Tiene 78 años y es la única persona que
vive en La Gamuza, un poblado de Ramos Arizpe. Los demás fallecieron o
abandonaron esta tierra que Tere sabe de memoria. Sus cuatro perros, dos
cochinos y tres gallinas calman la soledad de su retiro. A veces recibe la
visita de su hijo... hoy, la de un reportero
Fotos: Vanguardia/Mayra Franco/Luis
Salcedo
Por: Jesús Peña
Fotos: Mayra Franco/Luis Salcedo /Luis
Castrejón
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Marco Vinicio Ramírez R.
Qué gusto, qué chévere, me
digo, cuando oigo ladrar los perros de la tía Teresa a la entrada de su choza
de tierra y carrizo, con seto de tabla.
Yo pensé que ya no
encontraría a nadie en La Gamuza, pero sí.
Salió la tía Teresa, sus
cuatro perros ladrando, con esos ladridos amermelados, a recibirnos.
Nada, que un tiro de culata,
que por andar buscando lo que no habíamos perdido fue que vinimos a dar hasta
acá, con ella, le digo.
Y ella se ríe con una risa
larga, pícara, desbocada.
Ella pensaba que ya le
traíamos algo, como mañana es Día de las Madres, un pastelito, una despensa, lo
que fuera…
Una parienta le avisó desde
la carretera por celular que la andábamos buscando.
Y como la parienta es medio
tremendita, malició lo de la despena y el pastel:
“Ai van unos de una
camionetita amarilla. Sabe quién serán”.
“Pero pásenle, pásenle”, dice
hospitalaria la tía, con esa hospitalidad de la gente de las pampas, sin gota
de decepción ni de enfado.
“Si viera que no me acuerdo
de usted”, dice.
Hace algunos años estuvimos
por acá para recoger la historia de su primo Ramón Villegas, le recuerdo, aquel
hombre ciego como extraordinario que hacía adobes, cortaba leña de mezquite,
echaba tortillas de harina y subía a la azotea de su casa, guiado solamente por
los ojos del alma.
No, la tía Tere no recuerda,
pero en fin.
No.
Hace ya tres años que su
primo Ramón murió.
Un dolor de cabeza.
Vino su sobrina Juana por él
y se lo llevó pa Ramos Arizpe.
Era la de la obligación,
señor.
A los seis meses lo trajeron
a enterrar al panteón de Santa Cruz.
Le dio un derrame.
La tía Tere lo cuidó siete
años como un día.
“Que traime leña, le llevaba
la leña, que traime agua, le llevaba el agua… Ah y si tienes una coca, traime
una coca”.
Fotos: Vanguardia/Mayra Franco/Luis
Salcedo /Luis Castrejón
Venía un vendedor y ya le
compraba lo que Ramón quería…
“Siete años como un día”,
dice parada delante de su chimenea, algo cociéndose en la lumbre, el resplandor
de una ventana grande pegando de lleno en el rostro arado por los años, la tía
Tere.
“¿Cuántos me calcula?”.
No sé, 70.
“78”.
Miro a la tía Tere y no sé
por qué pienso en esas viejecitas de campo: morochitas, cenicientas, espigadas,
correosas, nevados cabellos, manos rudas, la voz mansa, ojos de miel,
huaraches, delantal verde, de cuadritos, y debajo un vestido de un azul falso
con florcillas rosas, inciertas, de tan desteñidas.
Esa es Tere, la tía.
Porque todos los de las
rancherías vecinas le dicen así: tía, y ella se deja querer con esa querencia
de las viejitas de rancho y les dice sobrinos.
En su cocina: una mesa con
trastos, varias sillas, una estufa añosa, una pantalla que le trajo el hijo,
las paredes con la Última Cena, un almanaque, el sombrero de palma de la tía
Tere, sartenes colgando, una lámpara de petróleo, un reloj que paró a las 3:30
quién sabe si de la tarde o de la mañana de qué día, de qué mes, de qué año, de
qué siglo.
Quién sabe.
