La de Adrián Hernández es una
historia de éxito vertiginoso y fugaz, seguido de una estrepitosa caída a un
pozo sin fondo. El pequeño albañil de Delicias, Chihuahua, que superó la
miseria y se convirtió en quien llevó a la empresa telefónica de Carlos Slim a
ser la más importante de Colombia, halló la muerte –presuntamente derivada de
sus excesos con el alcohol y las drogas, combinados con una muy mala salud– en
la indigencia. El pasado 5 de junio encontraron su cadáver en su departamento
bogotano. Ahí se cerró la historia del hombre que lo tuvo todo y lo perdió
todo. A continuación la segunda parte del reportaje.
VUELTA A LAS ANDADAS
A finales de 2012 encontró
alivio en unos parches alemanes que se adhieren a los brazos y que ayudan a
atenuar los síntomas del párkinson. Esa medicina, y una rutina de ejercicios
que le recomendó una neuróloga y que él siguió con disciplina, lo animaron a
superar el sedentarismo.
Incluso a principios de 2013
viajó a Mazatlán para internarse en Oceánica, centro para tratar adicciones.
Pero la efímera desintoxicación sólo le sirvió para regresar a Colombia con un
nuevo ímpetu que lo llevó a reencontrarse con la frenética vida de los centros
nocturnos bogotanos.
Todo en su vida estaba de
cabeza. Como quedó impedido para incursionar cuatro años en el sector de las
telecomunicaciones como parte de su acuerdo de liquidación con América Móvil,
se había metido en negocios desconocidos que no rendían los dividendos que
esperaba. Sobre todo porque delegó su manejo en personas que aprovecharon su
desorden.
La empresa de arrendamiento
de autos de lujo y camionetas blindadas se convirtió en un barril sin fondo por
el que se esfumó una parte importante de su fortuna. El resto se le fue en
mantener el estatus familiar, en pequeños malos negocios, en sus amantes y en
parrandas descomunales.
De acuerdo con una conocida
de Martha Imelda –quien pidió el anonimato–, ésta le aseguró que Adrián era un
hombre en tal descontrol, que llegó a meter mujeres al departamento de Altos de
Montearroyo y a consumir droga delante de sus hijos menores, Ethan y Adriana,
quienes entonces tenían 12 y 11 años, respectivamente.
El 5 de marzo de 2013, cuando
cumplió 52 años, Adrián se perdió durante tres días con una amiga con la que
celebró la fecha en restaurantes, bares, discotecas y un hotel cinco estrellas
del norte de Bogotá.
Él contaba que regresó a casa
con dificultades para respirar y exhalando un vaho de podredumbre. Su esposa y
Allen le pidieron que se marchara. En una maletita empacó tres mudas de ropa.
Pidió un taxi y se fue.
Le dejó a Martha Imelda los
últimos saldos de las cuentas bancarias y los dividendos de una inversión. La
venta del departamento de Altos de Montearroyo no era opción para evitar la
quiebra, pues estaba hipotecado.
En los últimos meses, el
expresidente de Comcel había subvencionado su vida de vértigo empeñando las
joyas de Martha Imelda, sus relojes suizos y artículos electrónicos que extraía
de su casa. Eran los restos de la opulencia, que también desaparecían con
rapidez.
Un consultor empresarial –que
pidió omitir su nombre– se encontró con Adrián cuando este se había instalado
en una pensión precaria en el centro de Bogotá.
“No tenía un peso en la bolsa
y estaba muy deteriorado, mal, muy gordo, tembloroso. Hablaba con dificultad,
olía a alcohol y se le notaba un guayabo tenaz (resaca terrible). Yo le invité
el desayuno, un café, y le di un dinero. La pensión donde vivía era inmunda. Me
dio mucha tristeza verlo así”, asegura.
A lo largo de 2013 Adrián
había de reeditar muchas veces las noches de su niñez en que se iba a dormir
con hambre. A finales de ese año pesaba 30 kilos menos que cuando salió de
casa. En una ocasión que se quedó sin dinero y no consiguió un préstamo para
pagar un hotel, llegó a dormir en una banca del Parque Nacional, en las
inmediaciones del centro de la ciudad.
Pero apenas conseguía algún
préstamo, lo dilapidaba en las guaridas de diversión nocturna que frecuentaba
cuando era presidente de Comcel.
