lunes, 30 de mayo de 2016

EL TRAGO MÁS AMARGO; CICATRICES DE LA DEVASTACIÓN NATURAL


Segundos bastaron para que la vida de cientos de acuñenses cambiaran radicalmente. El miedo ahora es un vecino habitual…

Jesús Castro | Saltillo, Coah.- Es viernes. Mediodía. El viento que choca contra las casas emite silbidos intermitentes que recorren las calles de la periferia en Ciudad Acuña, en la frontera de Coahuila. El cielo se tapiza de nubes. Las plazas se vacían. Un relámpago eriza la piel del taxista. “¿Viene otro tornado?”, pregunta. En sus ojos no hay curiosidad, sino miedo. Lleva un año así, esperando al verdugo que un 25 de mayo les robó la paz.

La temperatura comienza a descender. Algunas gotas de agua. Las nubes tornan gris el día y el viento parece arreciar. La gente cierra las puertas o entra a sus casas, y vuelven a preguntar. “¿Viene otro tornado?”.

Es Lourdes Hernández Perales la que contesta. Dicen que no, que no es un tornado, que cuando vuelva el asesino que le arrebató a su esposo, a su hijo y a su nieto, lo va a reconocer.



Está de pie. Se detiene en la cerca de su casa en la calle San Juan Bosco, de la colonia Altos de Santa Teresa. Ésta es de dos pisos, reconstruida, dicen que reforzada. La original, esa de un solo piso, la que compraron hace 12 años con el crédito de Infonavit de su marido, ya no existe.

“Ahora oímos los truenos y todo, y unos dicen que tienen miedo, yo no, porque los oigo y digo ‘no son igual a los de ese día’”, platica la mujer.

Pero aquella vez todavía no lo conocía. Por eso, por más que bufaba, no le tuvo miedo. Eran como las 6:10 de la mañana del lunes 25 de mayo de 2015 cuando despidió a su esposo Abel Contreras Márquez. Besó la frente de su hijo Abel Contreras Hernández y los vio subir al auto familiar. Iban al Conalep, del que dos meses después el joven de 18 años se graduaría.

Les dijo adiós por la ventana porque llovía, tronaba fuerte y el viento no dejaba de golpetear el vidrio. Allí se quedó esperando a su hija Zaida, la casada, la que todos los días le llevaba al pequeño Oswaldo Govea, de 11 meses, para que se lo cuidara y ella pudiera ir a trabajar a la maquiladora, una costumbre recurrente en la ciudad fronteriza.

Vio el coche llegar y detenerse frente a la casa. Corrió por una colcha para salir por el niño y entonces tronó como si todo el peso del cielo se hubiera dejado caer sobre el techo. Fueron segundos de un rugido que arañaba paredes y agrietaba el suelo. El viento entró hasta la cocina revolviendo todo a su paso, partiendo la casa en dos.

Cuando la razón volvió, Lourdes corrió sin saber qué había pasado. La calle estaba vacía. Aún no reaccionaba. Pensó que su hija había arrancado, que se había ido a toda velocidad. Levantó la vista y vio el desastre. Autos sobre las casas, techos caídos, gente sangrando. Alguien que la vio impávida se lo dijo. Había pasado un tornado. Corrió a buscar a su hija y a su nieto.

Intentaba reconocer el auto entre el montón de escombro y fierros retorcidos a media cuadra de su casa, y fue ahí donde vio a Zaida, tirada en la calle, golpeada, llorando. Volteaban a todos lados buscando el coche, al niño. “¡Dónde está el niño!”, gritaron desesperadas.

Y con ese grito siguieron recorriendo las calles. Pensó entonces en su marido y en su hijo, quienes no se comunicaban, no contestaban el celular. Nadie sabía de ellos.

“Yo pensé que por ahí estaban escondidos o que habían alcanzado a salir o a ir a donde ellos iban. Pero pues no llegaban y nunca llegaron, hasta que me dijeron que estaban muertos”. Cuando dice esto, la mujer se quiebra. El dolor que inunda de tristeza aquel recuerdo le comienza a brotar por los ojos.

