¿Qué es lo que hizo que Nicaragua, una
sociedad disciplinada durante años por la mano de hierro de Daniel Ortega, se
volviera un pueblo en pie de guerra? Martín Caparrós viajó al país que está
viviendo la mayor masacre de su historia en tiempos de paz, para tratar de
responder a esa pregunta.
MANAGUA — “Esto hace un mes
no se podía ni siquiera imaginar”, dicen, repiten. Lo escuché tantas veces
estos días, en Managua: que nadie —nadie es nadie— lo previó, que todos creían
que Ortega era una roca, que fue una gran sorpresa, que dura todavía. Que ahora
quién sabe lo que va a pasar.
***
¿CÓMO EMPIEZA UNA REVOLUCIÓN?
¿POR QUÉ EMPIEZA UNA REVOLUCIÓN?
Nicaragua estaba hundida en
un sopor de años. La gobernaba con mano de hierro y de banderas y de dólares
una de las parejas más coloridas del continente verde loro: el comandante
Daniel Ortega Saavedra, de 72 años, y su esposa y vicepresidenta y poetisa y
hechicera Rosario Murillo Zambrana, de 66. Ortega ya gobernó Nicaragua once
años entre 1979 y 1990 y otros once desde 2007, y no quiere dejarlo. Como otros
jefes latinoamericanos recientes, se entregó a la tentación de sí mismo; para
cumplirla, armó una constitución que le garantizaba la reelección eterna. Y
nadie parecía en condiciones de impedirlo.
Su base era sólida: le había
dado a la Iglesia católica un espacio de peso y las leyes más duras del mundo
contra el aborto; les había dado a los empresarios más ricos las garantías y
las facilidades y más y más negocios; le había dado satisfacción al Fondo
Monetario Internacional. Durante varios años su país había crecido al cuatro
por ciento anual; hasta que la caída de Venezuela resquebrajó el espejo. Pero
mantenía el apoyo de un buen tercio de la población, la tolerancia de otro, la
obediencia de los empleados públicos, el sostén activo del ejército, el control
férreo de la policía y los parapoliciales, el hastío indolente de los jóvenes.
La política de palo y
zanahoria funcionaba, pero empezó a escasear la zanahoria. A mediados de abril,
apurado por problemas de caja, el comandante Ortega decidió anunciar un recorte
de las jubilaciones y un aumento de las cotizaciones al Instituto Nicaragüense
de Seguridad Social. Sus aliados empresarios se sorprendieron: normalmente, el
comandante consensuaba esas políticas con ellos, y esta vez no lo hizo. Era un
tropiezo, nada grave. Tampoco lo serían las dos o tres pequeñas marchas con que
unos pocos viejitos intentarían rezongar. Pero en la de León, la segunda ciudad
del país, el 18 de abril, unos muchachos sandinistas atacaron a los viejos. Las
imágenes inundaron las redes sociales. Esa tarde, estudiantes decidieron
protestar. Eran tan pocos que se citaron en un paseo de compras de la periferia
de Managua, Camino de Oriente, con la esperanza de que allí no llegaría la
larga mano.
Llegó. El gobierno de Daniel
Ortega siempre se tomó en serio aquello de que el Estado debe tener el
monopolio de la violencia. Para eso cuenta, por supuesto, con una policía y un
ejército, pero también con esos grupos de matones que los nicaragüenses llaman
“la turba” o “los motorizados”. Suelen llegar en moto, suelen estar empleados
en alguna dependencia estatal, suelen intervenir cuando hay que defender la
causa popular con cachiporras o, si acaso, plomo. Esa tarde, en aquel mall,
empezaron a repartir palazos, a robar a periodistas, a quebrar cabezas. Bajo la
atenta mirada de la policía. Era el remedio habitual para los muy escasos
revoltosos: los ponías en su lugar y se calmaban. Pero esa noche miles los
vieron por televisión, miles por las redes y sintieron que ya era suficiente.
Al otro día, miles y miles salieron a la calle.
***
#1. Darwin Urbina era un
trabajador y era coqueto: tenía un corte de pelo complejo, una barbita, cierto
cuidado con la ropa, su sonrisa confiada; le iba bien con las chicas, se
gustaba. Esa tarde, 19 de abril, volvía de su trabajo en un supermercado cuando
vio que unos muchachos de la Universidad Politécnica de Nicaragua (Upoli)
estaban armando barricadas porque la policía y los motorizados los corrían.
Darwin reconoció a algunos —años antes había vendido tamales en los claustros—
y decidió ayudarlos: hacía años que en Managua no pasaba nada semejante. Los
muchachos estaban excitados: rompían tabúes, prohibiciones, abrían —quizás—
algún camino. La policía se acercó, amenazadora; ellos cantaron el himno
nacional. Se oyeron los disparos; Darwin cayó con el cuello partido.
Cuando su hermana Grethel por
fin lo encontró en la morgue judicial, el forense le dijo que su muerte había
sido instantánea, que no había sufrido. Y un policía de civil le sugirió que
dijera que la bala vino de los estudiantes, pero ella se negó porque sabía que
no estaban armados. Así que las autoridades lo dijeron, y también dijeron que
Darwin era un vago, un ladrón: en esas horas, todavía, era una muerte sola,
aislada, y era más fácil decir cosas. El gobierno confiaba: siempre supusieron
que si algunos se pasaban de la raya había que amedrentarlos y si los palos no
bastaban, alcanzaría con matarles un par para que se calmaran.
Pero esta vez algo falló: lo
que siempre había funcionado les falló. Esa noche hubo dos muertes más y al
otro día en lugar de la calma fue el desmadre: la calle estaba llena de
batallas. El débil ya no quería seguir siéndolo; el fuerte ya no supo qué hacer.
Rosario Murillo, la esposa y vicepresidenta, salió a decir que los culpables
“parecen vampiros reclamando sangre. […] Son esos grupos minúsculos, esas almas
pequeñas, tóxicas, llenas de odio. […] Son esos seres mezquinos, seres
mediocres, seres pequeños, esos seres llenos de odio que todavía tienen la
desfachatez de inventarse muertos. Fabricar muertos, cometer fraudes jugando
con la vida es un pecado”. Si quería asustarlos no lo pudo hacer peor: sus
injurias avivaron el fuego, terminaron de convencer a los dudosos. Con esas
muertes, con esas palabras, Nicaragua empezaba a ser distinta.
El 20 de abril ya se sabía de diez
muertes por las balas policiales y parapoliciales. Credit Oswaldo Rivas/Reuters
***
Si alguien supiera cómo
empiezan las revoluciones sabría casi todo. Una revolución es un cambio radical
en el estado conocido: llega cuando todo lo que dábamos por cierto deja de
serlo de repente. Cuando los jóvenes indolentes se deciden a jugarse la vida,
cuando los empresarios satisfechos se pelean con su gerente general, cuando los
curas dejan la sumisión y encuentran su misión, cuando el hombre fuerte se hace
débil y ya nadie le teme.
—A ese ya lo aguantamos
demasiado tiempo. No, yo tampoco sé por qué. No sé por qué lo aguantamos ni por
qué dejamos de aguantarlo.
Me dice Suri, sus 25 años,
estudiante, ocupante de la Upoli. Estamos en un pasillo del tercer piso de un
edificio moderno, sus vidrios, sus baldosas, sentados en el suelo; un gran
cartel institucional dice que la Upoli “educa a sus estudiantes para servir de
acuerdo con el modelo de Jesucristo; para ser líderes con espíritu emprendedor,
creativo, investigativo y altamente competitivos en el contexto mundial”.
—Pero qué bueno que ahora
hemos vuelto a ser nosotros, ¿no?
Nadie sabe por qué suceden
esas cosas, por qué el vuelco. Solo podemos constatarlo después, cuando es un
hecho. Es fácil, ahora, decir que fueron esas muertes: que los nicaragüenses no
soportaron esas muertes. Es difícil saber por qué un gobierno que supo como
ninguno mantenerlos tranquilos, satisfechos, temerosos, de pronto perdió pie y
se lanzó a su propio abismo.
—Yo decidí venir acá porque
no soporté que nos siguieran matando a los nuestros, pensé que tenía que hacer
algo.