Una de esas noches
atrabancadas conoció a Yuli, una treintañera grande y llamativa de la
suroccidental Tuluá. A ella, que pasaba cortas temporadas en Bogotá y regresaba
a su ciudad, le llamaron la atención la personalidad mundana de Adrián y su
historia de sueños fallidos. Lo ayudó a buscar un cuarto barato donde pasó
algunos días.
Cuando Adrián cumplió 53 años
su vida estaba impregnada por un tufo de catástrofe. Ese día lo pasó bebiendo
con otra amiga que le había dado albergue en un pequeño departamento del barrio
7 de agosto, donde proliferan los talleres mecánicos y el comercio de
autopartes robadas. Era el miércoles 5 de marzo de 2014 y esa semana se cumplía
un año de haber salido de su casa.
A finales de abril contactó
al director del portal tecnológico Evaluamos.com, Orlando Rojas Pérez, mediante
un mensaje de texto. Quería números telefónicos de directores de empresas de
telecomunicaciones, para ver si alguno de ellos le daba empleo. Ya habían
pasado los cuatro años de restricción que le impuso Comcel en su liquidación
para laborar en ese sector.
Orlando le propuso ir a desayunar
al día siguiente para darle los teléfonos y entrevistarlo.
“Pero usted invita –le dijo
Adrián– porque yo no tengo dinero”.
El 3 de mayo de 2014 Orlando
publicó en Evaluamos.com una entrevista con Adrián en la que contó pormenores
de su salida de Comcel y dijo que estaba preparado para volver al sector de las
telecomunicaciones. Era un mensaje inequívoco para que sus antiguos
competidores le abrieran las puertas.
A mediados de mayo, la amiga
del departamento del barrio 7 de agosto le comunicó que debía marcharse porque
recibiría una visita.
El sábado 31 de mayo estaba
en un parque con sus pertenencias en cajas de cartón. La cabeza le dolía tras
una noche azarosa. Mientras comía un sándwich, decidió que se iba a suicidar.
En ese momento recibió una llamada
de una exejecutiva de Comcel. Ella le pagó tres días de hospedaje en un hotel
del norte de la ciudad y le dio dinero para comer. En un supermercado, compró
una botella de Jack Daniel’s y un paquete de hojas de afeitar. Luego ingresó a
una Iglesia.
Adrián contó después a sus
amigos que ya en el hotel, cuando se iba a sentar bajo la ducha con una hoja de
afeitar para cortarse la arteria radial de la muñeca izquierda recibió una
llamada. Era un conocido de parrandas que lo invitó a una fiesta sabatina de
hombres solos en la que habría prostitutas.
“Como buen sibarita, no me
quería perder esa fiesta”, aseguró.
En la reunión se reencontró
con Yuli y la pasó bebiendo y charlando con ella. Para él fue motivante saber
que, aún con sobrepeso y con las limitaciones que le provocaba el párkinson,
podía llamar la atención de una mujer hermosa y 20 años menor que él.
Lo vieron salir de la fiesta
con ella del brazo, pero antes, el anfitrión de la velada le dio el número
telefónico de un empresario que lo quería ayudar.
Adrián Hernández y sus amigos. Excesos y
desatinos. Foto: Archivo familiar
Fue una noche que el
chihuahuense interpretó como premonitoria. Varias veces contó a sus amigos que
el reencuentro con Yuli y la expectativa de una ayuda inesperada lo hicieron
desistir del suicidio.
Yuli regresó el domingo a
Tuluá con la promesa de seguir en contacto. Al día siguiente, Adrián acudió a
una cita en un café del centro comercial Unicentro con el empresario interesado
en solidarizarse con él.
Don Alberto, como pidió el
empresario que se le identificara en esta historia, había conocido a Adrián
cuando éste accedió a recibirlo unos minutos en su época de presidente de
Comcel. Y nunca olvidó esa deferencia.
–¿Qué necesita? –preguntó don
Alberto a Adrián.
–Comer y vivir en algún sitio
–respondió–. Mañana tengo que dejar el hotel que me pagó una amiga.
Don Alberto caminó hacia un
cajero automático y retiró 1 millón de pesos colombianos, unos 500 dólares en
esa fecha.
