martes, 13 de agosto de 2024

MALAYERBA: LA CREDENCIAL


Manuel el pesado: una pistola Walther enredada y siempre lista en los linderos de su pantalón, las muescas por tantas muertes firmadas por su cañón, y el poder de enfriar a alguien, darle piso.

Un día una persona que lo conoce le preguntó qué se siente matar a alguien. Hubiera sido mejor el silencio que diera pie a la especulación a ese bisílabo abominable que pronunció: nada, no siento nada.

Ya no respondió a la siguiente pregunta de su interlocutor, que más pareció una imprudencia: ¿Y alguna vez sentiste, sentías…?

Dio la media vuelta y se fue.

El codo de su esposa golpeándole la costilla lo despertó. Ei, levántate. Alguien está en la casa, alguien se metió. Tres de la mañana. Despegó los párpados. Esta vez no era un jale propio. Algún intruso se estaba aventando un jale en su casa.

Su esposa había escuchado pasos. Ruido en el piso de abajo, antes en el patio, la cochera. Pasos en los pasillos. Pasos en la escalera.

Se sentó en la cama. Bajo su almohada la Walther. Dos fusiles cuernos de chivo erectos, recargados en la pared, a medio metro del colchón. Ahí vio al intruso, traspasando la oscuridad de la recámara, y su silueta dibujándose por la escasa luz que permitían las persianas.

Saltó con la escuadra empuñada. El desconocido se vio sorprendido y salió corriendo del cuarto. Brincó por encima de los últimos cinco escalones de la escalera. Tropezándose logró alcanzar la puerta principal y a pasos agigantados evadió el barandal frontal.

Manuel en calzones. Con la camiseta blanca que siempre se ponía para dormir. Descalzo y con la Walther en la derecha. Corriendo tras él. Gritándole ei cabrón, hijo de tu pinche madre, párate, pérate chingada madre, pérate o te disparo.

Lo alcanzó a dos cuadras adelante. Ya traía una bala alojada en el muslo derecho. Cayó derrumbado, agitado. Él llegó poco tiempo después. Segundos atrás, igualmente excitado y tambaleándose.

No que no te parabas hijo de la chingada. Creíste que te podías meter en mi casa, como si nada. Que me podías robar. Te equivocaste, te equivocaste de casa y de cabrón. Ahora te voy a dar piso para que no te andes metiendo con cabrones.

El tipo se le quedó viendo: sobresaltado por tanto brinco y corrida, y asustado por Manuel y esa pistola que brillaba entre las piedras y el lodazal. Engrandeció los ojos. Quiso hablar. Pero Manuel se lo impidió. Un balazo en el pecho, de cerca.

Regresó despacio y seguro. Cuando llegó a su casa se dio cuenta que la ropa con la que había llegado a la recámara no estaba. Se la llevó este güey. Y recordó que en la bolsa del pantalón estaba su identificación.

Si lo encuentran tirado ahí, desangrado y sin vida, no hay pedo. Pero si encuentran mi ropa y la credencial me van a chingar. Se dio la media vuelta. Caminó de prisa pero sin la velocidad de la persecución.

El cuerpo seguía tirado. La sangre a los lados. Abrazando la ropa y otros objetos que eran parte del botín. Se agachó para recuperarlas. Y lo escuchó resollar. Tenía los ojos abiertos, igual de engrandecidos. Pero no los movía.

Sigues vivo, cabrón. Sigues. Tomó la pistola y jaló. Esta vez apuntando a la cabeza. Se llamaba, dijo para sí, para que nadie lo escuchara. Hizo el recuento: pantalón de marca, camisa negra y manga larga. En las bolsas la billetera. Y en la billetera la credencial.

Uf. Suspiró. Sintió alivio. Sintió nada.

Artículo publicado el 28 de julio de 2024 en la edición 1122 del semanario Ríodoce.

No hay comentarios:

Publicar un comentario