Se le viene a la mente que fue ella a quien llevaron a la plaza principal de la colonia para que reconociera los cuerpos, y ya no aguantó más. Se desplomó. Del llanto vino la crisis nerviosa, y se puso mal, muy mal. La trasladaron al hospital deshecha, muerta por dentro. Estuvo internada varias horas. Pronto arreciaría la tormenta afuera y las malas noticias adentro.

Al siguiente día, rescatistas encontraron debajo de los escombros el cuerpo sin vida del pequeño que fue arrebatado de los brazos de su madre, cuando intentó salvarlo del coche que el tornado elevó por los aires. Oswaldo fue el último en ser agregado a la lista de 14 fallecidos en las colonias Santa Teresa, Altos de Santa Teresa, Santa Rosa y Las Aves.

De aquello ya pasó un año. Todavía el dolor inflama el pecho de doña Lourdes, quien ha sobrevivido porque aún le quedan tres de sus hijas casadas –entre ellas Zaida– y otro varón, aún soltero. Vive de la pensión que le dejó su marido y del apoyo de sus hijos.

Ha pasado un año de oraciones, apoyo familiar, pláticas, psicólogos, y todo tipo de distracciones, pero el dolor no desaparece. Hay veces que se acentúa. El 10 de mayo, por ejemplo, o este 25 de mayo, cuando al despertar recordaron que a esa hora un tornado les cambió la vida.

Aunque con todo su dolor, dice que si vuelve a suceder ya no los toma desprevenidos. Que aquel día 25 fue ella la que permitió que su esposo y su hijo salieran, pudiendo decirles “no se vayan, está muy feo”. Ahora ya sabe, lo conoce. Cuando vuelva, estará preparada para defender a su familia.

“Yo digo que yo la reconocería, porque yo miro que vienen las tormentas y suenan las alarmas y platico con los vecinos, y les digo ‘no son iguales, no va a pasar nada’, porque no es lo mismo que esa vez”.

CON SUS ‘PICHURRITOS’

Ese día 25 comenzó la pesadilla. Lo dice Cristina Morales Santos. Está sentada en una banca del parquecito memorial a los fallecidos por el tornado, a unos metros de la placa con los nombres de Alejandra Almaraz García, junto a los de Melany y Jonathan Morales. Eran su cuñada y sus sobrinos.

Todos los días acudía Alejandra a dejarle a los niños –sus “pichurritos”, les decía ella– para ir a trabajar a la maquiladora.

Melany, de 4 años, iba al kínder. Alegre y juguetona, a la niña le gustaban las princesas y decía de sí misma que era “Frozen”.

A Jonathan, de 2 años, lo llevaba a la guardería, lo recogía a las 5 de la tarde y después no dejaba la pelota de futbol en toda la tarde.

Prácticamente vivían en su casa, a dos cuadras de la de su cuñada Alejandra, en la colonia Santa Rosa. Por eso también le decían “mami Cristi”.

Un viernes antes del tornado, Alejandra le dijo que el lunes no se los llevaría por la mañana. Que le habían cambiado el horario para las 5 de la tarde y que ese día iría a almorzar con su mamá. Se despidió de ellos con un beso enorme, como siempre.




El lunes despertó con el estruendo de lo que pensó. Era una tormenta, de esas que comenzaban a ser una novedad en Acuña. Se asomó por la ventana y vio el desastre. Una vecina le dijo que fueran a ayudar, porque del otro lado del libramiento había mucha gente herida.

Corrieron asustadas. Vieron camiones volteados, casas destruidas y gente llorando por todas partes. Que había sido un tornado, les dijo un hombre que se acercó a pedir ayuda porque tenía los brazos fracturados, y su esposa una herida en la cabeza.