Dice Suri; lo pensaron
tantos. El 20 de abril ya se sabían diez muertes por las balas policiales y
parapoliciales. Varias universidades estaban tomadas, el país perplejo, miles
de hombres y mujeres en las calles de todas sus ciudades. Ya no solo
protestaban contra el gobierno de Ortega; pedían, también, justicia por los
muertos.
—Lo vamos a sacar. No sabemos
cómo, pero lo vamos a sacar, porque queremos ser libres, queremos a nuestra
Nicaragua libre, que brille nuestra bandera azul y blanca.
Suri prefiere no decirme su nombre;
sí me dice que ha trabajado en muchas cosas, pero que ahora está desempleada y
estudia mercadotecnia en el nocturno. Tiene un bebé de quince meses; sus padres
le ayudan a criarlo. Ya lleva un mes de toma; solo puede ir a su casa algunas
noches. Suri es flaquita, cara redonda, dulce, casi triste: el pelo negro que
le cae en los ojos, la mirada de quien ha visto demasiado.
—Vos no sabés cuánto lo
extraño.
Me dice, hablando de su hijo.
Como en todas las zonas remotas del imperio, aquí también los españoles se
trataban de vos. Suri tiene un cometido:
—Mi trabajo aquí es asegurar
el suministro alimenticio, me encargo de que esté preparada la comida para
todos los que andan luchando, estamos hablando de más de 600 comidas tres veces
al día.
Dos metros más allá hay un
cartel pintado a mano: “Que tengan miedo ellos, porque nosotros ya no lo
tenemos”. No siempre es cierto; Suri tiene, pero igual está acá:
—No, yo no tengo la capacidad
para andar en las trincheras, lanzando morteros. Primero que todo porque tengo
un bebé. Yo los ayudo desde acá, pero ir afuera y que se venga la policía… creo
que ahí nomás me desmayo. No todas somos iguales, hay algunas que sí son
guerrilleras, pero yo…
Un manifestante dispara un mortero
casero durante una protesta para exigir las renuncias del presidente Ortega y
de la vicepresidenta Rosario Murillo. Credit Inti Ocon/Agence France-Presse —
Getty Images
No todas son iguales; Dolly,
militante feminista, me dirá que se fue de la Upoli porque no quería participar
de “una toma de machos”:
—Quienes están al frente de
las trincheras son los chavalos, y eso tiene que ver con nuestra cultura. Hubo
un momento en que ellos, cuando empezaron a tener estos liderazgos bien machos,
a mí me mandaron a la cocina y entonces yo los mandé a comer mierda.
Dice, cuando le pregunto por
qué será que todas las víctimas de la represión sandinista son hombres. La
Upoli es la universidad más combativa: en su toma participan muchachos de los
barrios difíciles que la rodean. Alrededor del edificio central hay un gran
parque, una puerta muy custodiada, muchachos que se pasean con morteros; más
allá, las calles están cortadas con barricadas de adoquines —“las trincheras”—;
los que las cuidan vienen aquí a comer, descansar, curarse si les toca. Aquí
hay muchachos embozados con pañuelos que caminan como si el suelo fuera su
enemigo; hay grupitos que charlan en susurros, hay miradas. Hay una sala donde
fabrican las bombas para los morteros: las cuatro onzas, las media libra, que
explotan y hacen más ruido que daño pero igual. Y hay, en tres aulas de la
planta baja, un hospital de campaña improvisado que atendió, en estas cinco
semanas, a más de 120 heridos. Y sufrió varios muertos. Lo montaron porque en
los hospitales públicos no los atienden o los detienen.
—Aquí no solo somos
estudiantes, aquí está la población apoyándolos.
Me dice un hombre que no me
va a decir su nombre, treinta y tantos años, el cuerpo ancho, un tatuaje de
Guevara sobre un hombro, barba de varios días, una herida de bala en una
pierna. Está tirado en un catre de fortuna, dos bancos que sostienen una
colchoneta, su botella de suero, sus vendajes.
—Yo soy conductor de camiones
pero también quise ayudar a la causa. Cuando hubo el primer fallecido fui a
dejar víveres con un grupo de mi barrio, pero vimos lo que pasaba y decidimos
quedarnos con ellos. Estoy desde el principio, manejo como a 35 muchachos, pero
ya no puedo volver a mi casa porque me tienen fichado…
—¿Y cuándo vas a poder
volver?
—No, yo ya no puedo. Si esto
no se aclara, si el dictador no se va, yo ya no voy a poder volver.
—¿Y te parece que se va
aclarar tan rápido?
—Bueno, todos tenemos la
confianza de que no haya que llegar a una guerra civil. Pero si nos va a tocar…
Dice, recostado en su catre,
la sonrisa ancha. Le pregunto por qué tiene a Guevara en el hombro.
—Porque es un revolucionario,
una persona que anduvo en varios países ayudando las revoluciones.
—¿ Y vos te considerás un
revolucionario?
—Hacia mi patria, sí. Yo
quiero una nación donde todos seamos iguales, que tengamos los mismos derechos,
con libertad, que todos podamos hablar sin ser reprimidos. Esto es una
dictadura y tenemos que liberarnos de ella.
Dice el hombre que yace.
Suri, más tarde, me dirá que se desespera cuando ve llegar a los heridos, que
ojalá se acabara; yo le pregunto cómo cree que se terminará.
—No sé. Si no ganamos, esta
lucha va a ser en vano, las muertes de los que murieron van a ser en vano y
todo quedará como si nada. Y a nosotros nos van a empezar a cazar y vamos a ir
desapareciendo uno a uno…
Un manifestante en una protesta contra
el presidente Daniel Ortega el 26 de mayo en Managua, Nicaragua Credit Oswaldo
Rivas/Reuters
—¿Y te parece que eso es lo
que va a pasar?
—Yo espero que no, que
podamos echarlo. No queremos a este señor en el poder, no puede seguir ahí, es
un genocida. Ayer llegó un muchacho al que una camioneta de la turba lo
atropelló y lo destrozó; yo tuve que prepararlo. Y después vino el papá de ese
muchacho y ver el rostro de ese señor me partió el alma, no hay palabras. Me
imagino cómo se sentirá mi madre de verme en ese lugar…
Dice Suri, y me muestra las
fotos de los muertos: muchas, brutas, pavorosas las fotos de los muertos.
***
#5. Álvaro Conrado quería ser
bombero o policía. Quién sabe si lo hubiera sido: cuando uno tiene quince años
la vida es una incógnita llena de tentaciones. Pero esa mañana, viernes 20 de
abril, decidió ir a ayudar a los estudiantes que, desde el día anterior, se
peleaban con la policía. Álvaro tenía anteojos, un gran mechón de pelo negro,
muy buenas notas en la escuela; tocaba la guitarra, hacía acrobacias con su
patineta, corría en el equipo de su colegio de jesuitas. Así que, cuando se
presentó en la Universidad Nacional de Ingeniería, lo pusieron a correr entre
las barricadas llevando agua y bicarbonato a los muchachos que los necesitaban
para aguantar los lacrimógenos. Los policías los atacaban con gases y balas,
los estudiantes se defendían con piedras y bombas molotov. Álvaro corría cuando
sintió ese tiro en el cuello. Nadie supo de dónde venía; los estudiantes
sospecharon que había francotiradores apostados en un estadio de béisbol
vecino.
Álvaro cayó; le salía mucha
sangre pero estaba consciente: mientras lo cargaban en brazos entre varios —su
jean manchado, su camiseta roja— gritaba me duele respirar, me duele mucho. Sus
amigos lo metieron en un coche y lo llevaron a un hospital público —el Cruz
Azul— donde no quisieron recibirlo; se dice que había órdenes del gobierno de
no atender a los manifestantes. Se desangraba; cuando llegó a un hospital
religioso donde sí lo aceptaron ya era tarde. Los medios, ahora, lo han
bautizado “el Niño Mártir” y los manifestantes llevan su imagen con anteojos en
fotos y pancartas. Álvaro, tan chiquito, se ha vuelto la cara de estos días.
Una manifestación en memoria del
estudiante Álvaro Conrado, de 15 años, que murió en abril durante una protesta
Credit Bienvenido Velasco Blanco/EPA, vía Shutterstock
***
Dicen que existe un plan para
poner nombres y números a las calles de Managua, y que la cooperación japonesa
prometió apoyarlo, pero por ahora las direcciones en la ciudad son azarosas —
“de la loma de Chico Pelón una cuadra al lago y tres arriba” o “del Pharaohs
Casino dos abajo y una y media al sur”—, un reducto de resistencia a Google Maps.
