lunes, 27 de agosto de 2012

LOS PALACIOS DE LA TORTURA EN LOS MOCHIS




En Los Mochis es peligroso ser joven y viajar en moto

Luis Fernando Nájera  
Sintió el chingazo cuando ya estaban en el suelo. Sus mejillas le ardían a rabiar y una bota táctica le pisaba el pecho. El quemante concreto hizo chisporretear su piel, como si un trozo de carne fresca y húmeda cayera sobre aceite hirviente, pero no pudo articular queja alguna porque el cañón de un rifle le tapó la boca.

Después, fue levantado en vilo y una nueva tunda de golpes lo aturdió, hasta casi olvidarse de sí mismo.

Solo reparó en lo que sucedía cuando escuchó el dolor de su primo, menor de edad, que estaba bajo las manos de otros policías ministeriales. De los élites, de los que están acantonados aquí.

Él tiene miedo, mucho miedo de contar su historia. Y tiene razones de peso. Los élites, después de torturarlo durante casi doce horas en los patios de la amurallada Policía Ministerial del Estado, le tomaron fotos, le quitaron sus credenciales y le robaron su celular, incluso el reloj. Antes de remitirlo a los separos de la Policía Municipal, que ahora es hermana de abusos de los ministeriales, le mostraron las fotos de su esposa e hijos, y le hicieron una promesa siniestra: “Si hablas o denuncias, se mueren. Ya te tenemos ubicado, cabrón. Y ya sabes, si hablas, te mueres”.

Y con miedo y todo, cuenta su historia. Sus jefes, indignados, lo respaldan. Ese es un apoyo que le da valor. Pero tiene condicionantes, nada de nombres, ni mencionar el lugar de trabajo, porque los policías se quedaron con todo. “Hasta la faja y el mandil me robaron”.

Juan, así se llamará en esta historia, tiene dos empleos para poder mantener a su familia. Bajo la luz del sol es albañil, y en la penumbra de la noche, empleado general.

Por eso siempre anda enchinga, para cumplirles los horarios a sus dos patrones.

El jueves de la semana pasada, ya con un retraso de 40 minutos, tiempo que repondría retardando su salida, le pidió raid a un primer adolescente. Ambos se montaron en la moto y salieron desde el poniente de la ciudad hacia el primer cuadro comercial.

Cerca de una refaccionaria automotriz, los élite los tumbaron de la moto, y lo último que recuerda de esos segundos es el sabor a metal en su boca.

Sometidos, los condujeron hasta las fortificadas instalaciones ministeriales y los separaron. A él lo dejaron cerca de un árbol y después lo pegaron a un muro, con la cabeza metida en los hombros. Le ordenaron cerrar los ojos y unas vendas anchas le taparon la vista. Solo le dejaron libre la nariz y la boca.

Se dejó conducir. No supo en qué lo acostaron, si en la tapa de la patrulla o en una tabla, pero sintió cuando dos policías se sentaron sobre su cuerpo. Uno sobre las dos piernas, a la altura de los tobillos y el otro sobre sus genitales.

Surgieron las primeras preguntas: “¿Quién es tu jefe? ¿Para quién halconeas? ¿En qué trabajas? ¿A quién le robaste las cosas?”. Y ante las respuestas, que no convencieron a los élites, le anunciaron que sería interrogado con los métodos tradicionales de obtener una declaración. De arranque, madrazos llegaron en tropel. Primero a la cabeza, luego al estómago.

Molestos, los policías subieron el tono de la tortura, porque se burlaban de que él aguantara la caliente.

Abre el hocico, ordenó uno de los belicosos policías. No pudo. Y de un chingazo se lo abrieron. Cerró la boca cuando le metieron la garganta de un garrafón al que aplastaban para forzar el desagüe. Querían ahogarlo, pero tampoco lo consiguieron.

Nuevos golpes le aflojaron el estómago.