Para ese momento su marido la había alcanzado. Les pidieron ayudar para sacar a un hombre atrapado debajo de un camión, cuando a ella se le vinieron a la mente sus sobrinos. Corrió a la casa de su cuñada. Al llegar comenzó a gritar “¡Melany, Jonathan, Ale, ¿dónde están?, vámonos!”, les decía. “¡Ya vámonos, ya nos tenemos que ir!”. Nadie contestaba.

Un vecino le dijo que no había nadie, pero Cristina insistió, pues en su corazón sabía que ahí estaban. Fue entonces cuando vio parte del techo caído. Ingresó por la orilla de la vivienda, se asomó por un boquete y los vio. Eran los pies colgantes de sus sobrinos.

“Salí y empecé a correr, a gritar que me ayudaran a sacarlos. Llegué con mi esposo y le digo ‘ayúdame a sacarlos, los niños están abajo del techo y Ale también’”. Cristina lo cuenta con la voz temblante y la mirada perdida, como si lo estuviera viviendo de nuevo.

Ella ya no se acercó. Desde lejos vio cómo su esposo y otros vecinos hacían maniobras. Y comenzaron a sacarlos. Ella esperaba verlos salir, golpeados, asustados, pero no. Fueron saliendo cubiertos con una manta. “¿Por qué los tapan?”, decía ella, “¿por qué están tapados?”.

Se negaba a asimilarlo. En minutos llegaron sus papás y le dijeron que por qué lloraba. Sólo alcanzó a decir entre sollozos que corrieran a la “troca”, que fueran a ver a la “troca”, que ahí estaban los niños, que ahí estaba Alejandra.

“Mi papá va y los mira que ya no estaban respirando, que ya estaban muertos”, dice la mujer, y el llanto la consume. Respira un poco. Llora en silencio. Y luego cuenta que lo mismo pasó con su hermano, el papá de los niños, a quien llamó por teléfono sin tener el valor de contarle lo que había pasado.

El hombre que también iba rumbo a su trabajo se bajó del transporte y tomó un taxi. Cuando llegó, le preguntó lo que había pasado. Que fuera a la “troca”, que estaban en la “troca”, insistía ella llorando. Y el hombre fue. Recuerda la escena con el grito desconsolado de su hermano aferrándose al cuerpo de sus niños.

Desde entonces nadie en la familia lo asimila. A veces piensa “al rato vienen, al rato van a llegar”, pero no es cierto, se dice a sí misma, y luego llora. Y entre más pasa el tiempo, más duele la ausencia.

“¿Qué piensa del tornado?”, se le pregunta. “Fue lo peor que nos pudo haber pasado, la peor pesadilla, porque fue una pesadilla lo que vivimos, no nomás para mí, sino para mucha gente que perdió a su familia, a sus seres queridos”, contesta.

Con todo y su dolor, le queda un consuelo: que Alejandra cumplió su promesa, aquella que hizo después de que un día llegó y le dijo jugando a su suegra que ya le iba a regalar a los niños, que se portaban muy mal. La señora le tomó la palabra, pero que se los dejara con todo y papeles.

“Y ella le contestó ‘no, los ‘pichurritos’ son míos y a donde yo vaya ellos se van conmigo, en donde yo esté, ellos siempre estarán conmigo’”, recordó Cristina, y agregó “y mire, Dios le concedió el deseo, se los llevó junto con ella, ya están los tres juntos en un lugar mejor, aunque uno todavía no lo acepte y se pregunte por qué”.

DOS LÁGRIMAS, NOMÁS

Brayan no llora. Sí, se llama Brayan, y no Bryan, como lo escriben los gringos. Lo deja muy claro el jovencito de 15 años que parece todavía no asimilar lo que le quitó el tornado.

Está sentado a unas cuadras de la calle por donde su papá, Ricardo García Cruz, pasaba todos los días para iniciar la ruta del transporte público. Ahí, en los Altos de Santa Teresa, junto a la plaza por donde estaba un arco rojo que daba la bienvenida a la colonia y que el viento hizo pedazos.