En La Gamuza es como si
tiempo se hubiera detenido.
No.
Aquí, ya nadie vive.
Y de los que vivían murieron;
otros se fueron a buscarse la vida a otra parte.
Nomás ella queda, sus cuatro
perros, sus dos cochinos y tres gallinas que tiene.
Ah, y un señor que cuida
vacas en una pequeña y que pasa las noches en una casita que está allá, por
aquella loma tirada.
De ai en más, nadie.
Estaban acá los hermanos de
la tía Teresa, un hermano y una hermana, nomás los tres, pero murió su hermano
y luego su hermana...
Dice la tía, el rostro
compungido, la voz quebradiza.
Pausa tensa, incómoda, nerviosa,
grave.
Pero no.
No se vaya a creer que ella
está sola; todos los días, pardeando la tarde, viene de Ramos su hijo Andrés,
“el Pichirilo”, y se queda a dormir.
Y así.
Va y viene, viene y va.
No.
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Salcedo /Luis Castrejón
Ella no tiene esposo, es
madre soltera.
Nomás un hijo tuvo: el
Andrés.
Ta casado. Tiene su familia.
El día 2 de abril completó 50 años.
De 20 se fue de La Gamuza a
trabajar y luego, luego se buscó la mujer.
Se la llevó muy tranquilo…
Es de aquí, de Fraustro.
¿Nietos?
Son tres.
No.
Van a ver a los otros
abuelos.
A ella nomas cuando tienen
ganas.
“Por eso le digo oiga, no se
vaya a enojar, agárrela… Yo porque así soy, lo que le voy a decir, se van a
reír de mí… Mire: nietos, sobrinos, hijos, todos nos dan en la pura madre,
¿cómo ve?”.
Que cómo veo, pregunta la tía
Tere, y cuenta con sus dedos toscos, rasposos, campesinos: nietos, sobrinos,
hijos, en la pura madre.
Y mucha gente la apoya:
“Oye, qué bien le pusiste esa
palabra, les digo, no, no es maldición, que la agarren a maldición...”.
La tía Tere no maldice.
“Póngase a pensar...”.
Si conociera a su hijo, puras
maldiciones, oiga.
Ella se queda asustada.
¿Entonces quién la visita
aquí?
“A veces tengo suerte y
vienen unos compadres, amistades, los sobrinos…”.
¿El Día de la Madre?
A veces su hijo, el Andrés,
le da el regalo.
Lo que puede.
Pos uno está de pobre.
Lo que puede.
“Pa qué nos andamos
regalando, pos si con la salud que tenemos basta”.
¿Ora?
No sé.
“Me daba un regalito así,
poquito. Ya para mí es una fortuna, que 50 o 100 pesos”.
Una fortuna, dice la tía
Teresa y el semblante se le enciende.
Fotos: Vanguardia/Mayra Franco/Luis
Salcedo /Luis Castrejón
“Le digo yo: ya con estas garras,
con eso tengo yo pa irme pa Santa Cruz”.
Pal cementerio de Santa Cruz,
dice la tía.
“Porque allá nos entierran a
todos”.
Es la verdad de las cosas.
Porque acá, en La Gamuza, en
estas tierras indomables del semidesierto ramosarizpense, un día más es un día
menos, morir un poco, morir de a poco.
Supongo.
Pero no.
Aquí no se llama así.
Aquí se llama El Carmen de la
Gloria, lo que pasa es que la tía Tere le puso La Gamuza en todos sus papales y
así se le quedó.
La Gamuza.
Pero no.
La Gamuza son ya puras
tapias.
Allá nació ella.
María Teresa Villegas
Villegas.
Después sus padres se mudaron
acá y acá fincaron.
Empezó a fincar su papá.
"Yo le estoy echando la
historia de La Gamuza", dice la tía Tere.
Y habla del general Coss y de
unos Farías, que eran los dueños de este pedazo de mundo.
La tía Tere y su familia
vivían en una tapia que está de aquí pallá, donde van las rodadas.
Allí nacieron, casi todos.