–Tenga esto mientras y en unos
días mando por usted al hotel para llevarlo a otro lugar –le dijo.
El sábado 7 de junio de 2014,
Camilo Beltrán, un joven empleado de confianza del empresario, pasó por Adrián
al hotel del norte de la ciudad, pagó la cuenta pendiente y lo condujo a Quinta
Hidalga, una casa de huéspedes de dos pisos con pequeños “aparta-estudios”
(estudios con recámara y cocineta) amueblados que se rentan por temporadas.
El exejecutivo se acomodó en
una habitación cuya mensualidad, de unos 600 dólares, fue pagada por su providencial
protector.
Durante varios meses don
Alberto se hizo cargo de la renta y los gastos de alimentación de Adrián. El
contrato en la casa de huéspedes, ubicada en un barrio de clase media llamado
Morato, quedó a nombre de Camilo, quien hizo una estrecha amistad con el
exejecutivo mexicano.
Camilo se encargaba de los
pagos, de estar pendiente de sus necesidades y de acompañarlo en su soledad.
“Don Adrián era un hombre muy triste. Le dolía haber perdido a su familia y le
dolía su situación”, recuerda.
Dentro de sus carencias,
Adrián encontró estabilidad en Quinta Hidalga. Tenía techo, comida y nunca le
faltaba su Jack Daniel’s. Por las mañanas salía a tocar puertas en las empresas
vinculadas con el sector de las telecomunicaciones y a gestionar la venta de
unas acciones que habían subsistido a la debacle financiera. José, un taxista
de su confianza, era quien lo transportaba.
El subsidio de don Alberto lo
completaba con los préstamos que a veces obtenía. Un publicista amigo que jamás
hizo negocios con Comcel le facilitó 5 millones de pesos colombianos (2 mil 500
dólares).
Después del mediodía,
almorzaba lo que él mismo preparaba en la cocineta. Por las tardes bebía
whisky, escuchaba música romántica y chateaba por WhatsApp y por su cuenta de
Facebook con sus viejas amistades, su familia y sus examantes.
Entre sus remanentes de
exmillonario tenía una computadora Apple MacBook portátil en la que conservaba
su música y los archivos de sus ocho años en Comcel. Frente a ese equipo, que
posteriormente reemplazó por otro de última generación, pasaba horas
consultando portales de noticias.
La rutina sedentaria y su
gusto por las galletas integrales Tosh, que comía a toda hora, lo hicieron
subir otra vez de peso. El volumen monumental de su barriga delataba los 115
kilos que llevaba a cuestas. La obesidad, el párkinson y una vieja adicción al
cigarrillo lo convirtieron en un enfermo hundido en el sopor.
Pero aunque contaba con ese
servicio, era un paciente indisciplinado y renuente a acatar los tratamientos.
Y era, sobre todo, un hombre que había encontrado en sus apetitos mundanos una
forma irrenunciable de vivir. Esa particularidad se convirtió en un punto de
encuentro con Yuli.
Ella comenzó a visitarlo cada
vez que viajaba a Bogotá y Adrián esperaba con emoción juvenil esos encuentros,
que se prolongaban días. Al poco tiempo, la vivaz curvilínea estaba viviendo
con él.
Flor María Ruiz Moreno, la
empleada de servicio de la casa de huéspedes, dice que algunos días Yuli bebía
alcohol desde la mañana, y que cuando Adrián salía a reuniones para atender sus
asuntos, al regresar la encontraba perdida de borracha.
Eran una pareja vinculada por
sus debilidades y desventuras. La relación era, para ambos, como un vendaval en
el escozor de la carne viva. En sus borracheras él la trataba de “puta” y ella
de “viejo putero (putañero)”.
Con Yuli. Relación tormentosa. Foto: Archivo
familiar
Regreso a México
Martha Imelda no encontró
salidas en Colombia. Y mientras Adrián se sumía con Yuli en la borrasca de la
seducción, ella optó por regresar a México con sus hijos. En la ciudad de
Chihuahua quedaba una casa propia.
La partida definitiva de sus
hijos a México hizo sentir a Adrián un aletazo de pavor. No sólo lo enfrentó al
desafío ineludible de construir una vida para sí mismo en Colombia, sino a la
certeza de la soledad. Yuli actuó en esos momentos como un sedante.