Un día antes Ricardo llegó a casa como a las 9 de la noche. Pasaba casi todo el día afuera, trabajando como chofer. Se había separado de su esposa, por eso era él quien se hacía cargo de los dos hijos mayores. Les pagaba la secundaria y les procuraba techo y alimento.

Esa noche, como casi todos los días, se dio tiempo para platicar un rato mientras les preparaba tortas para cenar. Dicen que era regañón, pero esa noche se dio tiempo para bromear un poco. Después los mandó a acostar, cuando la mujer con quien se había juntado llegó.

“Yo fui el último que lo vio en la noche porque nos dejaba dinero para comprar tortillas en la mañana, fue lo último que dijo, que ahí nos había dejado dinero para las tortillas y para la escuela”, recuerda Brayan.

Vivían en la colonia Evaristo Pérez. Su padre había salido de ahí desde las 5 de la mañana a trabajar, para dar la primera ronda. Pero para las 8 no se reportaba. Fue su mujer quien despertó a Brayan y a su hermano.

Que había un tornado. Que su papá estaba perdido. Que desde hace dos horas que no contestaba el teléfono. Salieron a buscarlo. Preguntaron en la ruta. Los mandaron a los hospitales. Un familiar los llevó al IMSS. Ahí una tía que es enfermera se los dijo. Que le había tocado reconocerlo, porque tenía la cara desfigurada. Que estaba muerto.

“Sentí dolor, tristeza. Me salieron dos lágrimas, algo así”, dice de ese momento Brayan, cuando estaba entre si creerlo o no. Lo creyó hasta que fueron a recoger el cuerpo para el funeral y luego a enterrarlo al municipio de San Pedro de las Colonias, de donde era originario.

  
Los choferes le contaron que su papá no estaba en el camión cuando inició el tornado. Esperaba pasaje afuera del vehículo cuando inició todo, por eso lo elevó y azotó contra el suelo en la plaza de la colonia, mientras que a otros compañeros no les pasó nada.

“Nos dijeron después, un taxista que había pasado por aquí, que lo había visto, que estaba tirado por unas canchitas que había, que ahí estaba tirado, dicen que estaba vivo”, platica el jovencito, con voz entrecortada por sonrisas nerviosas y esquivando miradas.

Cuando pasó el funeral se fueron a vivir con su mamá, a la colonia 5 de Mayo, aunque en realidad habitan en casa de su tía, en una segunda planta. Desde entonces no estudia. Dejó inconcluso el segundo año de secundaria porque no hay dinero para eso. Además, tampoco cuenta con documentos, porque la pareja de su papá se los llevó y no saben dónde encontrarla.

A veces extraña a su papá, sobre todo por las noches, cuando llegaba cansado y él le preparaba pepino con chile para que se refrescara, y porque era cuando podían platicar. Se pone triste, baja la mirada, pero nomás unos segundos. Luego se repone y sonríe nervioso.

El tornado le quitó a su padre y también la posibilidad de seguir estudiando. Todavía no lo asimila ni le tiene miedo ni coraje al fenómeno natural. Ahora sólo piensa en seguir dando el rol con sus amigos y a ver si el próximo año entra a la secundaria. De ese tamaño son los huecos que dejó el tornado.

SIN TRANQUILIDAD

En la esquina de la calle Granada, número 200, todavía vive Édgar Manuel Morales. El padre de familia que hace un año vio de frente el tornado segundos después de que inició en la entrada de los Altos de Santa Teresa, tomó a sus hijos y esposa en brazos, los metió debajo de la cama y esperó a que el viento terminara de ensañarse destruyendo todo dentro de su casa.

Su esposa Leticia no quiso salir. Todavía se altera cuando le recuerdan el tema. Los niños no, son más inocentes, pero tampoco hablan de eso con frecuencia. Édgar lo entiende, todavía él mismo se asusta cada vez que llega una tormenta. Siente que en cualquier momento volverá.

