El ingreso de Adrián a
Telcel, el operador de telefonía móvil de Slim en México, ocurrió en 1991,
cuando un directivo de la compañía lo incorporó como gerente de administración
de la sede regional en Chihuahua. En esa época compró su primera casa con un
crédito hipotecario. Era cómoda y marcaba su despegue social. Ya era un
ejecutivo en ascenso pero iba por más.
“Me pagaban para encontrar
soluciones, no para dar problemas. Me gustaba trabajar en equipo y platicar con
los empleados. Así fui ascendiendo en mis trabajos”, le contó Adrián el año
pasado al experto en nuevas tecnologías Orlando Rojas Pérez, quien dirige el
portal tecnológico colombiano Evaluamos.com.
Un programa que aplicó en
Chihuahua contra la clonación de teléfonos celulares le abrió las puertas del
corporativo de Telcel en la Ciudad de México, a donde llegó en 1996 como
gerente de Control de Fraude Celular.
En esa época murió su hijo
Aldros, de 11 años. El niño viajaba en la parte trasera del auto familiar
cuando un camión los embistió en la autopista México-Querétaro. Sobrevivieron
Adrián, Martha Imelda y Allen, su segundo hijo. El niño fue sepultado en el panteón
municipal de Delicias.
Un año después Slim lo envió
a Guatemala para hacerse cargo de la primera filial de América Móvil en el
extranjero. La habilidad del ejecutivo para encontrar soluciones prácticas,
ingeniosas y de bajo costo a asuntos operativos complejos había llamado la
atención del empresario. En seis meses colocó a la compañía como el segundo
operador de telefonía móvil en ese país.
En 2000 Slim lo designó
vicepresidente comercial de Telcel en México. Y un año después, en septiembre
de 2001, lo mandó a Colombia como presidente de Comcel, una compañía recién
adquirida a Bell Canada y a Southwestern Bell Communications y que ese año tuvo
pérdidas operacionales por 37 millones de dólares. Adrián tenía 40 años.
En Colombia, una de las
primeras medidas de Adrián fue crear una gran cadena nacional de centros de
atención y ventas al usuario. En muchos rincones del país, hasta hoy, hay un
local con la marca de Slim.
Además desarrolló la más
amplia red de telecomunicaciones móviles de Colombia, la única con presencia en
todos los municipios.
Así, Comcel pasó de 1.9
millones de clientes en 2001 a 27.6 millones en 2009, último año que Adrián
presidió la empresa.
Cuando él salió, la filial
colombiana de América Móvil dominaba 67% del mercado, era la segunda compañía
más importante del país –detrás de la estatal petrolera Ecopetrol– y su
fortaleza era tanta que las autoridades comenzaron a poner límites a su
crecimiento con nuevas regulaciones.
Durante los ocho años que
Adrián manejó Comcel, la compañía generó utilidades operacionales por 3 mil 154
millones de dólares.
Una de las quejas frecuentes
de Adrián cuando estaba borracho era que Slim fue renuente a reconocer sus
aciertos. El ingeniero era parco con su hombre en Colombia y él lo atribuía a
que, en la lógica del multimillonario, cualquier elogio podría llevar a sus
ejecutivos a bajar la guardia.
La
vida de adrián, una fiesta. foto: archivo familiar
Infelices, pero ricos
En 2007, cuando Comcel tenía
el triple de clientes que Telefónica, su más cercano competidor–, Adrián ya no
era el mexicano accesible y sencillo que había llegado a Colombia.
Además de soberbio, se
convirtió en un asiduo bebedor de whisky, consumidor de drogas y mujeriego
voraz. También ganó fama de ser poco escrupuloso en el manejo corporativo y de
encumbrar en la empresa a sus amantes.
El año 2007 fue especialmente
tenso para él, pues el tiempo y la competencia acosaban a Comcel en la carrera
por la construcción de la red 3G (tercera generación), que permitiría el uso de
internet de banda ancha en dispositivos móviles.
En su casa la situación iba
peor. A los pleitos con su esposa por sus infidelidades y por sus desmesuras en
los más conocidos antros de Bogotá, se sumaron los reclamos de su hijo Allen,
entonces de 16 años y quien cerró filas con la mamá.
