Déjate de chingaderas, le
dijo doña Mari. Le había encontrado al negro pequeñas porciones de mariguana y
chuqui y no era la primera vez. Cuando se dio cuenta, meses antes, que no solo
consumía sino vendía, casi se desmaya en la sala de la casa, que también es
cocina y comedor.
Ella sentía que su gobierno
en esa familia iba en picada. Hacía dos años que su esposo había muerto y
poquito después sus dos hijas se casaron apresuradamente. Siempre pensó que
había sido por lo mismo: la incertidumbre, la falta de dinero, el sálvese quien
pueda porque el barco se hunde, y su falta de autoridad. Desde entonces, doña
Mari lavaba y planchaba ajeno y aun así no le alcanzaba.
Déjate de chingaderas, le
repitió. Pero su hijo no parecía escucharla. Se agachó a juntar el guato de
yerba y luego caminó hacia el rinconcito donde dormía. Cerró abruptamente,
sellando el intento de diálogo. Él no levantaba la cabeza ni respondía a los
reclamos. Tal vez un sí, amá. No amá. Doña Mari no quería decirle a su hija
mayor, para no preocuparla. Pero aquello se le salía de las manos y se sentía
débil, cansada: las ojeras eran norias profundas, había bajado de peso y la
diabetes arreciaba. Le daba miedo la muerte, dejar a su hijo a la deriva y con
esa droga. Al fin optó por comentarle a la hija.
La hija se preocupó y el
sábado fue a buscar a su hermano. Oye, Negro. No la chingues. Mi amá se desmaya
por ti, no duerme de las preocupaciones. Ta enferma, cabrón. Agarra la onda. Tú
muy a gusto, vendiendo chingaderas y metiéndotelas por quién sabe dónde. O
dejas esto o te vas de la casa. Sí, sí, pinche amargada. Le prometió que el
lunes dejaría todo, que para entonces ya habría vendido lo que tenía. No quiero
ver a mi amá lavando ajeno. Quiero ponerle un changarrito, aunque sea chiquito,
pa que venda chuchulucos o ponga una cenaduría. Para eso quiero el dinero de la
droga.
Pobre de ti, pinche Negro.
Vengo el lunes y si veo algo de esto, te vas a la chingada. El Negro la miró
con coraje, pero hasta ahí. Asintió levemente. Salió de ahí enojada, frustrada.
Vio al Negro de niño, travieso y juguetón. Con muy pocos años ya se iba a la
tienda y luego sin permiso sus pasos alcanzaron más allá de la esquina, de la
cuadra y la colonia. Rebelde. Volvía transformado de esos trajines y con la
escuela no pudo.
Se alejó. Entre la rabia, la
tristeza, el dolor. Su madre enferma, frágil, y el Negro desorientado, enfermo
y delincuente. No quiero que lo maten, pensó. El lunes ella iba camino a la
escuela, a dejar a sus hijos. Bajaron los morros de la camioneta y prendió la
radio. El conductor daba las noticias de última hora. Esta madrugada, un
comando entró a una casa y mató a una mujer de setenta años. Iban por uno que
llaman El Negro, pero ella se metió.
Columna publicada el 21 de julio de 2019 en la edición
860 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/MALAYERBA/JULIO 23, 2019, 6:54
AM)
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