Managua no es misteriosa, solo incomprensible. Managua es ancha y chata,
temerosa: hecha de casas bajas para que no se caigan cuando tiemble. Managua no
tiene un centro claro, se desmembra; cada tanto hay algún centro comercial o un
barrio de casonas o casitas, cada tanto un vacío: una ciudad sin terminar. Y,
cada poco, los árboles famosos.
La Iglesia católica siempre
supo que el primer imperativo de una fe es ocupar su espacio y llenó los suyos
de iglesias y de cruces. Los Estados lo saben y lo colman de estatuas y
banderas. El gobierno de los Ortega, medio fe medio Estado, lo atiborró con sus
“árboles de la vida”. Hay unos 140 repartidos por toda la ciudad. Se basan en
una pintura de Gustav Klimt, 1905, y están llenos de firuletes y sentidos ocultos
y pistas esotéricas: la Cábala, la Biblia y otros libros de la tradición
materialista dialéctica. Cada “árbol” es una estructura metálica de unos veinte
metros de alto, 25.000 dólares de costo, tanto valor simbólico: deberían
representar la paz y el amor y esas cosas pero significan, más que nada, el
poder de Rosario Murillo.
Rosario Murillo, la esposa y
vicepresidenta, tiene anillos en todos los dedos, un programa diario en tres
canales oficialistas, tanto mando y el odio de varios millones de nicaragüenses.
Incluidos muchos sandinistas. En la economía política que suele ordenar las
dictaduras, ella es la mala, la culpable, la que hace que su pobre marido haga
cosas horribles: un personaje así suele ser útil. Por eso no solo le dicen “la
Chayo”, el apodo de Rosario, sino también “la Chamuca” (la bruja, la
hechicera). Por eso a sus árboles no solo los llaman “arbolatas” sino, sobre
todo, “chayopalos”. Por eso la noche del 20 de abril, cuando unos manifestantes
derribaron el primero, pareció que sucedía algo serio.
Manifestantes parados sobre la escultura
de metal del árbol de la vida, derribada por los inconformes durante una
protesta contra el gobierno del presidente Ortega en Managua, el 26 de mayo
Credit Oswaldo Rivas/Reuters
Y era que miles de jóvenes se
habían decidido: que la calle, que el sandinismo controló durante tantos años,
se volvía un lugar disputado. Y que el silencio que cubría al país se rompía en
gritos. Era una gran sorpresa. Cuatro años antes, cuando el gobierno de Daniel
Ortega decidió poner wifi gratis en los parques y plazas, algunos denunciaron
la maniobra: esas conexiones servirían para mantener a los jóvenes entretenidos
con sus chats y fotitos y demás pavadas. No que lo necesitaran: todos decían que
eran los más apáticos y frívolos de la historia, tan distintos de sus mayores,
que se la habían jugado en guerras y revoluciones. Ahora, de pronto, esas redes
que debían mantenerlos en su babia se habían vuelto su arma, su instrumento:
gracias a ellas se llamaban, se reunían, se pasaban consignas e instrucciones,
resistían.
Y las imágenes de la reacción
venían de todas partes, grabadas por los participantes. Algunas eran tremendas:
la crueldad de un ataque, la agonía de un herido, el dolor de una muerte. La
televisión oficial seguía mintiendo calma, pero el truco ya no funcionaba.
Pronto intentaron mejorarlo: mandaban noticias falsas —imágenes antiguas o
amañadas— por las redes sociales para después decir que eran inventos y
desacreditar a las demás. “Te dijeron tal y cual y te mintieron”, decía una
minicampaña oficial de desprestigio en las redes. Y poco después cortaron el
wifi de las plazas, pero ya ni modo: las grabaciones siguieron su camino.
—Esto es clave. Esto cambió
la historia.
Me dice, ahora, el periodista
de una radio independiente mostrándome su móvil. Ahora, la ciudad está tomada
por los que se callaban: en cada rincón, en cada esquina puede haber un grupo
de estudiantes, de vecinos, de hombres y mujeres con banderas azul y blanco que
protestan, que exigen que se vaya.
***
#9. El sacrificio de su madre
había dado resultado: a sus treinta años, Michael Humberto Cruz tenía un bebé
de cinco meses, un carro, un buen pasar y cursaba un posgrado en su
universidad, la Upoli. Su madre, Rosa Amanda Cruz, había emigrado al norte
dieciocho años antes y consiguió trabajo en un restaurante mexicano en San
Mateo, California. Nunca más vio a Michael, porque no tenía papeles y si salía
de Estados Unidos no podría volver pero, gracias a sus remesas, el muchacho
estudió, se fue haciendo una vida. Se hablaban todos los días: aquella mañana,
el 21, Michael le dijo que iría a apoyar a esos compañeros de la facultad que
habían salido a defender a los ancianos; Rosa le pidió que no fuera, que era
peligroso y él le dijo que no podían permitir que el gobierno le sacara la
plata a su abuelo y a todos los abuelos, y que no se preocupara, amita, que no
le iba a pasar nada.
Estaba en una barricada de la
Upoli cuando dos balazos en el pecho lo mataron en el acto. Su madre llegó a
Managua esa misma noche: sabe que ya no podrá volver a Estados Unidos, pero le
da lo mismo: “Yo estaba allá por él, para darle una educación, una vida. Ahora
ya qué me importa”.
(Mientras me lo contaba, en
una manifestación de banderas azul y blanco, un hombre mal afeitado, camisa
abierta, reloj naranja, nos miraba, nos fotografiaba. Rosa lo miraba de reojo;
su hermana me dijo que era habitual: que las siguen, las intimidan, intentan
asustarlas).
***
En la carretera que va de
Managua a Masaya hay una rotonda que se llama Ticuantepe; allí, como en otras,
había un chayopalo. Un día de abril cientos de protestantes —los llaman
“protestantes”— lo derribaron y remplazaron con una virgen de Cuapa, una imagen
de metro y medio bien pintada. Pero poco después vinieron los sandinistas
encabezados por la alcaldesa, la rompieron y pusieron en su lugar una virgen de
Cuapa, una imagen de metro y medio bien pintada. Al otro día los rebeldes
volvieron y sacaron esa imagen de la virgen de Cuapa y pusieron otra imagen de
la virgen de Cuapa. Y así de seguido. Hasta que intervino el señor cura, llamó
a la paz y la conciliación y terminaron acordando en poner a la virgen de Cuapa
de los rebeldes en el centro y la virgen de Cuapa de la alcaldesa en un rincón:
fue, sin duda, una gran victoria de las fuerzas del cambio.
—Acá hay curas que nos han
mostrado cómo es estar cerca del pueblo.
Me dice Chan Carmona un poco
más allá, en Monimbó, y me cuenta que en uno de los momentos más brutos del
enfrentamiento hubo una tregua cuando el cura párroco, César Augusto Gutiérrez,
llegó hasta allí, los reunió, les dijo que la iglesia apoyaba los reclamos
justos, les pidió que respetaran la vida y los hizo rezar un padrenuestro. Y se
quedó en la calle y habló con la policía para que no tiraran a matar y pidió
por los presos; más tarde se desmayó por el gas lacrimógeno.
—Hay curas que son casi más
huevones que nosotros.
“Huevón” en nica significa
valiente y Monimbó es un barrio indígena con una larga tradición de
resistencia, pero la historia no es original: en muchos rincones del país curas
mediaron, se interpusieron, apoyaron reclamos, atendieron heridos, intentaron
moderar la violencia. Y el obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez, acompaña
las protestas y la conferencia episcopal convocó la mesa de diálogo donde ahora
se discute algo que no termina de estar claro, quizás el destino del país.
—Yo los respeto. Mucho no me
gustan, pero estos días los respeto. Se lo ganaron en la calle.
Chan Carmona es un muchacho
flaco, fibroso, alto, la barba negra y los ojos hundidos de días sin dormir.
