Eran cuatro hermanos, mocosos
y descalzos. Tan pobres que pasaban días comiendo solo mangos. Cuando mejor les
iba desayunaban sopitas con huevo, porque se robaban los blanquillos del
gallinero del rancho contiguo. Uno de ellos decidió cruzar la frontera y probar
suerte con los gringos. Llegó como pudo y se quedó.
Cuando los sinaloenses que
estaban allá se dieron cuenta que era de fiar, lo empezaron a enrolar en el
negocio: traslado y venta de armas de fuego. Compraban allá cajas y más cajas,
y las pasaban a este lado de la frontera y a buen precio. Un día le regalaron
una bonita, bien nutrida y pesada. Con esa podía traspasar el blindaje de los
carros.
Le fue tan bien que decidió
llevarse a sus otros hermanos y darles trabajo. Ya era jefecito de ese clan de
sinaloenses que surtían a los narcos de este lado del río Bravo y no podía
dejarlos abajo, en esa pobreza que insistía en arroparlos para que siguieran
muriendo de hambre y frío. Vámonos, allá tienen chamba cabrones. Solo dos
aceptaron. Al que se quedó le dio algo de dinero para que pusiera una tienda y
de ahí empezara a hacerse de un patrimonio.
Llevaban y traían. Lo que
fueron primero cinco, seis cajas, luego fueron decenas. Cartuchos y armas de
diferente calibre: de lujo, de gran alcance, grandes y chicas, fálicas y
ruidosas, de esas que guiñan con cada crac y clic que producen al mover los
aditamentos y chocar unas con otras y meter y sacar cargadores. Hasta el olor a
nuevo y a fierro y a pólvora virginal los atrapaba y hacía sentir fuertes y
poderosos. Y suspiraban.
En una de esas operaciones
los atoraron los policías gringos. No podían esperar a que los esculcaran, así
que empezaron los disparos. Ellos lograron huir pero uno de los agentes fue
mortalmente herido. A los días apareció en los diarios Recompensa por asesinos
de un oficial de migración. Daban detalles del tiroteo y presumían que se
trataba de narcos mexicanos que operaban desde el lado mexicano.
Los jóvenes se regresaron al
pueblo, a esconderse. Nada más seguro que esa fortaleza, ese blindaje amurallado
de pinos y otros árboles gigantes. Pensaron que nunca los encontrarían, pero a
los meses llegaron policías estatales y de la municipal. Agarraron a uno, el
que había iniciado en el negocio a los otros dos, y se lo llevaron. Entre los
agentes venían varios gringos. Dicen que eran del efebei, los ais y la dea.
Eran más altos, iban encapuchados y no hablaban.
El hermano menor, que era más
calmado, se sentó del otro lado del mostrador de la tienda y revisó en
internet. Encontró que el gobierno gringo festejaba la aprehensión de un capo y
que por él ofrecían una recompensa de un millón de dólares. Asesino, traficante
y peligroso: era su hermano.
Columna publicada el 3 de junio de 2018 en la edición
801 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 5 JUNIO, 2018)
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