Cambio de táctica: un trapo al rostro ya semicubierto por la venda y una bolsa de plástico aprisionando ambas. Agua y más agua. De nuevo la golpiza, agua y más agua entrando por la nariz y la boca. Desmayos breves y una reanimada violenta, logró sobrevivir a esa etapa de la tortura.

Y entonces llegó el tambo: vendado como estaba, fue metido en vilo, no una sino muchas veces en él, tantas que perdió la cuenta. Solo lo sacaban para que respirara y delatara, según ellos, a su patrón, a su jefe, al halcón.

Una y mil veces dijo quién era, en qué trabajaba, pero habiendo tomado su vida por asalto, los élites no le creían. En ese momento, ellos eran dioses y definían quién vive y quién muere, al fin y al cabo las capuchas evitan su identificación, y sin matrícula las patrullas nadie puede identificarlos y en caso de suceder pueden alegar que eran clonadas, o mejor, que lo ocurrido era un error producto del estrés a que están sometidos, le dijeron cuando ya estaban por dejarlo en paz.

Con aquellas explicaciones que acusaban ya la conducta criminal de la Policía Élite, Juan casi se orina y defeca en los pantalones.

Finalmente deciden dejarlo en libertad. Y le anuncian que su sentencia es la muerte si habla o denuncia los hechos.

Es llevado a la barandilla de la Policía Municipal. Allí acepta que los golpes que acusa son porque estaba borracho, que perdió todas sus pertenencias por esa causa. Es encerrado, no unas horas, sino casi un día. En la noche vomita sangre y le duele todo el cuerpo. Sabe que la había librado, de momento, porque a unos metros de donde estaba, otro motociclista era torturado, pero ahora en las celdas municipales.

Su primo la ha pasado peor y esta casi muerto, pero de miedo.

Días después de haber sido torturado por los élites, Juan se entera por el periódico que en las inmediaciones del ejido Primero de Mayo encontraron el cuerpo de un desconocido. En realidad, leyó, se trataba de Juvencio Quiroz Ibarra, un comerciante de 42 años de edad, resiente de la colonia Scally que gustaba de calzar botas y pantalones de gotcha, que para los ojos no avispados parecen tácticos.

El comerciante de chucherías tenía vendado el rostro, con los mismos amarres que a él le hicieron los élites. Y tiembla, tiembla

La historia de Juan es similar a la de otros cinco empleados de la misma tienda departamental que han contado a sus gerentes lo ocurrido. Y estos han enviado los casos a sus superiores, pues para ellos, el abuso de autoridad puede terminar en la muerte de sus empleados.

De la admiración al odio

“Yo los admiraba, porque el periódico decía que se la rifaban con los tiradores y con los gatilleros; esos sí tienen huevos, pensé muchas veces, pero ahora ya no cabilo igual; es más, creo que se merecen lo que les hacen los matones, porque son unas bestias esos cabrones, en su pinche miedo, con su puta capucha, en bola, sin nada que los identifique son muy cabrones con uno, con el jodido, con el que no tiene quién lo defienda. A mí me chingaron a lo pendejo, nomás porque pueden hacerlo, pero ahora les deseo la muerte”.

Así, con coraje habla Ricardo, quien labora en otra tienda departamental, con varias sucursales en la ciudad.

El día que su existencia se complicó, había salido casi 60 minutos después de la media noche. Viajaba en moto a su casa, orando porque no lo asaltaran o que un cafre le pasase por encima o que una bala perdida se alojara en su humanidad.

“Dios me aceptó los ruegos y me protegió, pero dejó por fuera a estos cabrones uniformados de azul y negro”, dice.

Viajando a menos de 40 kilómetros por hora, desaceleró la moto cuando vio las patrullas. “Hay que respetarlos porque sí que se la rifan los polis”, pensó y hasta recordó haberlos saludado con un movimiento de cabeza.

No sabe qué detonó la furia de los agentes, pero estos como impulsados por un resorte lo atraparon. “Una súper madriza me acomodaron, y querían al bueno, que era halcón, y sopas, más chinga. Pensé que estaba en una casa de seguridad, pero no, estaba en los separos.