Chan es un líder de los rebeldes de Monimbó y me muestra los rincones y las
barricadas y me cuenta dónde se paraban y cómo rechazaron a la policía, y me explica
que no se puede soportar más que esos del gobierno vivan así mientras ellos
tienen que trabajar como perros para ganar cien córdobas. Que se tienen que ir,
que son unos aprovechados y unos dictadores y unos genocidas. Y que lo están
siguiendo, que lo tienen marcado. Yo le pregunto qué va a hacer.
—Nada, qué querés que haga;
seguir en la pelea. Si me matan todos van a saber quién fue.
—¿Pero no tenés miedo?
—Miedo, miedo… Bueno, es mi
vida. Me gusta, me gustaría seguir en esta joda. Porque ya muerto, pa’ qué.
Dice, y se ríe. En el colegio
salesiano de Masaya, justo al lado, cientos de vecinos reciben a la delegación
de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que viene a recibir
denuncias. Un líder local discursea desde las escaleras del colegio:
—¡A nosotros no nos mueve
ninguna ideología ni partido, sino el amor por nuestro pueblo y nuestra patria!
Grita, robusto y atildado, y
da vivas geográficas: a Nicaragua, a Masaya, a Monimbó. El rechazo a los
partidos se oye en todas partes: casi todos dicen que no son políticos, que no
hacen política, que repudian a los políticos y a la política y a todo lo que
esté “politizado”. Mientras toman la calle para voltear a un gobierno, pura
política en acción. Magias de la palabra: por algunas se pelean, de otras
huyen.
Manifestantes bloquean la carretera
panamericana en protesta contra el gobierno del presidente Daniel Ortega en
León, Nicaragua, el 24 de mayo. Credit Oswaldo Rivas/Reuters
***
#14. En Estelí, a 150
kilómetros de Managua, a Franco Valdivia lo conocían por su nombre artístico,
el rapero Renfán. Franco tenía 24 años, estudiaba tercero de abogacía y
trabajaba de carpintero para pagar sus gastos y los de su hija de cuatro.
Estelí es una ciudad mediana, tranquila, templada, “un bastión sandinista” o
“la ciudad mil veces heroica”; no es el lugar más apropiado para un rapero,
pero Renfán seguía peleándola. Con un grupo de amigos solía grabar sus
canciones y subirlas a YouTube: estaban bien hechas, criticaban los abusos y la
corrupción y conseguían visitas.
El 18 de abril subió a su
Facebook un poema en tono rapeado: “Hoy es un gran día para morir. / Por no
elegir el camino que la corrupción / nos quiere hacer seguir. / Y aunque a mi
vida días le reste / seguiré diciendo verdades cueste lo que cueste. / Sandino
tenía un sueño y les / aseguro que no era este”. En ese momento Nicaragua era
una siesta y sus palabras parecían solo palabras; esa noche los estudiantes de
Managua salieron a la calle, y el 20 la agitación llegó a Estelí, se volvieron
proféticas. Franco fue al parque central a sumarse a las protestas que tanto
había cantado. Dos horas después, un disparo que pareció venir de la alcaldía
le entró por el ojo izquierdo y lo mató. Otra de sus canciones se llamaba
Pilatos: “No hay olvido sin sepultura / para quien lucha por lo que es. / Que
la muerte me regrese / lo que la vida me ha quitado”.
***
Estos días, en Nicaragua, la
vida se ha vuelto diferente. La política —tan denostada— ocupa tanto espacio:
las personas piensan en asuntos en los que no pensaban, se preguntan cosas, se
imaginan. Una revolución es el momento en que cambian las preguntas, en que se
puede no tener respuestas. Estos días, en la ciudades nicas, la vida es
diferente: en las calles puede pasar, a cada momento, cualquier cosa.
Personas participan en una marcha para
marcar un mes del inicio de las protestas contra el gobierno, el 18 de mayo en
Managua. Credit Diana Ulloa/Agence France-Presse — Getty Images
En estos últimos años Managua
se jactaba de ser la capital más tranquila de la región; ahora es una ciudad
sacudida por su historia: en cada rincón una bandera, personas que las agitan,
gritan algo. Hay barricadas, cortes de ruta —“tranques”—, pequeñas
manifestaciones —“plantones”—, grandes marchas. Hay, sobre todo, un estado de
expresión permanente, de gente que se calló la boca mucho tiempo y ahora habla
y disfruta de hablar y trata de olvidar esos silencios. Y, mientras, los
negocios están medio vacíos y las calles están medio vacías y el miedo medio
lleno, la incertidumbre entera.
—¡El pueblo / unido / jamás
será vencido!
Gritan ahora miles de
personas con banderas rojas y negras y azules y blancas: marchan para apoyar al
gobierno sandinista. Es sábado a la tarde, hace un calor estrepitoso, y a lo
largo de la avenida De Bolívar a Chávez —se llama así: De Bolívar a Chávez— hay
pantallas gigantes que nos muestran los muchos que somos y lo bien que revoleamos
los colores. Aquí en la vida real, bajo este sol hiperreal, la cosa es más
modesta: no parecemos tantos, y las docenas de micros que los trajeron, y la
sospecha de que muchos son empleados públicos que castigan si no vienen.
—¡Viva la paz, viva el amor!
Grita una locutora y suena
“Solo le pido a Dios” en versión caja de ritmos, y después la locutora habla de
Sandino. Augusto Sandino se definió, hace noventa años, como “el general de los
hombres libres”. Y así lo registró la historia. Pero la historia cambia más que
nada y ahora la locutora lo presenta como “el general de los hombres y mujeres
libres”: efectos del #MeToo.
—Estamos encendiendo la llama
del sagrado derecho de vivir en santa paz, iluminados por el espíritu de
Sandino y guiados por el saber del comandante Daniel Ortega.
Dice la locutora y, por
alguna razón que me escapa, nadie contesta amén. Allá arriba, una cara gigante
de Chávez nos mira desde lo alto de su arbolata/chayopalo. Aquí abajo, sobre el
asfalto medio derretido, se pasean muchachos con morteros, señoras con tacones,
señores con anillos, señoras con chancletas, señores con las manos callosas
arruinadas: hay mucho espacio sin llenar.
—Esos vándalos van a tener
que entender que acá se necesita paz.
Me dice un muchachón fornido,
su gorra para atrás, su cuello con tatuajes, su camiseta verde camuflaje,
hablando de los estudiantes y demás rebeldes. Para un país que estuvo en guerra
tantos años la narrativa de la paz es decisiva. Entonces todos se reprochan
mutuamente haberla roto, y el gobierno ha decidido hacerla su estandarte.
—Y lo van a entender por las
buenas o por las malas, como quieran.
Dice el muchachote. El
gobierno, que siempre dijo que la calle era suya, ahora la está peleando (y no
parece que gane la pelea). Esa misma tarde, en León, decenas de miles de
personas se juntan para exigirles que se vayan. Al día siguiente, domingo a la
mañana, en una rotonda de Managua, unos cuantos revolean banderas azul y
blanco. La pelea por los colores es tenaz: durante décadas, el rojo y negro fue
la divisa sandinista; desde que los opositores sacaron la nacional, azul y
blanca, los sandinistas empezaron a usarla también: no podían entregarles a sus
enemigos el color de la patria.
—¡El pueblo / unido / jamás
será vencido!
Gritan también los
protestantes, insistiendo en la fake news más repetida de las últimas décadas.
Los dos bandos se pelean por las mismas palabras, las mismas consignas, las
mismas canciones: todo el refranero izquierdista de los años setenta, que
tantos tratan de olvidar, aquí es un botín que se disputa. Una señora pasa en
silla de ruedas con un cartel escrito a mano en el regazo: “El poder reside en
el pueblo. Es el pueblo el que pone y quita gobiernos”, dice, firmado por
Daniel Ortega, 1979. La guerra por la palabra es usar la palabra como búmeran:
a nadie se le aplica mejor lo que dijiste que a vos mismo. Y la señora reclama
su legitimidad: forma parte de las Madres de Abril, la asociación de las madres
de las víctimas.
El gobierno nicaragüense siempre dijo
que la calle era suya; ahora la está peleando y no parece que gane la pelea.
Credit Oswaldo Rivas/Reuters
—¿Sabés qué pasa? Que las
canciones y las consignas volvieron al pueblo. Las tenía secuestradas esta
dictadura, pero ahora son nuestras otra vez.