Eran seis hermanos. Ya lueguito se cambiaron de casa, y luego a otra y luego a
otra y luego a otra…
Los corrían los dueños.
Total que andaban toda La
Gamuza con el liacho cargao.
“Sí, yo así digo, lo más
claro es lo más decente. Y qué cree que decía mi papá, Dios lo haiga perdonao,
al cabo nos nos vamos a llevar nada…”.
Hasta que aquí fincó su papá,
y ya nomás fincó este cuarto y éste y ya se vinieron, jamás se han movido.
Sí, fíjese.
Me figuro a la tía Tere, no
sé por qué, como una asceta que vive en una cueva, apartada del mundo, lejos de
la civilización, comiendo yerbitas y raíces del monte.
No.
Tranquilidad. En este rincón
del mundo, el silencio y la soledad son lugares comunes, un día más es un día
menos, morir un poco, morir de a poco.
Si a ella le llama la
hermana, una que tiene en Ramos, tiene una hermana que ya nomás las dos quedan.
Que se vaya pallá, le dice.
Pero la tía Teresa no se va,
porque la hermana tiene una muchachita muy chismosa y la verdad ella no.
“Sí, mejor sola que mal
acompañada”.
Dice la tía y se ríe con esa
risa suya: larga, pícara, desbocada.
“Yo creo que están diciendo:
oye, pos qué señora, qué plática nos está echando”.
No, sí.
“Es la verdá de las cosas.
Qué más hacemos oiga”.
Ya se le apagó la lumbre de
la chimenea, doña…
“No mire, ya está
prendiendo”.
Dice la tía y echa más leña
al fuego.
Más leña al fuego.
Literal.
Imagino que para muchos el
aburrimiento debe ser esto:
Un pellejo de tierra erizado
de arbustos, de lomas, de tapias.
Su compañía. Cuatro perros
siguen a todos lados a la mujer de 78 años: “el Churrito”, “la Chilindrina”,
“la Paloma” y “León”.
Para mí no.
Para la tía Tere tampoco.
A sus 78 ella todavía
trabaja.
“Póngale que me da el
Gobierno cada dos meses, pero hay que trabajar”.
Se tulle la gente.
El Gobierno.
Mil 160 pesos, cada dos
meses.
Del 65 y más.
Pero todas las mañanas la tía
Teresa sale con el sol tierno a regar los árboles y a cortar la mala yerba en
una pequeña, como área verde, que es propiedad de unos señores de Monterrey.
No.
Poquito.
“Lo que sea son mil 900 cada
15”.
Dice la tía.
“Vámonos. Sálganle”.
Oigo que les dice la tía Tere
a sus perros, tres cachorros chaparritos y uno grandote, que todo este tiempo
se la han pasado echados debajo de la mesa de la cocina, sesteando.
“Ande, yo les pongo como se
me viene. Mire a ese chiquito que anda ai le gusta mucho viajar en los carros,
subirse a los carros y se sienta como una gente. Le gusta mucho pasearse”.
Cuando viene el hijo de tía
Tere, que trae su carro luego, luego el perrito arriba y se lo lleva a pasear a
Saltillo y a ella también.
Yo le digo “el Churrito”.
A esta “la Chilindrina”.
Aquella es “la Paloma”.
Y este es “León”.
Incansable. Un pozo redondo, angosto y
profundo, 22 metros, como un remolino subterráneo sin fin, de donde la tía Tere
saca el agua para los cochinos.
Los perros de tía Tere.
Si viera al “Churrito” cuando
se va mijo… luego luego quiere subirse al carro pa que lo lleve a pasear.
La tía Tere tiene que
agarrarlo en brazos o de plano meterlo a la choza y cerrar la puerta porque…
“Está zas, zas, zas, grite y
grite que se va con mijo. No, no, no ‘Churrito’, aquí haces mucha falta”.
Lo que pasa es que el perrito
ese tenía como roña en el pescuezo y no le habían dao al clavo, por eso se lo
regalaron al Andrés, el hijo de tía Tere.
