José Luis Franco | |
De pequeño me tocó ver con nitidez la diferencia entre ir a Mazatlán e ir a
Culiacán. Yo vivía, en La Cruz, a la mitad de estas dos ciudades y los camiones
de esas rutas salían a la misma hora para llegar a sus destinos prácticamente al
mismo tiempo, de manera que los que viajaban a Mazatlán veían a los que irían a
Culiacán y viceversa.
Los primeros, por lo regular, se veían despreocupados,
como si de ir a un baile se tratara. La vestimenta no era de protocolo, tenis o
hasta chanclas se podían usar, camisetas, pantalón de mezclilla.
En cambio los
segundos revisaban papeles antes de subir al autobús, se veían bien relamidos,
con ropa de domingo y zapatos impecables, recién boleados en el peor de los
casos, sino es que nuevos.
La razón era muy sencilla y yo mismo la padecí en
alguno que otro viaje en que un pariente me emboletó para ir a Culiacán: allá se
iba a tratar asuntos, cosas importantes, en cambio a Mazatlán solo se iba al
chiroteo. Una razón más para que mis anhelos tuvieran a este puerto como
blanco.
Así, muy temprano descubrí que Culiacán era para trabajar y Mazatlán para
irse a la playa, beber el agua de un coco helado y luego comerse la pulpa con
limón, sal y salsa brava.
Una delicia. En Culiacán uno brincaría de ventanilla
en ventanilla para arreglar un trámite; en Mazatlán uno brincaría en la arena,
entre gente tirada al sol, para llegar hasta el vendedor de mangos pelados
ensartados por un palo.
Cierto, ciudades con vocaciones muy definidas,
con empeños bien delineados, tanto así que eran asuntos de disputas curiosas.
El
“quítenle a Mazatlán el mar y ¿qué le queda” es un asunto repetido por secula
seculorum y vivo reflejo de las rencillas provocadas por el sino. Además, de
aquí para allá se usa decir:
“Lo bonito de Culiacán es que está cerca de
Mazatlán”. Como si a unos les tocara cargar con la cruz del pecado original y a
los otros los hubieran premiado con la reedición del paraíso en su versión
terrenal.
Curioso espejismo porque para beber el agua del coco y después comer
la pulpa, una persona tenía que realizar el quehacer y lo mismo con el mango
pelado ensartado en un palo.
También, es preciso decirlo, cuando alguien
regresaba de Culiacán lo hacía trayendo novedosas ideas de trabajo: un nuevo
sistema de riego, la noticia de que había un nuevo financiamiento para el
cultivo de las tierras, cosas por el estilo; de Mazatlán solo se traía la piel
bronceada, alguna moda perturbadora, una expresión en inglés, un recuerdo.
De
una se regresaba con el rostro serio, concentrado en cosas trascendentes; de la
otra con una sonrisa y flotando en una nube. De una se traía armas para
enfrentar la vida, de la otra se traía, así de simple, la vida.
El
gentilicio formal para el oriundo de Culiacán es culiacanense, pero desde que
tenía muy temprana edad, Mazatlán lo modificó por culichis.
Fue tal el acierto
del rebautizo que hay quien piensa que lo de culiacanenses está mal aplicado.
Para no quedarse atrás, el revire transformó a los mazatlecos en patasaladas,
aunque el neogentilicio no ha tenido la trascendencia ni el arraigo del otro.
En
los románticos tiempos en que el beisbol despertaba pasiones incendiarias, a los
culichis se les lanzaban tomates, por su nombre de batalla.
Difícil conseguir
venados para aventarles a los patasaladas, de manera que la sal fue la solución.
En los cielos del Ángel Flores y el Teodoro Mariscal, con el gran clásico en
escena, volaba en sentido contrario una de las combinaciones perfectas: el
tomate con sal.
Y si las ciudades son diferentes, opuestas en sus formas
de ser, sus habitantes también deben serlo. Y vaya que lo son. Hasta en el
acento al hablar. Los mazatlecos cuando van a Culiacán a realizar un trámite
salen pensando en el regreso desde que piden en la ventanilla su boleto de ida.
Arreglado el asunto no hay poder que los convenza de disfrutar unas horas de
ocio en La Perla del Humaya.
—“¿Por dónde me escapo?” —es lo que pasa por
la mente cuando alguien nos sugiere hacer una visita técnica a El
Guayabo.
Hasta ahora no he escuchado un narcocorrido que diga: “Nos vamos
pa’Culiacán, nos vamos en la blindada, que nos siga la plebada, nos vamos en
caravana. Y me rentan una suite, allá en el hotel Lucerna”. Hasta la rima se
tropieza.
Como que se le tiene tanto respeto al ritmo de vida de la
capital del estado que no se quiere interferir en él, por decirlo de un modo
amable.
Eso es algo que nos reclaman nuestros amigos de allá: “Nunca te quedas”.
Cierto, varios conocidos se han quedado allá y han transformado sus vidas
acomodándolas al estilo de su nuevo entorno, pero a la menor provocación les
aflora el chovinismo y son capaces de ir a un partido de los Dorados con una
gorra de los Venados.
Además, se atreven a andar en short en pleno centro. En
casos patéticos le ruegan al marisquero que le caliente el caldo de la
campechana, como aquí hemos visto que los culichis piden hielo para
enfriarlo.
En cambio los culichis, cuando tienen que hacer algo por acá,
buscan la manera de que sea en viernes, para así reventarse el fin de semana.
“Y
me rentan una suite, allá en el hotel El Cid, quiero a toda la plebada, con la
nariz empolvada”.
Son pocos los que acostumbran el “pisa y corre” que tan bien
nos sale a nosotros. Cosa que he notado es que la gran mayoría detesta tener
contacto directo con la arena.
No sé a qué se deba esta aversión, quizá para que
no se les salen los pies, pero es bastante común en ellos. De hecho muchas de
sus mujeres, obras maestras de la naturaleza, suelen visitar la playa en bikini
y zapatillas.
Otra cosa: se la pasan haciendo comparaciones y es de lo más
normal que sin venir a cuento nos salgan con que “es que allá sí
trabajamos”.
Son cuestiones de diferencias esenciales entre dos ciudades
que se separan no solo por poco más de doscientos kilómetros, sino por muchas
cosas más que deberían derivar en un profundo estudio sociológico para
desentrañar misterios tan abrumadores como lo es que en Culiacán el Ángel Flores
luzca de manera patética solitario nomás empiezan los Tomateros a perder y el
Teodoro Mariscal se vea “a reventar” con los Venados enmarañados en una
interminable sarta de fracasos, por decir solo uno.
Aunque por comodidad
todos se remiten al beisbol, la amorosa rivalidad entre culichis y patasaladas
tiene mucho más trasfondo, digno de un sesudo ensayo que ni cabría en el espacio
que se me concede semanalmente, ni se me pega en gana hacerlo.
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lunes, 19 de marzo de 2012
SOBRE CULICHIS Y PATAS SALADAS
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Muy buena su columna y coincido en su mayoría. Tengo esta pregunta: ¿Sabrá usted por qué el apodo de patasalada a los mazatlecos?, será que viene de que los indígenas de la costa que eran consumidos por los de la sierra (que eran canivales) sabían salados?. Saludos
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