El tornado los marcó, como a la mayor parte de los habitantes de las cuatro colonias afectadas. No hubo quien no se asustara cuando vieron volar un drone por el libramiento, ahí donde hace un año se apiñaron miles de toneladas de fierros viejos, escombros y desechos de las 960 casas o 200 autos que el tornado fue deglutiendo. “¿Viene otro tornado, verdad? Si no, ¿por qué andan otra vez los reporteros por acá”, dijeron la semana pasada.

Y es que esa y la siguiente semana las tormentas arreciaban. Frentes fríos y tormentas cálidas como las que se sintieron aquel día y que según las autoridades, provocaron el fenómeno. Incluso el martes y miércoles hubo alertas de tornado en Coahuila, según el Sistema Meteorológico Nacional, y los acuñenses volvieron a temblar de miedo.


Se necesitarán cientos de horas con el psicólogo para sacar de sus vidas el temor que les infundió presenciar la furia de un tornado, dice el Alcalde de la ciudad, Evaristo Lenin Pérez. Por eso en las colonias también se han implementado clases de zumba, baile, manualidades y otras actividades recreativas para amas de casa y niños, para que se ocupen, para que dejen de pensar, para que dejen de tener tanto miedo.

Pero no todos han tenido la oportunidad o el tiempo de ir al psicólogo o asistir a las actividades ocupacionales. La mayoría se ha comido su temor y lo ha ido exudando como puede. Édgar Morales, por ejemplo, dice que tardó más de seis meses en dejar de asustarse por todo.

“De perdido como medio año, porque de primero sí nos afectó, porque pues pensábamos es otro tornado que va a pasar, y para dónde vamos. Si comienzas otra vez, te da como mala memoria de lo que pasó, se te viene lo mismo y tratas de escapar de eso, porque pues fue un tornado, y una vez que lo vives ya tu cuerpo responde a eso”, platica el mexicano naturalizado estadunidense.

Ha tardado en sacar de su memoria haber salido aquella mañana a la calle y ver muertos. Imágenes que se quedaron en sus pesadillas cada que lograba cerrar los ojos durante los meses en que dejaron su casa para que fuera reconstruida.

“Es algo que se te queda en la mente, ver a alguien que no se mueve, que no responde, es algo que te cambia la vida. Vimos muchas cosas, familias buscando familiares, pues es algo que no te tratas de acordar mucho, porque sí duele”, recuerda el padre de familia.

Confiesa que sí, que aún viven con el temor, sobre todo cada vez que escuchan la alerta, aunque sólo sea una prueba. O durante una lluvia o la llegada de vientos fuertes, pero que no pueden dejarse conquistar por el miedo para siempre, que hay que prepararse por si vuelve el tornado.

Édgar ya lo hizo. A pesar de que la constructora les aseguró que reforzaron el baño de las pequeñas casas que les rehicieron para que se refugiaran ahí en caso de un nuevo torbellino, él creó su propio refugio en el último cuarto, en el que duerme uno de sus hijos.

Lo que hizo fue tapiar las ventanas. Sellar la habitación por completo para refugiarse allí, a donde las ráfagas de aire no penetren o hagan flujo. Dio indicaciones a sus hijos de meterse ahí en caso de contingencia y les prohibió salir de la casa cuando haya alerta de tornado, vientos fuertes o tormenta.

No confían tanto en las casas que les reconstruyeron. La mayoría siguen siendo muy pequeñas y del mismo material. En la de Édgar desde hace meses se trasmina el agua por las paredes, a veces inundando la sala. La constructora, esa cuyo lema es “casas para toda la vida”, ya lo sabe, pero no ha hecho nada para remediarlo.

Con todo y eso, no se compara con lo mal que la pasaron ese 25 de mayo. Aprendieron la lección. Tiene miedo, pero están preparados. La generosidad de la gente los dotó de muebles y una camioneta, porque la suya se las destrozó el tornado. Aún no le dan vuelta a la página, dicen, pero en eso están.