Los amagos de divorcio
estaban presentes en cada discusión, pero ni Martha Imelda ni Adrián estaban
decididos a poner fin a esa perturbadora sociedad conyugal llena de lujos,
ostentación, autos blindados, escoltas, actos sociales, poder y viajes a todo el
mundo.
Eran infelices, pero a fin de
cuentas ricos, y eso era coherente con su objetivo de progresar en la vida. El
amor, decía Adrián, es un asunto de amantes impetuosos, no de un matrimonio con
hijos.
En medio de las tensiones
corporativas y domésticas, el poderoso presidente de Comcel acudió a un
psiquiatra. Quería algo rápido y efectivo para combatir el estrés y acabar con
su insomnio.
El especialista le recetó
Rivotril, un tranquilizante, ansiolítico y anticonvulsionante conocido como la
droga del siglo XXI por su extendido uso entre ejecutivos, empresarios,
políticos, artistas y amas de casa de altos ingreso que buscan un relajante
discreto –no enrojece los ojos ni causa resaca– y que puede adquirirse en la
farmacia de la esquina.
Adrián comenzó a tomar 30
gotas de Rivotril al día y al cabo de un mes lo consumía por frascos que
dosificaba a lo largo de sus extenuantes jornadas de trabajo. La droga le
causaba estragos al combinarla con alcohol, por lo que usaba cocaína para
volver a levantar el vuelo.
Un empresario con el que
cultivó una amistad lo veía como un hombre exitoso, acaudalado y con poder,
pero acosado por una pesadumbre interior.
“Tenía un rictus muy especial
en el rostro. Se le notaba una incomodidad, una tensión. Yo sólo lo veía relajado
en las reuniones pequeñas, de familia, cuando íbamos a almorzar con los hijos a
El Pórtico (un restaurante campestre en las afueras de Bogotá)”, asegura el
empresario, que pidió el anonimato.
EL “PATITO NEGRO”
En 2008, cuando Comcel puso
en operación la red 3G antes que sus competidores, Adrián se había convertido
en un empleado incómodo para Daniel Hajj, yerno de Slim y director general de
América Móvil.
De los 400 centros de
atención y ventas que entonces tenía Comcel, 340 eran manejados por distribuidores
y concesionarios con los que Adrián, según sus críticos, hacía tratos
discrecionales y negocios opacos.
Adrián, sin embargo,
explicaba la inquina que se generó contra él con un relato que sus compañeros
de parranda escucharon muchas veces. De acuerdo con la narrativa que desarrolló
el ejecutivo chihuahuense, en las empresas, como en la vida, los orígenes
sociales son definitorios.
Decía que los gerentes de
apellidos aristocráticos acaban creando burocracias para mantener el poder en
detrimento de las empresas. Adrián los definía como “los patitos amarillos”.
Él, en cambio, se consideraba un “patito negro” por su procedencia humilde y
por ser producto de la educación pública. Pensaba, además, que los “patitos
negros” eran más creativos e innovadores.
“Los ‘patitos amarillos’ no
dejan pasar a los ‘patitos negros’ y se inquietan cuando los ‘patitos negros’
comenzamos a hacer cosas que los ponen en evidencia”, le dijo a Pérez Rojas.
Adrián contaba que esa
realidad corporativa y su propia arrogancia acabaron por convertirlo en el
“enemigo público número uno” de los “patitos amarillos” que rodean a Hajj, con
quienes sostuvo fuertes enfrentamientos que acabaron por enemistarlo con el
yerno de Slim.
A principios de 2009 Adrián
era un hombre atribulado por la virulencia de las guerras que peleaba en varios
frentes. A los problemas en casa y a los enfrentamientos con los “patitos
amarillos”, se sumó una investigación interna promovida por ellos. Lo acusaban
de haber cometido un fraude por 47 millones de dólares.
El Jack Daniel’s, el
Rivotril, la cocaína, sus amores de una noche y las obnubilaciones del éxito le
complicaban más la vida. Sólo contribuían a exaltar los estragos de su
existencia desbocada.
El 24 de agosto de ese año,
mientras se encontraba en un viaje de trabajo en México, América Móvil le
retiró los escoltas y los vehículos blindados, al igual que a su familia, que
estaba en Colombia, y le comunicó que la empresa había prescindido de sus servicios.
El equipo de seguridad de Comcel recibió instrucciones para prohibirle el
ingreso a la compañía, retirar sus computadores a fin de someterlos a revisión
y sellar su oficina.