Lo curaron con aceite de ese
negro, de los carros, y santo remedio, se curó.
“Mírelo ‘el Churrito’”.
Me dirá más tarde la tía
Teresa.
Ahora estamos en el corral de
la casa de tía con tía y sus cuatro perros.
La Tía Tere. Pienso en esas viejecitas
de campo: morochitas, cenicientas, espigadas, correosas, nevados cabellos,
manos rudas, la voz mansa, ojos de miel, huaraches, delantal verde, de
cuadritos.
Aunque en la casa de tía Tere
todo es corral, desde la entrada del rancho hasta el horizonte, que a esta
hora, las 4:00 de la tarde del 9 de mayo, es un globo tenso y azul.
En el chiquero de tabla, dos
cochinos.
Los cochinos de tía Tere.
“Quiero poner más pa
entretenerme…”, dice.
Pa entretenerse.
Nomás que uno, pos, le salió
chuequito, fíjese, ella cree que porque lo picó algún animalito, quién sabe.
El sol resplandece en la
llanura plagada de arbustos como costras, como arañas grises.
Acá el silencio y la soledad
son lugares comunes.
“¿Yo? Platico con los perros
y los cochinos. Ah, y tres gallinas que tengo”.
Sí.
“Es que yo me parezco a una
tía mía. La mamá de Ramón”.
Ella platicaba muy a gusto,
fíjese, y luego se contestaba.
“Y ora me acuerdo y digo: ay,
salió mi tía Vita del panteón. Luego un muchacho de allá me dice ay, doña Tere,
de repente se va a aparecer uste por ai, pos platica sola; le digo no, con los
perros… Oiga, no me esté retratando los pies”.
El chiquero. Afuera de su casa, tiene
dos cochinos que también le sirven de compañía, pues les procura agua y
alimento y hasta platica con ellos.
Le digo porque salen las
chanclas.
Acá es la noria de tía Tere.
Un pozo redondo, angosto y
profundo, 22 metros, como un remolino subterráneo sin fin, de donde la tía Tere
saca el agua pa los cochinos.
¿Pa tomar?
No.
“Como a veces le caen
pinacates o lagartijos, ya ve que las rendijtas. Le digo… de por sí pilla uno
que me duele la cabeza o un pie o un brazo y luego…”.
Vamos andando con la tía
Teresa y sus perros, “el Churrito”, “la Chilindrina”, “Paloma” y…
Falta uno…
Ah así, es “León”.
No.
Él no viene.
Ya sabe que se tiene que
quedar cuidando la casa.
En la trocha que separa a El
Carmen de La Gamuza vieja, la mera tierra de la tía Tere, sopla un viento de
catástrofe.
¿De jugar?
Puro jugar.
“Pos ya ve que uno jugaba a
las muñequitas, se usaba mucho. Ora no, pos puro lujo: que el carrito y que
esto y que lotro. Era que entonces estaba uno más pobre que ora”.
Más pobrecito.
“Estaba muy bonito”. La tía
Tere nos lleva al lugar donde nació: “cuando estaba todo fincado, estaba muy
bonito, pos es mi tierra”, aunque ahora es un poblado fantasma.
“Por eso le digo a mucha
gente que viene, siempre salgo con la chancla, pos qué anda uno presumiendo si
se crio uno con huarachitos, como dice la canción, de cuatro agujeros”.
Dice Teresa.
Y suena su celular.
Es raro.
Un celular en medio de esta
tierra feroz.
Un celular entre tanta nada.
“Nada, aquí. Voy paseándome
con unos señores. Vienen a conocer La Gamuza”.
¿Es su hijo?
“Sí él es…”.
“Soy madre soltera, no le
digo. No se quiso casar el hombre. ¿Cómo ve?
“Ya ve que ahorita hay mucha
gente entremetiche y empiezan que esto, que lotro, que pallá y pacá, que esto y
que no te creas…
“No, pero, fíjese, lo saqué
adelante al Andrés, ai ta”.
