lunes, 14 de noviembre de 2011

LA MUERTE JUEGA VOLIBOL

        
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Policías que huyen, socorristas encañonados, espectadores aterrados…
Javier Valdez
Mientras se desarrollaba un juego de volibol, deportistas, vecinos y espectadores fueron sorprendidos por un comando de cerca de veinte pistoleros, quienes dispararon indiscriminadamente sus fusiles AK-47. El ataque tuvo un saldo de ocho personas muertas y siete heridas, entre ellas una mujer.

El múltiple homicidio fue el viernes 4 de noviembre, alrededor de las 20 horas, en una rústica cancha de volibol ubicada por la calle 20 de Noviembre, en la colonia Pemex, en Culiacán. Unas 200 personas estaban ahí, reunidas, entre jugadores, vendedores, vecinos y mirones.

Versiones de testigos indican que los homicidas evitaron que socorristas de la Cruz Roja se llevaran a los heridos. Frente a los agentes de la Policía Municipal, los sicarios amenazaron a los socorristas; otras versiones indican que los agentes huyeron cuando vieron regresar a los matones.

“No recibimos el apoyo de las autoridades para poder trasladar de una forma segura a los heridos. No se resguardó bien la zona”, dijo Carlos Arnold Hernández, jefe de Socorristas de la Cruz Roja en Culiacán, quien exigió a las autoridades garantías para ejercer sus labores.

Alfonso Carlos Ontiveros Salas, secretario de Seguridad Pública Municipal, negó que sus agentes hayan corrido de la escena del crimen o no hayan escoltado a los paramédicos y ambulancias en el traslado de los heridos. “Jamás hemos dejado solo a nadie”, contestó.

El funcionario también rechazó la declaración de Francisco Córdova, titular de la Secretaría de Seguridad Pública estatal, quien acusó a los policías culichis de “no entrarle” por temor a los grupos armados.

Sicarios, drogos, tamales

Los viernes en esa cancha de volibol son una religión. Esos días vienen jugadores de Salvador Alvarado, Ahome, Angostura y otras regiones de la entidad, a participar en las contiendas. Los primeros juegos, que se realizan a partir de las 5 de la tarde, no tenían la importancia de los que se realizaban a partir de las 7 u 8 de la noche, en los que participaban los jugadores de primer nivel y claro, las apuestas.

“Yo siempre me cuidaba. Me gustaba mucho ir a ver los juegos porque se ponían buenos, de muy bien nivel, pero me daba miedo: había muchos que se drogaban ahí, en los baños de los expendios que están enfrente, ahí mismo vendían droga y además varios de los que asistían y jugaban iban armados”, contó uno de los testigos.

Tenía alrededor de siete años yendo a ver las careadas. Ahora no quiere hacerlo más. Esperaba consuetudinariamente a que le dieron las cinco o seis, cada viernes, para acudir. Mantuvo ese ritual durante cerca de cinco años y eso bastó para darse cuenta de las ventas de marihuana y cocaína al menudeo.

Varios de los occisos, aseguró, no eran malandrines. Dijo que es mentira que los sicarios hayan seleccionado una por una de sus víctimas. Los cerca de veinte sicarios, quienes llegaron al lugar en al menos tres vehículos y con el rostro cubierto, dispararon indiscriminadamente.

Los policías visitaban frecuentemente el lugar. Las versiones de los vecinos y asistentes a estos encuentros deportivos de barrio aseguran que los que vendían droga les daban dinero a cambio de protección y de que no los molestaran. Otro de los testigos consultados por Ríodoce, quien iba de lunes a sábado a ver los partidos de volibol, afirmó que en varias ocasiones vio a jóvenes menores de veinte años presumiendo las pistolas, después de arribar en camionetas de lujo. Otros preferían dejar los cuernos de chivo dentro de los automóviles.

Y a pesar de eso, los únicos pleitos eran entre los jugadores, por algún punto, pero nunca sacaron las armas para resolverlos.

Varios de los que asistían y no tenían nada qué ver con drogas o armas, buscaban siempre un lugar para admirar los juegos, pero también para huir: “Si se arma una balacera, por aquí me voy más rápido”, llegaron a comentar.

Uno de ellos señaló que procuró siempre ubicarse lejos, pero sin perder de vista la calidad del juego y los participantes, “porque eran unas careadas buenísimas, no tienes idea”. Pensó que un día iban a llegar unos desconocidos a disparar. Y así fue: se ubicó lejos y vio cuando los hombres armados llegaron y empezaron a accionar sus fusiles, por eso está vivo y lo cuenta, aunque no piensa regresar al lugar.

En las canchas, las bancas que funcionaban como gradas, convivían un vendedor de dulces y galletas, la vendedora de tamales, el que expendía coca y cigarros de marihuana, dos muchachas que expendían pan y jóvenes con la pistola fajada.