Las celdas, el pasto, las piedras, todo es de ahí dentro. Y ni qué alegarles, porque ellos presumen que nadie les hace nada porque tienen todo el respaldo de sus jefes, desde el director hasta el alcalde”.

“Podemos chingar al que sea y qué compa. Ni tus licenciaditos nos hacen nada”.

“Así me dijeron y pues ni modo de no creerles. Pero ahora sí compa, los creí buenos, los defendí, pero ya no lo haré más, si se los chingan, es porque se lo merecen, y ni modo, en su pecado llevan la penitencia”.

Carrasco será sentado en el banquillo

Enterado de los abusos de autoridad por constante queja de los regidores, el alcalde Zenén Aarón Xóchihua Enciso afirmó que el jefe de Policía será llamado al Cabildo para que comparezca y ofrezca sus explicaciones a los ediles.

“La Comisión de Concertación Política ha pedido la comparecencia de Carrasco. La estamos organizando y negociando los términos de ella. No sabemos si será pública o privada. Se conocerá el tipo de comparecencia cuando se tenga el acuerdo, pero no será pronto porque en la agenda hay otras prioridades”, comentó el presidente municipal a interrogantes de reporteros.

Aceptó que los regidores de oposición han mostrado cierta inquietud en contra del jefe de la Policía Municipal por lo que ellos consideran excesos y abusos de los policías contra la población civil, jóvenes principalmente, y en algunos casos contra los propios ediles.

Puede ser confusión, justificó, “pero ello deberá aclararlo el propio jefe, ante quienes realizan los reclamos”.

El operativo antiplacas

En la Dirección General de Policía y Transito Municipal nadie explica el operativo contra motociclistas que sirve de base para la tortura de civiles.

El director interino, Jesús Carrasco Ruiz, se niega a recibir a reporteros que le resultan incómodos y opta por esconderse en sus oficinas de ladrillo y tablarroca, flanqueadas por gendarmes.

En su propia sede, los jefes subalternos ven en libretas, grabadoras y cámaras un asunto de terror y por igual huyen.

Las secretarias ya no encuentran qué explicaciones y qué rostro poner cuando deben salir y decir a reporteros: “No los atenderá, tiene mucho trabajo”.

Solo el jefe del Tribunal de Barandilla, Juan López Cardona, que resulta ser autoridad no policial sino administrativa, revela: desde el 6 de julio a la fecha se han traído 55 motocicletas por falta de placas. No hay multa para nadie, sino que el caso se turna a Vialidad. Algunas de esas unidades han sido llevadas por ministeriales.


Iniciativas contra los halcones
El 18 de abril 2011, “con el fin de combatir la impunidad”, el presidente Felipe Calderón envió una iniciativa de reforma que contempla la sanción a quienes faciliten la ejecución de un delito.

El objetivo, se dijo, es “sancionar a quienes participan en diversas modalidades en las cadenas delictivas, inclusive cuando estos no sean quienes directamente cometen los delitos o formalmente sean parte de las estructuras de los grupos criminales”.

La iniciativa plantea también nuevos tipos penales, bajo figuras como “facilitación delictiva”, a través de la cual se castigarían las actividades de los comúnmente llamados halcones.

Dos meses después, el 20 de junio, el gobernador Mario López Valdez envió al Congreso del Estado su propia iniciativa de reformas al Código Penal, donde tipifica el halconeo como delito.

“Se castiga principalmente a quienes hacen la posición de halcones, que están informando a la delincuencia organizada”, declaró el secretario general de Gobierno, Gerardo Vargas Landeros.

Los primeros estados en legislar este delito fueron Nuevo León y Nayarit.

En Nayarit se contemplan penas de dos a diez años de cárcel y multa de 200 a 400 días de salario mínimo para quienes hagan labores de halcón.

Por su parte Nuevo León tipificó el halconeo como delito, incluso cuando sea cometido por miembros de corporaciones policiacas.

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