Seguimos por la trocha con el
sol echado al espinazo.
Canijo calor.
La tía Tere se viene
acordando de Ramón, su primo, el hombre ciego y extraordinario que miraba con
los ojos del alma:
“Se nos jue Ramoncito y de él
me acuerdo, no se me olvida porque empezaba grite y grite. No me decía Teresa,
me gritaba Esa… Cuando quería una cosa empezaba: Esa, con aquellos gritotes.
“Aquí es donde nacimos”,
señala los cimientos de lo que fue la casa familiar: un cuarto de adobe para
ocho: el papá, la mamá y sus seis críos.
“Ya iba, ¿qué quieres
hombre?, sí, tenía que gritarle, pos no oía, tenía que gritarle.
“No, pos quiero esto y quiero
lotro. Deje a ver si tengo y si no, pos hasta el día que venga el señor del
mandado.
“Aquí es donde nacimos
nosotros. Mire.Esa es la entrada”.
Dice tía Tere y señala los
cimientos de lo que fue la casa familiar: un cuarto de adobe para ocho: el
papá, la mamá y sus seis críos.
“Mire. Ai ta la seña”.
La seña, dice la tía Teresa.
Parece que hubiera llegado un
ventarrón y borrado del paisaje la casa de tía Tere y su estirpe.
“La tumbó un señor, Dios lo
haiga perdonao, si todavía estaba muy buena”.
Oigo que dice Teresa.
El viento bramando, aullando,
gritando, bufando.
El viento.
Guardián de las ruinas.
“Estaba muy bonito, cuando
estaba todo fincado, estaba muy bonito, pos es mi tierra, tengo que decir que
estaba bonito...”.
Ahora son las puras ruinas.
Despojos de vidas, de
recuerdos, de tiempos.
“Las casas estas de cuartos
como bodegas, techos hasta el cielo y paredes espesas, eran de los Farías. Sí,
fíjese. Las tenían bien arregladas, pero como dejaron mucho tiempo sin venir,
pos empezaron a entrar las ratas y se robaron todo”.
¿Las ratas?
Tierra feroz. El sol resplandece en la
llanura plagada de tapias, de arbustos como costras, como arañas grises. Fotos:
Vanguardia/Mayra Franco/Luis Salcedo /Luis Castrejón
“Sí, las que roban… Ese
cascarón de adobe sin techumbre ni puerta era escuela”.
Allí estudió la tía Teresa.
¿Su maestra?
Muy buena.
Era raro que castigara.
Su maestra.
Se llamaba Bertha Aguirre.
Vivía en el rancho con su
mamá.
Se iba todos los sábados en
la mañana y para el domingo en la tarde ya estaba otra vez acá.
En el rancho.
La maestra.
“Mire. Éste era el salón. Y
ahí pusieron el pizarrón. Ya no quedó nada”.
¿La maestra?
Se casó con uno de Las
Imágenes.
“Mire. Aquí era la capilla”.
Dice la tía Tere.
Dentro, el vacío.
Una capilla de adobe sin
santos, sin velas, sin flores, sin bancas, sin nada.
La capilla.
Desnuda.
Solitaria.
Profanada.
“Tenía su Virgen de San Juan,
sus santos, nomás que se los robaron”.
No.
Abandono. La iglesia, la
escuela y otras casas de La Gamuza han sido saqueadas por las ratas de “dos
patas”, dejaron el Sagrado Corazón y la Virgen porque están clavados, dice
Teresa.
“Si antes dejaron ese Sagrado
Corazón y esa virgencita, porque están clavados pero…”.
Pobrecitos.
“Y luego, ¿qué cree que
hacen?, vienen a buscar dinero. Mire. De aquí sacaron”.
Dice la tía Tere señalando en
la capilla unos mosaicos levantados, la tierra floja, y platica de camionetas
que entra y salen.
“Atínele cuánto sacaron.
Nomás mirábamos las joyas”.
¿Usted las vio?
“Sí”.
Añales tenía la tía Tere que
no venía pacá.