Ese mismo octubre de 2014 el
exejecutivo concretó la venta de un paquete accionario que se hallaba enredado
en un litigio. Por esa operación recibió 613 millones de pesos colombianos,
unos 305 mil dólares.
Lo primero que hizo fue pagar
todas las deudas que había contraído con sus amigos y conocidos. Empezó por
reembolsarle a don Alberto la subvención de los últimos meses.
A finales de noviembre viajó
a Miami a explorar un negocio para distribuir una marca de muebles modulares en
Colombia. Le comentó a Camilo que en 2015 echaría a andar ese proyecto, pondría
una fábrica de auténticas tortillas mexicanas e invertiría en un taller de
confección de fajas.
Al regresar a Colombia se
mudó con Yuli a un “aparta-estudio” más grande, de dos niveles, en el primer
piso de Quinta Hidalga.
Además adquirió un iPhone 6 y
una camioneta Volkswagen Crossfox nueva, que puso a nombre de Yuli. Evitaba
tener propiedades y cuentas bancarias a su nombre pues sus deudas comerciales y
fiscales lo hacían sujeto de embargo.
El dinero que había recibido
en octubre lo manejaba en efectivo, en cheques de caja a su nombre y a través
de una cuenta de ahorros de Yuli.
A mediados de diciembre viajó
con ella a México. En Delicias se la presentó a su hermana mayor, Yolanda, a
quien consideraba su segunda madre.
Ni su propia familia sabe si
fue por prudencia, vergüenza o cobardía, pero Adrián fue incapaz de entregar
personalmente a sus hijos unos regalos que les compró, entre ellos un cachorro
husky siberiano para la pequeña Adriana. Esa tarea la delegó en su sobrina
Íngrid Navarro Hernández.
De vuelta en Colombia, Adrián
y Yuli pasaron unos días en Bogotá y de nuevo hicieron maletas. Viajaron a
Tuluá en la Crossfox para pasar Navidad y Año Nuevo con la familia de ella.
Pero el itinerario del último
mes comenzó a hacer estragos en Adrián. En medio de las celebraciones del Año
Nuevo 2015, Yuli debió internarlo de urgencia en la Clínica San Francisco de
Tuluá. Tenía insuficiencia respiratoria severa y un edema.
El 8 de enero fue informado
por su hermana Yolanda de la muerte de su padre, don Abel. Horas después le dio
un paro respiratorio que lo mantuvo 18 días en la Clínica Rey David, de Cali.
Lo dieron de alta a mediados
de febrero y a finales de ese mes los dos regresaron a Bogotá, ella por
carretera manejando el automóvil, y él en avión. Tomó un vuelo que haría una
escala en la ciudad de Ibagué.
Aunque le dijo a Yuli que
debía pasar un par de días en Ibagué para ver asuntos relacionados con su
negocio de muebles, lo que en verdad tenía planeado era encontrarse con Ángela,
un viejo amor de su época de presidente de Comcel.
El encuentro fue emocionante,
cuenta ella, y quedaron de seguir en contacto.
De nuevo en Bogotá, Adrián y
Yuli tenían días buenos, malos y regulares. Él la acusaba de perder el control
cuando bebía y a ella le resultaba irritante que él pasara horas, en especial
durante sus frecuentes noches de insomnio, chateando por Facebook y WhatsApp
con otras mujeres.
Adrián negaba las acusaciones
y aseguraba que lo que en realidad hacía mientras lograba conciliar el sueño
era escribir su biografía en su nueva Apple MacBook Air portátil de 11
pulgadas. El otro equipo lo usaba para respaldar sus archivos.
Y era verdad que había
comenzado a escribir su autobiografía. De la historia, en la que contaba pormenores
de su niñez, su vida adulta, su paso por las empresas de Slim y su declive,
supieron Yuli, Ángela, Camilo y su exguardaespaldas Óscar Rico, con quien se
reunía frecuentemente.
El 2 de marzo recibió desde
México una noticia fatal: su hermana Yolanda había muerto. Lloró y bebió whisky
varios días, hasta una mañana que se levantó y dijo: “Es hora de ponerse a
trabajar”.
Yuli, sin embargo, comentó a
sus familiares que observaba a Adrián cada vez más irritable y agresivo.
Después de un pleito, ella se fue a Tuluá. En su casa dijo que él la golpeó.