Me dice una chica de 15 o 16
años. En un altavoz suena el hit del mes, Mercedes Sosa con “Que vivan los
estudiantes”, pero las vuvuzelas lo tapan inclementes. Un pequeño grupo de
mujeres grita que no queremos pitos queremos consignas; nadie les hace caso.
Los coches que pasan por la avenida ondean sus banderas: todo suena muy patrio.
Hay mezcla, mucha mezcla: desde un cartel bien clasista —“En un país gobernado
por un ignorante, los profesionales son la amenaza”— hasta los que reclaman más
igualdad y menos hambre. La explosión de palabras es puro gozo, felicidad en
verbo:
“Hay décadas donde nada
ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas”.
“Tanto valiente sin armas y
tanto cobarde armado”.
“Te permitimos todo, Daniel.
Pero no hubieras matado a los chavalos”.
Y hay metamorfosis: de la
vieja consigna sandinista que propone “Patria libre o morir”, alguien pasó a
“Patria libre o vivir” y alguien, más cuidadoso, a una opción razonable:
“Patria libre para vivir”. Y los gritos que dicen que no se confundan, que “No
eran delincuentes, / eran estudiantes”, y los que definen la confusión central,
que “Daniel, / Somoza, / son la misma cosa”. Y, sobre todo, aquel hit
sandinista recuperado por los que quieren derrocarlos:
“¡Que se rinda tu madre!”.
“¡Que se rinda tu madre!”.
***
#24. Cuando Ángel Gahona
tenía 5 años, en 1981, su maestra de Bluefields, una ciudad pequeña del Caribe,
hizo que los chicos repitieran que eran hijos de Sandino; el pequeño Ángel se
negó. Después explicó que quizá los otros fueran, pero que él sabía que su papá
se llamaba Ángel, como él. Pronto su familia tuvo que huir a Venezuela, corrida
por la guerra; allí pasaron privaciones y Ángel empezó a trabajar antes de sus
10 años. A su vuelta consiguió estudiar periodismo en una universidad de su
región Caribe; durante años trabajó en lo que pudo —vendedor de comida o de
chatarra o de comida chatarra, gerente de un cíber— hasta que, ya casado, pudo
fundar con su mujer Migueliuth Sandoval un pequeño diario digital: El
Meridiano. Lo hacían entre los dos y conseguían sobrevivir; Ángel recorría la
ciudad en su moto saludando a todos, iba a las misas evangélicas, criaba a sus
dos hijos, se vestía de chef y cocinaba, había empezado a estudiar para
abogado.
Ese domingo 21 las protestas
llegaron a Bluefields; Ángel y Migue pensaron en salir a transmitirlas, pero
alguien tenía que quedarse con los chicos. Decidieron que ella; él temía lo que
pudiera pasar y se fue solo. En un Facebook Live, ya de noche, Ángel muestra a
unos jóvenes que tiran piedras contra la alcaldía; después dice —su voz en off
en el video— que “vamos a buscar dónde refugiarnos ya que la policía se dirige
hacia acá”. Los enfoca, muestra su llegada y la relata y, de golpe, la imagen
se conmueve y funde al negro y solo se oyen gritos. Una bala le ha atravesado
la cabeza; el video de un compañero lo muestra en el suelo, ensangrentado,
muerto. Nadie sabe quién, nadie sabe por qué; se sospecha de un francotirador
oficial u oficialista, pero la justicia prefirió acusar a dos muchachos que ni
tenían armas ni estaban allí. El mejor truco para no resolver un caso como este
es pretender que ya lo resolviste.
Madre y hermano del periodista Ángel
Gahona, quien fue asesinado durante una transmisión en vivo de las protestas,
sostienen una foto durante una movilización de las madres realizada el 10 de
mayo para exigir justicia al gobierno de Ortega. Credit Oswaldo Rivas/Reuters
***
El miércoles 16 de mayo un
muchacho conmovió al país. Esa mañana se inauguraba la Mesa para el Diálogo que
había convocado la Iglesia católica en su Seminario Interdiocesano. Se
encontraban las partes en conflicto: los estudiantes, las federaciones
campesinas, las patronales, los obispos, la “sociedad civil”, el señor
presidente y su señora vice. El protocolo preveía que Daniel Ortega hablara
primero; estaba a punto de hacerlo cuando Lesther Alemán se paró, con su camisa
negra por el luto y su pañoleta azul y blanca por la patria, y se lanzó:
—No estamos aquí para
escuchar un discurso que por doce años lo hemos escuchado. Presidente,
conocemos la historia; no la queremos volver a repetir. Usted sabe lo que es el
pueblo. ¿Dónde radica el poder? En el pueblo. Estamos aquí y hemos aceptado
estar en esta mesa para exigirle ahorita mismo que ordene el cese inmediato a
los ataques que están cometiendo en nuestro país, […] represión y asesinatos de
las fuerzas paramilitares, de sus tropas, de las turbas adeptas al gobierno.
Ahora, usted sabe muy bien el dolor que hemos vivido en veintiocho días. Pueden
dormirse todos tranquilos; nosotros no hemos dormido tranquilos, estamos siendo
perseguidos, somos los estudiantes. Y por qué estoy hablando […] porque
nosotros hemos puesto los muertos, nosotros hemos puesto los desaparecidos, los
que están secuestrados, nosotros los hemos puesto.
Dijo, con esa voz de locutor
antiguo, las gestos medidos, casi una sonrisa. Y nadie se atrevía a
interrumpirlo. Tres metros más allá, Daniel Ortega y Rosario Murillo lo
escuchaban sin dar crédito: nadie en todos estos años, había hecho nada así.
Entonces Lesther —sus anteojos, su cuerpo apuesto flaco, su pelo bien cortado
modernito— les lanzó la estocada:
—Esta no es una mesa de
diálogo, es una mesa para negociar su salida. Y lo sabe muy bien, porque el
pueblo es lo que ha solicitado. […] En un mes usted ha desbaratado al país;
Somoza lo costó muchos años, y usted lo sabe muy bien, nosotros conocemos la
historia, pero usted en menos de un mes ha hecho cosas que nunca nos imaginamos
y que muchos han sido defraudados por esos ideales que no se han cumplido, de
esas cuatro letras [FSLN] que le juraron a esta patria ser libre y hoy seguimos
esclavos, hoy seguimos sometidos, hoy seguimos marginados, hoy estamos siendo
maltratados. Cuántas madres de familia están llorando a sus hijos, señor.
La atención era extrema, la
tensión tremenda. Las autoridades de un país paralizadas ante un chico de 20
años que les decía lo que nunca nadie: sereno, sin levantar el tono, como si le
explicara una obviedad a un tío un poco espeso. La escena era hipnótica y
conmovedora, y no se terminaba:
—El pueblo está en las
calles, nosotros estamos en esta mesa exigiéndole el cese de la represión. Sepa
esto, ríndase ante todo este pueblo. Pueden reírse, pueden hacer las caras que
quieran, pero le pedimos que ordene el cese al fuego ahorita mismo, la
liberación de nuestros presos políticos. No podemos dialogar con un asesino,
porque lo que se ha cometido en este país es un genocidio.
A las 9:47 de ese miércoles,
Lesther Alemán ya era una de las personas más conocidas, más odiadas, más
amadas de Nicaragua. Después me dirá que fueron los demás participantes de la
mesa los que decidieron que él hablara: que le dijeron que “por la voz, por la
autoridad moral, por la rectitud y por el conocimiento”.
—Sí, me acuerdo de muchas
cosas. Primero vi que las cámaras se volteaban, estaban apuntadas al presidente
y se voltearon hacia mí. Y entonces lo vi a él, le vi la cara, los ojos, que se
le dilataron sus pupilas viéndome, no sé si era lo sorprendido o que pensaba
muchas cosas de mí. Y Rosario tragaba agua sin parar. Fue tan raro. Yo pensaba
que no iba a poder hablar mucho, esperaba que él me interrumpiera. Pero que me
permitiera todos esos minutos, en silencio, y que luego la gente tuviese la
reacción que tuvo, los que me han dicho en estos días que estaba hablando por
todo un pueblo… Yo me sentí un Rigoberto López Pérez.
