miércoles, 28 de septiembre de 2011

JUEGOS DE AZAR

El 20 de julio de 1935, el presidente Lázaro Cárdenas ordenó la clausura de todas las casas de juego que operaban en el país: los casinos, el bacará, los naipes, le ruleta, los dados y el tute, todos esos espejismos que promueven la filosofía del dinero fácil y, en nuestro tiempo, suponen la coartada legal más eficaz para el lavado del dinero producto del narcotráfico. En Tijuana quedaron cerrados los casinos de Agua Caliente y el Foreign Club y en Cuernavaca El Casino de la Selva.

No se acabó el mundo.

La medida pareció muy drástica a los tijuanenses, sobre todo a quienes trabajaban en los servicios de hotelería, bares, restaurantes y, por supuesto, en el Salón de Oro.

El célebre casino, durante los años de la ley seca en Estados Unidos, funcionó entre 1928 y 1935 y fue el negocio personal del gobernador Abelardo Rodríguez —con el que se inicia la tradición de políticos negociantes como Carlos Hank González— que se asoció, para taparle el ojo al macho, con unos tahúres gringos que circulaban como empresarios.

 Con la decisión presidencial, Agua Caliente empezó en 1939 a ser un Instituto Técnico Industrial dependiente del Politécnico (de la SEP) y daba techo y comida a estudiantes pobres que nunca hubieran podido ir a la escuela.

Ciertamente los trabajadores lo resintieron, pero la clausura “significó un avance decisivo en el aspecto moral y a la larga propició el desarrollo económico de la ciudad sobre bases más sólidas y saludables”, sostienen los historiadores David Piñera y Jesús Ortiz.

Como si hiciera falta, el magnicidio del casino Royale de Monterrey vino a destapar la cloaca de la política y el crimen. Por un lado se despacharon con “la cuchara grande” los funcionarios de Gobernación encargados del “ramo” —como Santiago Creel en la época de Fox y Francisco Ramírez Acuña en la de Calderón— y pronto se vio —gracias a los hermanitos Larrazábal— que del lado “empresarial” ejercían muchos “pájaros de cuenta”.

 Los funcionarios de entonces son los “casineros” de ahora. Por ejemplo, Iván Peña Neder, coordinador de asesores de Ramírez Acuña, se desempeña ahora como administrador y director general de dos casinos, en Michoacán y en Guanajuato, tierra de Chente.

De nada vale argumentar al “derecho a apostar” ni la libertad de empresa para justificar los nidos de componendas políticas que representa la escandalosa cantidad de casas de juego.

Menos vale la comparación extralógica y sofística de que los casinos no son panales de delincuentes porque allá en un pueblito de Nevada, cerca de Lake Taho, hay un casino y allí no ha aumentado la criminalidad.

Lo único que ha quedado claro es que asistimos ahora a un fenómeno que ya se había manifestado pero no de forma tan descarada: la homologación moral y política del PRI y del PAN, que por cierto no cumplió con su promesa de sacar al PRI de Los Pinos.

Antes al contrario, se convirtieron ellos, los panistas, en la práctica, en priistas de corazón. Se les echó de ver el cobre.

Por lo menos por alguna cosa buena y trascendente podría Felipe Calderón pasar a la historia si se atreviera a clausurar todos los casinos, las casas de apuestas, los books y los bingos en todo el país, como si fuera un verdadero jefe de Estado.

Pero para ello se requiere de mucho valor, de mucho coraje, de mucho arrojo y, sobre todo, de un gran amor a México.

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