Para Elías. Ese caballero medieval.
Era narco, narco. Narco
cabrón. Más que narco: narcazo. Si había un nivel previo a la de jefe de jefes,
era el de él. Había pasado de puntero a pistolero. Sus jales, impecables. Si
hubiera un álbum o salón de la fama de los mejores trabajos en materia de
ejecuciones, él estaría ahí con letras doradas, en el muro de honor, en la
sección de antología. Con letras brillosas y grandes.
En su casa de ese
fraccionamiento privado, había espacio para cuatro vehículos. Hubiera querido
tener una alberca, una cancha para futbol rápido, una área para practicar tiro
al blanco con su chanate, un fusil aerre quince, y un gimnasio en medio del
jardín, junto a una fuente de cantera rosa que trajeran de Sanalona. Pero
sacrificó uno a uno esos espacios porque quería una cocherota.
Hablaba de sus operaciones,
de las órdenes que daba ahora que estaba el frente de una célula, de su
relación con los jefes. Mis respetos, son los jefes. Nunca los criticaba ni
hablaba mal de ellos. Su adulación era más bien adoración. Cuando los nombraba
parecía construir con sus palabras un ramo de flores al pie de un monumento a
la deidad de esos hombres de plomo y fuego y sangre.
Decía que la policía se la
pelaba. Se refería a ellos con desprecio. Pinches achichincles, puro tacuache.
Y hacía esos movimientos con su derecha, flexionando la muñeca y sacudiendo el
puño. Altanero y entrón. Esa era parte de su fama, porque a la hora de la hora
era un hombre que no se rajaba. Y puro pa lante, mi jefe. Al cien con los patrones.
Pero sí retrocedía paso y medio cuando se refería a la marina. A esos putos hay
que tenerles cuidado.
Pero tenía una debilidad: los
carros de juguete. Por eso cuando le preguntaron qué quería que le regalaran,
dijo sin pensar un carro de juguete de control remoto. Y no le dieron un
bochito: era un carro Mustang rojo, de casi medio metro, con puertas que se
abrían y un motor cromado que funcionaba con gasolina y rugía como león. El
control era aparatoso también, con antena y botones de colores.
Lo sacó a la calle para
presumir. Llamó a sus amigos y vecinos. Lo puso en el suelo de asfalto y lo
prendió. Cuando gruñó el motor todos lanzaron un oh. Qué perrón, dijo uno más.
Aceleró, dio vuelta, lo puso en dos llantas, hizo aguilitas y derrapó y frenó de
una y subió y bajó de las banquetas por las rampas y desafió cunetas y
guarniciones. Estaba inspirado, mordiendo su labio inferior y aullando
estertóreo. Tanto que no vio venir un auto blanco, manejado por un joven
desprevenido. Crac. Aquello quedó untado en el pavimento. Se subió a la Ram y
fueron tras él. Lo alcanzaron, golpearon y amenazaron. Hasta que hicieron que
le pagara todo, hasta el funeral del Mustang rojo.
Columna publicada el 10 de junio de 2018 en la edición
802 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 12 JUNIO, 2018)
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