Eran finales de marzo y, ante
la perspectiva de pasar solo la Semana Santa, Adrián invitó a Ángela a Bogotá.
Ella viajó desde Ibagué y
pasaron varios días juntos en Quinta Hidalga, donde Adrián le pidió a su antigua
enamorada darse una nueva oportunidad como pareja. “Yo le dije que sí, que lo
intentáramos, porque me aseguró que ya había terminado con Yuli”, indica
Ángela.
Mientras Yuli estaba en Tuluá
y Ángela en Ibagué, Adrián se descomponía. Sus taxistas de cabecera, José y
Luis Carlos, se encargaban de llevarle compañía, hasta tres prostitutas a la
vez. El propietario de Quinta Hidalga, Bernardo Rozo, le llamó la atención. Le
dijo que el lugar no era un hotel de paso.
Cuando estaba solo, invitaba
a comer a su “aparta-estudio” a Flor, la empleada doméstica, a los taxistas
José y Luis Carlos o a Bernardo. También a albañiles de construcciones cercanas
que lo remitían a su niñez en Delicias.
Flor lo asistía en su
enfermedad. Ella le ponía los zapatos y lo ayudaba a vestirse. También le
cambiaba en el banco cheques de altos montos y le hacía mandados en la tienda
del barrio. Por las noches lo ayudaba a acostarse y le ponía la mascarilla de
oxígeno.
Yuli regresó a Quinta Hidalga
a principios de mayo, pero una semana después volvió a marcharse a Tuluá, esta
vez con la Crossfox, que legalmente era de su propiedad, y con 5 millones de
pesos (unos 2 mil 150 dólares) en efectivo. Adrián, que estaba en la ciudad de
Villavicencio, se enteró de que José, el taxista, le había ayudado a sacar el
vehículo de un garaje cercano, a cambio de dinero. Se decía dolido por la
“traición” de los dos.
En su enojo, Adrián subió a
las redes sociales videos en los que aparecía Yuli desnuda y manteniendo
relaciones sexuales con él.
Días después le pidió a
Ángela, con quien intercambiaba mensajes de voz y texto todos los días, irse a
vivir con él. “Necesito un motivo por el cual vivir”, le dijo.
Acordaron que Ángela dejaría
su empleo el 18 de julio y que ese día Adrián iría por ella a Ibagué para
traerla a Bogotá.
MUERTE SÚBITA
Su autobiografía iba tan
adelantada que a lo largo de mayo dio entrevistas a los principales medios
colombianos, desde la revista Semana hasta Blu Radio y Caracol Televisión. En
ellas hizo referencia a su ascenso y caída como ejecutivo de Slim, a su vida de
excesos y a su voluntad de salir adelante.
El 4 de junio acudió a una
cita médica de rutina y a una consulta odontológica en la que le extrajeron una
muela. Después del mediodía habló con Camilo, quien quedó de ir a almorzar
tacos con él al día siguiente.
Por la tarde, salió con Luis
Carlos al supermercado y regresó alrededor de las siete de la noche. Le comentó
a Flor que ya se iba a acostar porque se sentía cansado. Y a Luis Carlos le
pidió pasar el viernes a las ocho de la mañana por él, pues tenía otra cita
médica.
El viernes 5 de junio Luis
Carlos se presentó a la hora convenida en Quinta Hidalga. Golpeó la puerta,
pero Adrián no abrió.
–Está dormido –le comentó a
Flor–. Tóquele más fuerte.
Como no hubo respuesta, Flor,
que tenía llaves de todos los departamentos, abrió la puerta. Cuando vio a
Adrián recostado en su cama con el rostro blanquecino y sin su mascarilla de
oxígeno, supo que estaba muerto.
Enseguida llamó al número de
emergencias 123. Eran alrededor de las ocho y media de la mañana.
Unos 15 minutos después se
presentaron al lugar dos patrulleros de la Policía Nacional. Los agentes
constataron que Adrián no tenía signos vitales y notificaron el hecho a la
Fiscalía General de la Nación, que a su vez informó al consulado de México en Bogotá.
Cuando Bernardo se hizo
presente en la casa de huéspedes, después del mediodía, ya estaban allí los
médicos forenses Sandra Carolina Silva Puerto y Daniel Peña Ramírez, y la
agente del Cuerpo Técnico de Investigación (CTI) de la Fiscalía, Oliva Gaspar
Tobar.