AÚN NO VEN LA LUZ

Aquella mañana el viento entró sin piedad a la sastrería de Valentina Jiménez Torres. Se llevó cientos de metros de tela negra que había comprado para confeccionar un pedido de más de 100 togas que le encargaron en una secundaria de Piedras Negras.

Las máquinas industriales de coser que había comprado con mucho sacrificio se estrellaron contra el techo, quedando inservibles. El hilo, las medidas, los patrones, el resto de los uniformes que ya había hecho, todo se perdió. También el pedido. Les quedó la deuda.

A un año de aquello, Valentina todavía llora cuando lo recuerda, porque aún no terminan de pagar aquella deuda. Son 19 mil pesos restantes que siguen pesando en el bolsillo, en un negocio que no se pudo recuperar, al que ya no llegan pedidos grandes como antes. Dice que cuando se pierde un contrato como ese, ya no eres recomendado, simplemente quedas mal y no te contratan.

En aquel entonces, cuando fue víctima, se hizo responsable. Que les iba a pagar, les dijo. Le dieron plazo, no le condonaron la deuda, a pesar de saber su condición, y ha cumplido. Pero levantarse de la nada, generar dinero para comer y vivir, pagando poco a poco esa deuda, la tiene exhausta.

“Sí fue una cosa muy fea de hace un año. Ya va a ser un año y las cosas siguen igual, tal vez hasta peor, pero estamos vivos. Yo creo que ya es ganancia”, comenta Valentina, mientras nos muestra el tallercito con dos máquinas de coser, una regalada por un comerciante local, otra prestada, y una hiladora rentada, porque no hay para comprar una propia.

Fue ese tallercito el que se volvió su casa temporalmente cuando en la que vivían tuvo que ser demolida y reedificada. Apretujados y todo, salieron adelante ella, su marido y tres hijas, la luz de sus ojos. Una de ellas, Tatiana, la que le cambia las lágrimas de pena por las de felicidad.

“Ahorita una cosa nos devuelve la sonrisa al rostro. La niña chiquita, la que está en sexto de primaria, pasó a la siguiente etapa de la Olimpiada del Conocimiento, va a Saltillo a la etapa estatal”, comparte la mujer mientras se limpia las lágrimas del rostro.

Se llama Tatiana Monserrat Martínez. Una casi adolescente morenita y carismática que aquel día del tornado nos habíamos encontrado por las calles llenas de casas derrumbadas, intentando ayudar a quien lo necesitara.

Dice que no le agrada la idea del aniversario del primer año del tornado, que le da miedo acordarse. Regresar a su mente las casas caídas, los autos sobre los techos, el camión en el patio de la casa de su amiga con el chofer muerto adentro. Le atemoriza recordarlo, pero más que se vuelva a repetir.

En aquel entonces dijo que le gustaría llegar a ser alcaldesa de Acuña para hacer algo en esos casos de contingencia y ayudar a la gente con casas mejor construidas. Ahora lo cambió. Dice que sueña con ser presidenta de México. Ya dio el primer paso para llegar a Los Pinos, aunque sea de visita. El 19 de mayo presentó en Saltillo la última etapa de la Olimpiada del Conocimiento.

Lo está logrando a pesar de la desgracia, del tornado, de la pobreza, de cuatro salones derrumbados de su primaria aquel 25 de mayo, de recibir clases en aulas móviles o hacer la tarea en el piso, la mesa o donde fuera.

“Estoy muy contenta de ir hasta allá, y aunque fue muy difícil, lo pude lograr”, expresó Tatiana con el rostro sonriente, ese al que su madre tiene que mirar todos los días para intentar olvidar lo que les arrebató un tornado hace 12 meses. Y con eso tiene para devolverle la fe en que un día todo cambiará.