“Todo se acaba”.
Dice Teresa y yo me pregunto
si eso es la melancolía, la nostalgia.
De regreso a El Carmen por la
misma trocha, sus perros pisándonos los talones, le hago a la tía Teresa una
pregunta boba, nomás pa sacar hebra:
Tendría muchos novios, ¿eh?
“No, pos no muchos. Así,
amistades”.
Y anduvo en bailes, ¿no?
“Sí, pero casi el baile a mí
nomás no. La que sí se reía mucho era mi hermana, Dios la haiga perdonao. Ella
todavía así como estaba, le faltaban 15 días pa 91 años, movía los pies, los
movía…”.
Por el camino me entero que a
la tía Tere le gusta rezar, ¿qué reza?, bueno, lo que sabe, y que es adicta a
la Virgen de Guadalupe.
Ya hace rato que los perros
de tía Tere nos sacaron ventaja, que nos dejaron atrás.
Llegando al rancho los
encontramos echados a la sombra de unos mezquites que dan mucha sombra.
Y como los mezquites están a
la orilla del pozo de agua llovediza que se formó cuando el papá y el hermano
de tía Tere escarbaron pa hacer adobes, pos están más bonitos.
“Anda asoleado ‘el
Churrito’”, dice tía Tere.
Nos sentamos un poco a
quitarnos el calor, bajo el cobertizo de parches que hay a la entrada de la
choza de tía Tere.
Testigo. Teresa Villegas ha visto cómo
poco a poco los que vivían en La Gamuza han muerto y los otros que se han ido a
buscarse la vida a otra parte.
Le digo a tía Tere que
estaría bueno nos llevara a visitar lo que queda de la casa de su primo Ramón.
“¿La casa de Ramón?”.
No, se asusta si ve la casa
de Ramón.
Llena de pájaros.
Y la sobrina sin venir.
“Le dije: ya la casa, pa
cuando vengas, no es casa”.
Dice la tía Tere.
Y echamos a andar rumbo a la
casa de Ramón.
Detrás de la puerta verde de
lámina, soldada al marco por la
mano del tiempo: un nido, un
santuario de golondrinas.
Cagadero de golondrinas
invadiéndolo todo.
Es la casa de Ramón.
Ahí está su chamara.
Su cuadro del Sagrado
Corazón.
Su cama.
Su castaña.
Su mesa.
Sus trastos.
Todo está como él lo dejó
antes de morir, que se murió.
Todo está como la última vez
que estuvimos aquí, con Ramón.
No crea que está sola, ella
recibe a diario visitas de su hijo Andrés y llamadas de personas de otras
rancherías, quienes la tratan con respeto y le dicen: tía.
Pero entonces no había
golondrinas ni cagadero de golondrinas.
“Ora las golondrinas son las
dueñas de aquí”.
Dice tía Tere.
Cayendo la tarde, el cuarto
de tía Tere es un museo permanente en el alma de la estepa:
El cuadro con una flor
amarilla que hizo tía Tere cuando estaba en el último año de primaria.
La cama de fierro de su
abuela.
La foto familiar a blanco y
negro donde aparece un general Florentino García que estaba casado con una tía
de Tere, hermana de su papá.
Y la Virgen de San Juan que
era de su abuela.
“Ya ve que todo lo de los
muertitos recojo y luego cuando yo me muera pos… ya…”.
Le digo a la tía Tere que me
gustaría volver.
Sí.
Que seguro vuelvo a La Gamuza
pa seguir platicando con ella, no sé cuándo.
No sé.
Pero que vuelvo.
“Si vivo pos ai toy, si no
pos… ni modo. Otra gente le va a decir: pos ya no existe. Sí, porque ya ve, la
muerte nos lleva y nos lleva… ¿Cómo ve?”.
El tiempo se detuvo. El
cuarto de tía Tere parece un museo permanente en el alma de la estepa del
semidesierto de Ramos Arizpe.
Fotos: Vanguardia/Mayra Franco/Luis
Salcedo /Luis Castrejón
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