Dice Lesther, y me cuenta esa
historia. López Pérez fue un periodista de 25 años que, en plena dictadura del
primer Somoza, Anastasio, el asesino de Sandino, se le acercó en un baile y lo
mató de tres balazos. Corría septiembre de 1956.
—Él solo decía: “Va a llegar
el fin de la dictadura”. ¿Cómo?, le preguntaban. “Va a llegar el fin de la
dictadura”, decía él, y se metió en aquel salón y lo mató. Después lo cosieron
a balazos, como trescientos tiros. Dos días antes él le había escrito una carta
a su mamá, una de las cartas más bellas que yo he leído. Y ahí le dice que va a
liberar el país, nada más. Entonces, ese miércoles, yo pensé: en mí se
reencarnó Rigoberto. Pensé: no fue con balazos, sí fue con la palabra.
—¿Las habías preparado?
—Sí, preparé las grandes
líneas. Yo no me aprendo las cosas al tubo, de memoria, porque creo que la
emoción te hace decir las palabras certeras. Pero la noche antes caminé por el
pasillo del hotel, de lado a lado, muchas veces, y me decía qué yo voy a hacer,
qué va a decir la gente, cuál va a ser la reacción del pueblo. Y me preguntaba
cómo hacer para que no me callaran. Y fui escribiendo esas líneas, hice dos
borradores que ahí están, puño y letra. Después pensé que no puedo botar esa
hoja, se la voy a enseñar a mi hijo, mire m’hijo, esta fue la hoja…
Lesther todavía no tiene
ningún hijo y es de noche. En los alrededores de Managua, en el centro
universitario donde él y sus compañeros de la Coalición Universitaria se
refugian, medio clandestinos, me cuenta que es hijo de una familia de
trabajadores azucareros y que estaba cursando, con una beca, el cuarto año de
Comunicación en la Universidad Centroamericana —jesuita— de Managua. Y que todo
empezó unas semanas antes, en la marcha para exigir que el gobierno se ocupara
del incendio de la reserva de Indio Maíz. Aquella tarde, dice, había un
micrófono y él, por primera vez, se atrevió a usarlo.
—¿Y por qué se te ocurrió
hablar?
—Era un micrófono abierto, la
gente leía cosas, recitaban, y mis compañeros me dijeron: “Lesther, es tu
momento”. Porque yo desde pequeño he tenido el sueño de ser presidente de este
país y ellos lo saben. Entonces me dijeron eso, burlándose, y yo: “Ah, ok, lo
voy a hacer”, y hablé y la gente gritaba; yo me sentía que ya estaba en la candidatura…
Manifestantes enmascarados realizan un
bloqueo carretero y sostienen morteros caseros en Nagarote, municipio ubicado a
40 kilómetros de Managua, la capital. Credit Inti Ocon/Agence France-Presse —
Getty Images
Dice ahora y me mira muy
serio, risueño pero serio, y que es verdad y que siempre tuvo dos sueños: uno,
entrar en el ejército, porque le encanta el orden y la seriedad y los uniformes
camuflados; el otro, ser el presidente. Tras todos estos días de no pasar por
casa, de vivir a salto de mata, Lesther sigue impecable: una camisa marrón
ajustada, un pantalón negro, unas botas complejas. El pantalón tiene manchitas
blancas y se ve que le molestan, las rasca sin éxito; en esa mano tiene un
anillo de sello y un reloj ínfimo, casi de muñeca.
—Por eso el único seudónimo
que les permito que me digan es Comandante. Mis mejores amigos ya de siempre me
llamaban Comandante.
—Me preocupa. La mezcla de
tus dos sueños nos lleva derecho al golpe militar.
Lesther se ríe, un batallón
de dientes blancos en orden de revista, y dice que tiene que estudiar mucho,
prepararse para ser presidente con todos los conocimientos y los méritos, pero
que eso podría pasar en un país distinto, que en este la dictadura los
desalienta, que muchos de sus compañeros de la facultad de Comunicación, por
ejemplo, no quieren ser periodistas porque para qué, si el control y la censura
son la norma. Pero que él nunca se desalienta, que ha leído mucho sobre los
ideales sandinistas, que el fundador y prócer del Frente, Carlos Fonseca,
muerto poco antes del triunfo de su revolución, es su héroe.
—Lesther comenzó a construir
sus ideales a partir de libros, de videos, de canciones. Su himno es Nicaragua
Nicaragüita, sus canciones favoritas son las testimoniales.
Dice Lesther; después me
explicará que muchas veces habla de sí mismo en tercera persona: Lesther piensa
tal cosa, Lesther dice tal otra.
—Lesther nunca se imaginó
llegar hasta aquí.
Dice, y que el peor momento
fue aquella tarde en la Catedral, cuando intentaron refugiarse del ataque
policial y parapolicial y los sitiaron.
—Cuando nos secuestran en
Catedral, que la policía nos empieza a rodear, éramos más de dos mil y no
sabíamos qué hacer, entonces armamos un grupo para ordenar y conducir la situación.
Pero eso duró como dos horas, hasta que llegaron las turbas sandinistas y fue
una histeria colectiva, algunos de puro miedo se metían hasta en la sacristía,
profanando todos los lugares santos… Yo en ese momento pensé: “Nos mataron”,
pensé que quedaba ahí asesinado en Catedral. Y mis compañeros lloraban, yo
lloré, nos metían gases, balas… pero yo traté de que no se me notara, de
mantener la calma. Como líder tenés que hacerlo, para no dar pautas de
sufrimiento a los demás.
Estuvieron encerrados casi
treinta horas, esperando el ataque final: esa noche les cortaron la luz,
seguían amenazándolos, estaban agotados, desarmados, esperaban el fin. Pero al
otro día los dejaron salir. Lesther estuvo entre los últimos: el cansancio, el
alivio, la decisión más firme.
—Cuando pensaste que te
podían matar, ¿qué sentías? ¿Miedo, tristeza…?
–No, me entraba tristeza por
mi mamá. Pero Lesther hasta hoy no ha tenido miedo. Yo no temo por mi vida.
—¿Por qué no?
—Es una de mis frases: quien
ama a su patria está dispuesto a entregarse en una cruz. El sufrimiento, el
dolor son necesarios si amas a tu pueblo.
Dice, con esa voz que parece
salir de otra persona, más maciza, más añosa, más vivida.
—Pero vivo sos más útil que
muerto, ¿no?
—Puede ser. Pero no soy como
esos que temen por su vida, por su seguridad, que se han ido del país… y quizá
ni han participado y ya están fuera. No es que yo me jacte del lugar en el que
estoy pero… todo el mundo me conoce, así que yo tendría que irme muy lejos.
Lesther me cuenta que querría
ser periodista, que hace un par de años estuvo en Nueva York y se sacó una foto
en la puerta del New York Times, que le gusta leer diarios de papel y escuchar
radio en una radio de verdad, que como milenial es demasiado analógico, que sus
amigos le dicen que es un viejo en el cuerpo de un muchacho de veinte. Y que
nunca antes estuvo en un grupo político, que “la juventud sandinista no es
sandinista sino pura bacanal”, que le interesan muchos ideales del socialismo y
del comunismo pero no sus maneras, que no cree en los políticos porque nunca lo
han representado, que tuvieron la oportunidad para hacerle frente a este
dictador y no lo hicieron, que no tienen autoridad moral. Y que le gusta
escribir y ahora está tratando de contar la historia de estos días “para que
luego, cuando esté jubilado, pueda estar sentado con alguien, un nieto, y
decirle este fui yo, esto hizo Lesther cuando era un chavalo”.
Ahora no lo necesita: lo
recuerdan todos. Un diario habló de la “lesthermanía”: hay muñequitos con sus
rasgos y una capa azul y blanca de superhéroe, hay llaveros y afiches y
pancartas, hay abrazos y besos y selfis cada vez que sale a la calle.
—¿Qué es ser un líder?
—Es una persona que no ordena
sino que convence; el líder escucha, valora, analiza, critica, y después
comunica. Pero ante todo es la persona que debe tener más humildad, sobriedad,
paciencia. Yo carezco de paciencia…
—Bueno, de humildad también.
Le digo, y se ríe incómodo,
pero trata de pensarlo: lo discutimos. Entonces me explica que una de sus
formas de humildad es esto de hablar de sí mismo en tercera persona.