LO QUE SIGUE

El rostro de José del Carmen Ayala fue conocido porque, al salvarse de ser tragado por el tornado, se levantó del suelo directo a rescatar niños atrapados bajo los escombros de la calle Ignacio de Mayela.

Moreno, de grueso bigote y amplia frente, a José se le vuelve a poner la piel de gallina cuando recuerda aquel día en que salió de su casa a las 6:15 de la mañana. Lo sabe porque todos los días, incluso ahora, antes de salir, observa el reloj junto a su cama para calcular el tiempo que hará hasta la parada del transporte que lo lleva al trabajo.

El hombre quiso recrear aquel momento. Su salida por la puerta que da al patio. El recorrido hacia la calle. Caminar media cuadra a contraviento y ubicarse bajo el transformador del otro lado de la acera, donde esperaría la ruta. Pero ya no pudo esperar nada. El viento lo envolvió.

Fueron fracciones de segundo en que alcanzó a ver de reojo el enorme embudo que se aproximaba sin misericordia. Intentó correr hacia su casa mientras el aire lo zarandeaba cubriéndolo de tierra, de lodo. Sintió dos golpes fuertes en la cabeza y en el último intento por salvarse se tiró de bruces hacia donde estaba la pared poniente de su casa.

“Mi idea era meterme y cubrirme ahí en la casa y lo que hice fue tirarme de ese lado al suelo y fui a caer hasta aquel lado. Cuando me levanté de ahí, ya no estaba la casa. ¿Qué quiere decir esto?, que si yo me quedo unos dos minutos adentro, o si hago por meterme ahí, me lleva con todo y casa”, expresa.

Cuando se levantó, aturdido y desorientado, se dedicó a correr de un lado para otro auxiliando a sus vecinos. Primero sacó a una niña que su padre cubrió con el cuerpo cuando el techo de la casa se desplomó. Después siguió sacando menores de entre los escombros en otras calles.

Aquella tarde lo perdió todo, pero volvió a vivir. Los siguientes días fueron de recuerdos intermitentes cada vez que volteaba hacia el cielo y una nube gruesa o un viento fuerte, los rayos o la lluvia le devolvían el miedo a otro tornado.

Fueron meses de recuperar la confianza, de respirar profundo, de intentar aprender de lo vivido. Volver a su casa cuando se la reconstruyeron y recibir regalados todos los muebles en sustitución de los que perdió en el tornado. Dice que lloró de alegría cuando se los entregaron.

Y de aquella experiencia obtuvo algo más: confianza en sí mismo.

Cuenta que antes de ese día era muy serio. Difícilmente reía o convivía con la demás gente. Vivía sumido en la rutina de su trabajo sin pensar en los demás ni en el mañana, en que ese mañana podría no llegar.

A partir de entonces le sonríe a la vida, aprende de lo bueno y también de lo malo, sea un tornado o una tormenta, o cualquier otra cosa que se pueda llevar nuevamente su casa, sus muebles o su vida. Prefiere decir que mientras pudo vivió al máximo y amó a quienes estaban a su alrededor.

“Cambió mi vida, sí cambió mi vida al ser más consciente. Ahora lo que puedo hacer es pensar que todas las cosas son positivas para todos, no estar pensando en el pasado, sino en el presente, olvidarnos del pasado”.

Lo dice con una sonrisa, pero sabe que la cicatriz de quienes perdieron familiares es grande y no será fácil recuperarse. Tiene esperanza en que aprendan a vivir con ello y de que en 10 o 20 años ya no duela tanto.

Se cumplió un año del día más triste en la vida de cientos de acuñenses. Tañeron las campanas en señal de duelo y recordaron que el 25 de mayo de 2015 un fenómeno natural categoría F3 marcó sus vidas para siempre. El viento, sus vidas, los muertos y las colonias reconstruidas son los ecos del tornado.




(ZOCALO/ RUTA LIBRE/ 30/05/2016 - 10:49 AM)

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