Las jornadas de volibol se extendían tradicionalmente hasta las 11 de la noche. Esta vez las balas decretaron su fin poco después de las ocho. En el lugar había siete cadáveres, casi todos boca abajo, unos cuantos recipientes de refrescos en pie y cientos de casquillos ya fríos, como la cancha.

Cercan a policías

Los policías están acorralados: entre los fusiles de los narcotraficantes, las exigencias de la ciudadanía que demanda más seguridad y la complicidad de sus jefes con los capos del crimen organizado.

Por eso no le “atoran” cuando los comandos regresen para rematar a los heridos o evitar que los socorristas de la Cruz Roja los atiendan. Ellos, aseguran, también están indefensos porque dentro de las corporaciones, empezando por los mandos, “todo está muy podrido”.

En accidentes automovilísticos, cuando hay un operativo y detienen a los presuntos responsables, en los llamados operativos antialcohol, pero sobre todo en balaceras y enfrentamientos en los que hay muertos y heridos, son los narcos, y muchas veces a través de comandantes, jefes de turno, directores y secretarios, los que imponen las reglas.

En promedio, un agente operativo de la Policía Municipal de Culiacán recibe alrededor de 5 mil 400 pesos. Los oficiales alcanzan a ganar 9 o 10 mil pesos. Traen a su cargo una pistola calibre 9 milímetros y otros los fusiles AR-15, adaptados para disparar tiro por tiro y no la ráfaga. A lo más, catorce cartuchos, pero si se les acaban, deben comprar por su cuenta.

Enfrente, los narcotraficantes, sicarios y operadores, traen desde fusiles automáticos AK-47, conocidos como cuernos de chivo, granadas y lanzagranadas, armas calibre 5.7 llamada matapolicías, y vehículos blindados. Y muchos cartuchos. A esto hay que agregar el dinero corruptor: los millones y millones de pesos que destinan para comprar complicidades, lealtades y silencios en el aparato gubernamental.


“Esto está podrido, es la realidad, y los de arriba están coludidos”

Entre malandros y jefes


Para los polis, los de calle, los que van montados en bicicletas o motos, o en las cajas de las patrullas, la consigna es cuidarse de los malandros, pero también de los jefes. Y eso incluye a los agentes de tránsito, igual que a los jefes de grupo o los que están en oficinas.

A Raúl le tocó acudir como agente de la Municipal a un accidente de tránsito. Había muerto un joven y no lo habían identificado cuando llegó un hombre “bien ondeado” y ni los miró. Les dijo que se iba a llevar al muerto, que trabajaba para él y que pobres de ellos, los polis, si avisaban a alguien del deceso.

Uno de los oficiales había avisado a la central de la corporación del fallecimiento. Por eso tuvo que informarles de la “visita” de ese hombre, a quien ya habían ubicado como un “bato pesadito” y acordaron realizar algunas maniobras, pero tuvieron que localizar a esa persona, aquel 1 de enero de 2011 y explicarle detalladamente, para que estuviera de acuerdo y no hubiera represalias:

Levantaron un acta en la que constaba el accidente. Una persona no identificada, decía el parte policiaco, levantó al herido y lo llevó a un hospital. Y ahí, mientras era atendido por los médicos, murió. El malandrín aquel, todavía con la resaca de alcohol y droga en la mirada, accedió después de que le explicaron que debían “acomodar” así los hechos y para que no se molestara.

Lo mismo pasa en algunos operativos, como los del alcoholímetro. Muy seguido, los jefes les llaman para que regresen tal vehículo y liberen a cierta persona, que ellos saben que son narcos, porque el jefe lo ordena. Y no importa si iba armado, drogado o borracho, o en un vehículo robado.

“Uno ve la gente, cómo van vestidos, el carro que traen. Y pues son malandrines. Así pasó cuando detuvimos a unos asaltantes: nos cayó un abogado y dijo: ‘No le echen mucho peso’. Lo habían mandado los jefes y casi nos dictó cuando elaboramos el parte informativo. Todo terminó cuando nos dijo que no mencionáramos el arma de fuego que les habíamos encontrado. No, nada de eso. Pongan que no encontraron la pistola, así lo saco más rápido”, contó un agente municipal.

Un agente de tránsito de Culiacán contó a Ríodoce que ya no les ofrecen dinero ni los amenazan. Nomás llegan, piden que les demos tal carro porque lo necesitan o que les entreguemos a un detenido. “¿Y uno qué hace? Nada. Llévatelo. Y ya. Esa gente le llama al jefe si uno se niega, luego le agarran odio a uno y al rato te cachetean, te levantan y te matan. Así de fácil… esto está podrido, es la realidad, y arriba los jefes están coludidos”.

En los grupos de policías más cercanos, tres o cuatro han renunciado porque temen por sus vidas. En tránsito la cifra es igual o mayor. Además, están los 78 policías asesinados en lo que va del año: en ninguno de estos casos hay personas detenidas y así “cómo le va uno a entrar a enfrentarse con los comandos, con esta gente mala”.

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