—Es para no sentirme
limitado. Yo no considero que pueda decir yo soy así, yo digo esto, entonces
mejor voy por la tangente: Lesther es así, Lester dice esto. Siempre me he
visto como que salgo yo a hablar por Lesther… Tengo esa idea de no dejar que
Lesther hable por Lesther…
Dice, y me ve la cara de
sorpresa y le salta la risa:
—¿No entiendes que es como
una locura mía…?
Le digo que sí, que eso lo
veo, nos reímos, sigue explicándome lo inexplicable, se pone casi nervioso:
esos tímidos que la timidez hace más expansivos, más eléctricos. Es, al fin y
al cabo, un chico de 20 años al que de pronto todos miran. Es, también, en
estos días, la persona más popular de Nicaragua, el héroe que vivía acá a la
vuelta.
Una protesta el 18 de mayo. Cientos de
manifestantes marcharon del centro de Managua a la Universidad Centroamericana
para exigir la renuncia del presidente Ortega. Credit Bienvenido Velasco
Blanco/EPA, vía Shutterstock
***
#63. Margarita Mendoza
llevaba cuatro días aterrada: Javier Munguía, su hijo, 19 años, albañil
desempleado, había sido detenido por la policía el 8 de mayo cerca de la
Universidad Politécnica y no aparecía. Ya había preguntado en todos los
hospitales y finalmente, el 12 de mayo, se decidió a ir a la morgue del
Instituto de Medicina Legal; cuando le dijeron que no estaba su alivio fue
infinito: Javier debía estar vivo todavía. Pero seguía perdido; al otro día,
Margarita fue a tocar las puertas de la Dirección de Auxilio Judicial aka El Chipote,
un centro de represión con ochenta años de historia criminal: allí le dijeron
que no lo conocían, pero exdetenidos le contaron que lo habían visto adentro y
que lo estaban torturando.
El viernes 18, Margarita fue
una de los cientos de parientes que se presentaron ante la delegación de la
CIDH: quería denunciar la desaparición de su hijo. Su celular sonó mientras lo
hacía. Margarita atendió: un funcionario de Medicina Legal le dijo que tenían
el cadáver de Javier. Sus gritos se oyeron en todo el piso. Más tarde, en el
instituto, le dijeron que el chico había muerto “por causas naturales”. Al otro
día un forense independiente le contó la verdad: a Javier Munguía, la cara rota
a golpes, lo habían estrangulado.
***
—Sí, claro que tengo miedo
todavía. Pero uno empieza a perder el miedo en la calle. Como solemos decir,
nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo. Sí, muchos de nosotros
fuimos atacados por la policía, ya sabemos cómo es eso. Yo también estuve en la
Catedral cuando nos rodeó la policía y la turba orteguista, y estuvimos tan
cerca de la muerte. De verdad creímos que hasta ahí llegábamos, unos se
arrodillaron, se pusieron a rezar, otros lloraban…
Dice Melisa, y Erasmo la
apuntala:
—Dicen que el valor no es la
ausencia de miedo sino el miedo mismo junto a la voluntad de seguir. Entonces
nosotros teníamos sobre todo esa rabia de ver que mataban a nuestros
compañeros…
Melisa y Erasmo estudian en
la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), la más grande del país,
40.000 alumnos y 30 hectáreas de bosque sembrado de edificios: matorrales,
árboles, cañadas y, ahora, algunas tiendas de campaña que cobijan estudiantes
vigilantes. Cuando vino la primera ola de ocupaciones, la UNAN se salvó: el
sindicato de estudiantes oficialistas, UNEN, consiguió evitarlo. La universidad
estuvo cerrada dos semanas; el 7 de mayo, cuando volvieron a abrirla, sus
estudiantes la ocuparon. Y ahora estamos en un edificio —la Escuela de
Geología— que los rebeldes usan como hospital, cocina, dormitorio. Melisa y
Erasmo tienen alrededor de 20 años, hijos de clase media, muy articulados. Los
ocupantes, me dicen, son unos 500; les pregunto si no les parece cuestionable
que el uno por ciento de los estudiantes se arrogue el derecho de tomar la
universidad.
—Bueno, no vamos a negar que
somos una pequeña parte. Pero es que hay muchos que no pueden estar. Por
ejemplo, yo me quedé desde el lunes de la semana pasada, y sé que si voy a mi
casa ya no puedo volver.
Erasmo es uno de los jefes de
la toma y es alto, fornido, la piel oscura, la sonrisa brillante. Le pregunto
por qué.
—Porque mi mamá no me deja. Y
así hay muchos que no los dejan o tienen miedo de meterse o involucrar a la
familia, que hay gente que ha ido a intimidar a nuestras casas…
Dice Erasmo, y Melisa lo
corta. Melisa tiene muchas ganas de hablar y tiene la frente ancha, despejada
bajo los rizos castaños, mirada inteligente:
—Sí, hay muchos
universitarios que están de acuerdo con nosotros, aunque no estén acá. El
problema es que nadie quiere morir. Nadie quiere ser mártir. Pero ya tenemos
mártires, ya hay más de sesenta muchachos muertos. Y hay muchos que tienen
miedo, pero eso no quiere decir que no estén de acuerdo…
Un joven camina junto un letrero en la
barricada en la Universidad Nacional Agraria en Managua, Nicaragua. Credit
Jorge Torres/EPA, vía Shutterstock
La idea de que unos pocos
hacen lo que muchos harían es una de las bases de la política del siglo XX: lo
llamaban vanguardia. Aquí son pocos, y esos pocos jaquean a un gobierno. Tienen
con ellos la legitimidad, la opinión pública, y eso a veces —solo a veces— vale
más que la fuerza, que el número.
—Nosotros nunca pensamos que
nos íbamos a pasar acá tanto tiempo, así que nos fuimos organizando poco a
poco, dando cuenta de lo que esto significa, de la importancia que tiene, los
peligros que tiene. Sabemos que en cualquier momento nos pueden atacar, tenemos
que estar preparados todo el tiempo.
Dice Melisa. En la práctica,
desalojarlos no parece difícil; para el gobierno, podría ser carísimo. Los
pocos cientos también están organizados en grupos que se ocupan de la comida,
la sanidad, las guardias, los choques. Hay una red compleja de muchachas y
muchachos que ocupan todo el espacio de la universidad, con un sistema de
delegados y poderes, reuniones, asambleas, discusiones.
—¿Y cómo creen que termine la
toma?
—Para que les entreguemos la
universidad las autoridades tienen que tomar en cuenta por lo menos algunas de
nuestras exigencias: la recomposición del movimiento estudiantil, la autonomía
de la universidad y después, la más difícil, una Nicaragua democrática. Puede
parecer una utopía, pero si cayó Somoza, si cayó el Muro de Berlín, ¿por qué no
va a caer este?
No hay una forma demasiado
legal de acabar con el gobierno de Daniel Ortega: si él renuncia debe sucederlo
su mujer, la vicepresidenta, y si los dos renuncian, el siguiente, presidente
de la Asamblea, sigue siendo un incondicional. Para acabar con el régimen y
convocar elecciones deberían hacer una pirueta legal que no termina de estar
clara. Pero dicen que los más ricos ya le soltaron la mano al presidente: que
la presión social es demasiado fuerte, que los suyos no les perdonarían que
siguiesen aliados a un “dictador y genocida”.
La vicepresidenta Rosario Murillo y el
presidente Daniel Ortega, en la primera ronda de diálogo después de las
protestas contra su gobierno Credit Oswaldo Rivas/Reuters
—Ortega tiene que entender
que debe renunciar. Si no, va a llegar un momento en que Nicaragua se va a
encachimbar. Y cuando se encachimbe Nicaragua, créame que ese señor no va a
tener dónde meterse.
Dice Erasmo, casi amenazante.
Encachimbar es grave, y nadie quiere que suceda, pero tampoco hay un proyecto
alternativo. Es la fuerza y la flaqueza de esta alianza rara: como no ofrecen
ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, no tienen por qué pelearse entre
ellos; como no ofrecen ninguna propuesta más allá de echar a Ortega, tampoco
tienen hacia dónde ir. Todavía. Y como no tienen un líder, el gobierno no tiene
con quién negociar. O también: no tiene a quién comprar.