Ante la inminencia de una
denuncia por fraude en su contra, Adrián contrató a uno de los mejores abogados
penalistas de Colombia, Jaime Lombana, cuya intervención produjo un efecto
disuasivo en Comcel.
El ejecutivo mexicano dijo
muchas veces que nunca se quedó con los 47 millones de dólares en que se llegó
a estimar –sin que nunca hubiera una denuncia formal– el daño patrimonial que
había causado a la empresa.
A finales de agosto de 2009
tuvo su última conversación con Slim. Fue por teléfono, según contó a Rojas
Pérez, y en ella advirtió al que entonces figuraba en la lista de Forbes como
el tercer hombre más rico del mundo: “Si usted me chinga, yo lo chingo a usted.
Tengo toda la información de Comcel”.
El ingeniero le colgó de
inmediato.
Y América Móvil liquidó con 5
millones de dólares a Adrián por sus 17 años y 11 meses de labores en las
empresas de Slim, los últimos ocho años como presidente de Comcel.
Nadie en los círculos
empresariales dudó de que los factores determinantes en esa negociación fueron
el temor de Comcel al costo en imagen que podría tener un escándalo mediático y
la preservación de los secretos corporativos que Adrián había acumulado.
Con Gómez Palacio, presidente de Telefónica, y
Slim. Secretos corporativos. Foto: Archivo El Tiempo
Un largo viaje
Con una fortuna que sus
amigos calculan en 7 millones de dólares –la suma de su liquidación y lo que
había logrado acumular como uno de los ejecutivos mejor pagados de Colombia–,
el desempleo fue asumido por Adrián como la oportunidad para probar suerte en
el mundo empresarial en forma autónoma, darse un respiro y viajar por el mundo
como millonario.
Tras invertir en una empresa
de autos de lujo y vehículos blindados, él, Martha Imelda y sus hijos Allen,
Ethan y Adriana (de 18, ocho y siete años, respectivamente) fueron a París y se
instalaron en una suite del hotel Ritz. Fue la base de un viaje por el mundo
que duró meses.
En las postrimerías del
recorrido por el mundo, durante una escala en el Ritz de París, Adrián comenzó
a sentir temblores en la mano y el pie izquierdos.
De regreso a Bogotá, a
mediados de 2010, fue a ver a un médico y el diagnóstico fue brutal. Tenía
párkinson. Acudió con los mejores neurólogos colombianos y todos coincidieron
en que sólo podía aspirar a atenuar los síntomas. Los exámenes médicos
revelaron que también padecía diabetes, hipertensión, apnea del sueño e
hipotiroidismo.
Adrián optó por el encierro y
por ensimismarse en la depresión que le provocó descubrir la ruina de su salud.
Durante un año y medio pasó mucho tiempo en su departamento de 1 millón de
dólares en el club residencial Altos de Montearroyo, en medio de una reserva
forestal del norte de Bogotá.
Allí veía televisión, trataba
de combatir su decaimiento con whisky y drogas y algunas noches salía a buscar
cobijo en prostitutas y antiguas amantes.
Contaba a sus amigos que
durante esos meses los pleitos con su esposa y su hijo Allen se agudizaron. En
ese entorno de hostilidad doméstica, le fue imposible poner orden a las
finanzas familiares.
Adrián ya no era presidente
de Comcel, pero los Hernández Villalobos actuaban como si lo fuera. Tenían
autos blindados, escoltas y tarjetas de crédito ilimitadas, que usaban lo mismo
en Bogotá que en Nueva York y Miami.
En 2012 ese nivel de gastos y
una decena de inversiones mayoritariamente improductivas habían hecho pequeñas
las otrora rebosantes cuentas bancarias.
Adrián ya no era el ejecutivo
vigoroso y en forma que nadaba una hora diaria, jugaba golf y tenis en el
Country Club de Bogotá y recurría a la liposucción para eliminar los gorditos.
Pesaba 150 kilos y su cuerpo acentuaba los síntomas del párkinson. Tenía
dificultad para hablar, se movía con lentitud y su brazo y su pierna izquierdos
mostraban una temblorina. Le avergonzaba que lo vieran en público…
MAÑANA, SEGUNDA PARTE.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/ RAFAEL CRODA/ 16 DE
OCTUBRE DE 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario