Dos
patrullas de los verdes iban por el libramiento, despacio. Vieron a lo lejos
una camioneta con luces altas y al conductor de la que iba adelante le llamó la
atención y se lo dijo al capitán. Tú dale, respondió. Siguieron de frente y
aquella seguía arremangada, avanzando hacia ellos, por el carril contrario, en
zigzag.
Alcanzó
a decir mi capitán cuando la tundra negra ya se les había ensartado de frente.
El del volante de la camioneta dio reversa y se fue contra la otra que venía
atrás, a la expectativa. El oficial que manejaba esa amarró bien sus manos al
volante, para aguantar el trancazo. Y así se mantuvo, todo apendejado, cuando
le llegó de frente el vehículo lleno de civiles en la doble cabina.
Unos
soldados habían salido volando. Otros, los menos, permanecieron ahí,
atarantados por el golpe y sin poder reaccionar. Los fusiles quedaron
repartidos azarosamente en el pavimento y quienes apenas se incorporaban
parecían monos de alambre, armables, que se esmeraban, todavía zonzos y
aturdidos, en volver a poner en su lugar brazos, cabezas y piernas, para
enfrentar esa apabullante realidad.
El
primero en reaccionar fue el capitán, que vio cómo uno de los de la Tundra se
acomodaba al cuerno de chivo para dispararles. Tomó el getrés y jaló el gatillo
para barrer a balazos indiscriminadamente aquella escena de película
jolivudense. Cayeron unos y otros, de ambos lados. Los proyectiles pasaban y
parecían frenar cuando rozaban su cabello, sus hombros, los brazos. Algunos de
los soldados permanecían en el suelo, heridos y todavía choqueados por tanto
chingazo y tan seguido. Todo pasaba velozmente y en cámara lenta.
Cuando
no quedó ningún civil de pie, el capitán se preguntó de dónde habrán salido
tantos parientes de escarfeis para que se les enfrentaran tan demencialmente.
Así porque sí. Empezó a recorrer la escena de sangre, muertos y heridos. Ayudó
a sus soldados. Sintió tibia la panza y la pierna derecha. Estaba herido pero
no se acalambró. Cuando vio a la ambulancia y los paramédicos se recargó en lo
que quedaba de la patrulla para no desfallecer.
Camino
al hospital se preguntaba por qué esos jóvenes, entre burguesitos y
malandrines, habían elegido chocarlos y luego enfrentarse a balazos. Ya en
camilla, en el hospital, un oficial se acercó y le dijo que tenía que hacer un
reporte, que había muchas bajas y que no se explicaban cómo habían pasado las
cosas.
El
capitán contestó, aún conmocionado, que nunca pensaron que los chocaran de esa
manera y que se armara el zafarrancho. Luego les llegó el reporte: antes de ese
enfrentamiento, los de la Tundra habían matado a más de cinco ahí, cerca, y
venían huyendo. Pensaron, mi capitán, que usted los quería atorar.
(RIODOCE/ COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER
VALDEZ/ 21 JUNIO, 2015)
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