—Nadie quiere un conflicto
bélico. Nosotros no estamos armados, somos hijos de la posguerra. Nuestros
padres sí son excombatientes, algunos vivieron la revolución, la contra,
militaron, pero nosotros qué sabemos de esas cosas militares, logísticas… Ni
queremos saber, pero Nicaragua aguanta poco y tenemos miedo de que se vuelva a
armar una guerra. Así que estamos muy pendientes del diálogo, a ver si lo
podemos evitar…
Entre 1970 y 1990, en veinte
años de guerra, murieron cien mil nicaragüenses. Muchos, después, interpretaron
esta generación diciendo que eran chicos que vieron que eso solo sirvió para
que unos pocos mandaran y se enriquecieran y que por eso era lógico que solo
les importaran los juegos en red y los juegos de Messi y ciertas músicas y
ciertos bailoteos: que eran una generación de apáticos individualistas,
pobrecitos, que nunca sabrían lo que es en realidad la vida. Pero también eran
chicos que se pasaron la vida escuchando historias heroicas, revolucionarias de
sus padres, sus abuelos, y reproches por ser vagos e indolentes, por no hacer
esas cosas. Se ve que se cansaron.
—Ya desde antes teníamos
inconformidad con este gobierno, solo que estábamos adormecidos, no nos
habíamos puesto en marcha.
Ahora se pusieron y pusieron
al país a preguntarse qué hacer, a pensarse de nuevo.
—Ya nadie quiere más muertos.
Estamos cansados de los muertos. No queremos que nadie más se muera, apostamos
a la vía pacífica, que se resuelva sin que haya que usar armas.
— ¿Y tu mamá qué dice?
–Mi mama dice que si me
agarra…
Dice Erasmo, se ríe; Melisa quiere
aclarar el punto:
—Hay muchos que están sin
permiso de sus padres. Mi papá me apoya, él estuvo en la revolución sandinista…
Y dice que por ahora estamos más seguros acá que en nuestras casas.
—Claro, pero ¿y cuando tengan
que volver a sus casas?
—Esa es la pregunta del
millón. ¿Qué pasa?
Nadie sabe.
***
Ahora nadie sabe qué puede
pasar. Daniel Ortega menos que nadie: debe estar perplejo. Hace un mes, los
pobres de las barriadas y los empresarios de Managua se peleaban por hacerse
selfis con él. Es probable que algunos de esos pobres todavía las guarden; muy
probable que la mayoría de los empresarios ya las hayan borrado. Y el sistema
de control social clientelista funcionaba a pleno: el partido te daba los
avales para conseguir un empleo, te traía el zinc para el techo del ranchito,
te podía arruinar la vida.
—Con Daniel uno siempre se
equivoca. El error más común es subestimarlo, porque al final siempre consigue
sacar algo de cada situación. No sabemos qué pasará esta vez, lo tiene difícil,
pero hay que estar atentos, muy atentos.
Dice Carlos Fernando
Chamorro, periodista histórico, ahora director de Confidencial. Y todo está en
suspenso. Algunos suponen que los estudiantes, la “sociedad civil” y algunas
asociaciones agrarias y empresariales pueden convocar un paro nacional que
cerraría las carreteras, las calles, las actividades; y aceleraría la caída del
gobierno. O podría cansar a muchos ciudadanos, que se hartarían de los
problemas y dificultades, la penuria, las pérdidas, las incomodidades, y
empezarían a extrañar los tiempos más tranquilos.
Algunos recuerdan el ejemplo
de Venezuela: hace unos meses parecía que su gobierno estaba listo y ahora
acaba de regalarse unas elecciones. Fabián Medina, editor en La Prensa, dice
que Ortega ahora es como un boxeador que acaba de recibir un golpe duro: debe
agarrarse del contrario para impedir que le siga pegando, tomar aire, ganar
tiempo y terminar el round. Es una carrera desesperada: él sabe —probablemente
sabe— que si pasa estos días no será fácil sacarlo; sus oponentes más
entusiastas saben —probablemente saben— que si los pasa se va a vengar de
ellos. Aunque más no sea para que todos sepan que no se puede desafiar al
comandante gratis.
Por eso, mucha gente sabe que
ya quemó las naves: que no pueden ir para atrás, que solo pueden ir para
adelante. O al abismo. Mientras, Ortega se desarma: cada vez más sectores lo
abandonan. El poder solo se mantiene cuando realmente se lo tiene; cuando se
empieza a perder, los buitres se van a buscar carne más fresca. Hay, sobre
todo, incertidumbre, pero todos saben que la situación no puede prolongarse. O
el gobierno desactiva las protestas o las protestas terminarán por
desactivarlo. Y el gobierno no va a caer sin pelear: si llega ese
enfrentamiento, el ejército puede ser el árbitro. Si los protestantes
consiguieran una masa crítica podrían desbordar a la policía y a las turbas, y
entonces el ejército tendrá que decidir si defiende a su comandante jefe o lo
deja caer. Es cuestión de días, de semanas.
—¿Entonces, cómo termina todo
esto?
Le pregunto, y Sergio
Ramírez, el gran escritor nicaragüense, último Premio Cervantes, que fue
vicepresidente de Ortega entre 1979 y 1990, lanza la carcajada:
—Eso quién lo sabe… Este
diálogo es muy incierto. Hay dos universos totalmente distintos, el de Ortega,
que no está pensando en irse, y el de la sociedad civil, que piensa que sí.
Este choque de realidades va a determinar todo. A menos que haya una presión
mayor, si es que puede haber una presión sin sangre…
—¿Y puede?
Ramírez se calla, mira a
ninguna parte.
—Es una pregunta terrorífica,
esa. Bueno, tendría que haber una resistencia civil verdadera, tranques, paros,
paro general… Y por otro lado la presión internacional. Pero Ortega no piensa
irse y sin su salida no hay cómo seguir, porque la indignación es generalizada.
Dice Ramírez, y que el
problema es que el país necesita que Ortega desaparezca. Aunque, dice, eso no
significa que desaparezca el Frente Sandinista, porque es una fuerza política
importante, que aún en medio de estos crímenes terribles sigue siendo el 30 por
ciento de la población. O sea que hay que contar con ellos, dice, porque sin
esa fuerza tampoco hay estabilidad en el país.
—La gran dificultad es que
Daniel Ortega no tiene vida alternativa al poder, no es una persona a la que se
le pueda decir: “Bueno, coge tus millones y te vas a vivir a Estados Unidos”…
Dice, y nos interrumpe un
hombre muy sonriente. Estamos en un café en un mall; cada poco se acerca algún
desconocido, lo saluda, lo felicita, lo palmea.
—Estados Unidos no existe
para él ni tampoco los millones. Él no tiene la ambición de ser rico; su
ambición es tener poder. No tiene vida alternativa al poder, no es una persona
que se pueda retirar a una finca a cultivar café o escribir sus memorias; para
él solo existe el poder. Esa es la dificultad, el nudo gordiano. Además,
incluso si lo dejaran tomar su dinero e irse con su familia, ¿adónde se va a
ir? ¿A Cuba, a Venezuela? Sería ir de la llama a las brasas. ¿A Rusia? Y no
estaría seguro en ningún otro lado, porque ahora que la Comisión dice que hay
que investigar si no hubo ejecuciones extrajudiciales, y esos ya son crímenes
de lesa humanidad…
La Comisión Interamericana de
Derechos Humanos ya documentó, entre el 18 de abril y el 23 de mayo, 76 muertos
y 657 heridos: es, como dice Chamorro, “la mayor masacre de la historia de
Nicaragua en tiempos de paz”. Y ahora se suspendió el diálogo y las turbas
mataron a dos muchachos más.
***
¿CÓMO TERMINAN LAS REVOLUCIONES?
Y, OTRA VEZ: ¿CÓMO EMPIEZAN LAS REVOLUCIONES?
Lo bueno es que nunca nadie
sabe. Es tan alentador que haya momentos como estos, historias como estas, que
demuestran que todo lo que uno sabe es discutible: uno se cree que sabe cosas,
y en general son tristes, desalentadoras, razonables. Que suceda lo que nadie
previó, que, cada tanto, la realidad te demuestre que estás equivocado, es un
baño de humildad, un canto de esperanza.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ MARTÍN CAPARRÓS/ 29 DE MAYO DE 2018)
No hay comentarios:
Publicar un comentario