La agente del CTI inspeccionó
el departamento y los médicos forenses practicaron un examen físico al cuerpo.
Flor y Bernardo les proporcionaron los documentos de Adrián y su historia
clínica, que él guardaba en una carpeta.
Los forenses encontraron
antecedentes de párkinson, hipotiroidismo, apnea del sueño, hipertensión
arterial no controlada, dislipidemia (concentración de lípidos en la sangre) y
obesidad mórbida.
De acuerdo con el informe,
fechado el 5 de junio de 2015 y suscrito por el coordinador médico del grupo,
Daniel Peña Ramírez, “no se evidencian en la escena signos de violencia” ni
“signos de trauma y/o violencia” en el cuerpo.
La muerte de Adrián, señala
el documento de tres páginas, fue “natural, ocasionada por sus múltiples
comorbilidades (coexistencia de varias enfermedades) y su alto riesgo
cardiovascular”.
Los médicos forenses
estimaron que la muerte de Adrián se produjo entre las 11 de la noche del
jueves y las dos de la mañana del viernes, y que fue producto de un paro
cardiorrespiratorio.
“No fue envenenado”, comentó
la doctora Silva Puerto.
Camilo regresó a la casa de
huéspedes cuando Bernardo le avisó que si él no recibía el cadáver de su amigo,
éste sería llevado al Instituto de Medicina Legal.
A la una de la tarde la noticia
ya era conocida en toda Colombia. La radio, la televisión y los portales
informativos le habían dado gran despliegue a la súbita muerte del ex
presidente de Comcel “en una pensión triste y oscura”.
Mientras los peritos
terminaban sus labores, Camilo permaneció en el departamento junto con Flor y
Bernardo. Al hacer un recorrido por el lugar, se dio cuenta de que faltaban las
dos computadoras Apple MacBook de Adrián.
Flor está segura de dos
cosas: que esos equipos estaban allí el día previo al hallazgo del cadáver, y
que ya habían desaparecido cuando ella ingresó al apartamento por primera vez
el viernes 5 de junio.
A las 16:10 horas una carroza
fúnebre se estacionó frente a Quinta Hidalga. Yuli estaba afuera pues Camilo y
Bernardo le impidieron la entrada.
Su hijo Allen llegó de México
esa noche y al día siguiente se presentó en la Quinta Hidalga. Entró por
primera vez al sencillo departamento donde la muerte había sorprendido a su
papá. Recuperó lo que pudo: dinero en efectivo, electrodomésticos, dos
televisores, el iPhone 6 y baratijas, como un cochinito de barro que pintaba
por las tardes el ex presidente de Comcel. Las computadoras nunca aparecieron.
Allen regresó a México con
las cenizas de su padre y con la certeza de que la habitación del difunto había
sido sometida a un pillaje quirúrgico entre la noche del jueves 4 y la mañana
del viernes 5 de junio.
Para Óscar y Camilo fue
descorazonador que el joven no hubiera presentado una denuncia en la Fiscalía.
Sólo así podría iniciarse una investigación del robo y de las circunstancias de
su muerte, pues el caso, judicialmente, está cerrado.
Pero ellos entienden los
apremios de Allen y su familia por ponerle punto final al estremecedor
desenlace de la vida de Adrián.
El sepelio del niño albañil
que llegó a las alturas como ejecutivo de Slim y que terminó en la quiebra por
cuenta de sus excesos fue el jueves 2 de julio en el cementerio municipal de
Delicias, su ciudad natal.
Días después apareció otro
presunto hijo de Adrián, de quien nada se sabía. Tiene 22 años y es muy
parecido a él.
Martha Imelda decidió que las
cenizas fueran depositadas junto a los restos de su hijo Aldros. Ella aspira a
que allí haya quedado sepultada, también, toda esta historia.
“La vida y el tiempo de
Adrián terminaron”, dice Martha Imelda del otro lado de la línea. “Lo conocí
como estudiante, como profesional, como ejecutivo, como todo, y esto ya se los
platiqué a mis hijos. Cuando las personas se van, únicamente hay que pedir en
oración que estén en paz.”
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/
RAFAEL CRODA /16 DE OCTUBRE DE 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario