Tenía un genio de la chingada. Y siempre andaba armado. Uno sabía
que había llegado a la casa o al barrio o a donde fuera porque marcaba
el viento con sus gritos, y entonces todo se rompía a su paso y los
presentes borraban sonrisas y las arrugas se instalaban entre ojos y
boca y aquello se echaba a perder. Sí, era él.
Empistolado pero de a madres. Y no solo la que llevaba fajada,
también enriflado. Cuando se pusieron de moda los a erre quince, él fue
uno de los primeros que lo portó. Atrás dejó el eme uno que tanto le
gustaba. También en eso fue de los que estrenaron ese fusil automático.
Hablaba de la precisión de su chanate. Sin tanto escándalo ni patada, jalaba cabrón y el animal escupía de lo lindo fuego y plomo. Pum pum pum. Tas tas.
Se lo terciaba. Rara vez lo agarraba del asa porque decía que no era un
maletín y que le quitaba lo cabrón porque él no iba a andar así y que
tenía que abrazarlo y traer siempre el dedo cerca, muy cerca del
gatillo.
A su casa, su arribo era el despido violento de los que estaban ahí
de visita. Empezaba con los morros que jugaban con sus hijos. Órale
pinches morros, a chingar a su madre. Vayan a hacer cochinero a otro
lado. Si no lo escuchaban o entendían o se tardaban en reaccionar,
sacaba el cinto o un mecate y les daba duro en la espalda, las piernas,
la panza.
Y entonces era una corredera. Siempre lo era tratándose de él. Igual
pasaba en el barrio: los niños y jóvenes no debían estar en bolitas en
las esquinas, pisteando o fumando o jugando al futbol o a la baraja, ya
tarde. Pasaba y arrasaba. A gritos, a patadas y chicotazos. Los arreaba.
Su paso significaba que había que correr, esconderse, buscar refugio.
Ese día llegó más temprano que de costumbre. En la casa solo estaban
los hijos y preguntó por su mujer y entró y barrió todo con sus pasos y
esa mirada de cuchillo y sombras. Dónde está la cabrona de tu madre, le
dijo a uno de los hijos. Fue con mi abuelita, a visitarla.
Olisqueó. Nada de comida. La casa a medio limpiar. Los niños hechos
un desorden, igual que todo en esa casa. Parecía salirle humo por las
orejas y esos dedos, esas manos, lanzar fuego. Agarró el chanate y fue a buscarla. No vivía lejos de ahí y la localizó en la cochera de la vivienda.
Insumos para su mal genio. No le gustaba que se saliera de su casa y
que dejara de prepararle comida. Prohibido que él llegara y que ella no
estuviera. Prohibido y fatal. La tuvo de frente y levantó el fusil y
acabó con el surtido que tenía en el cargador. Treinta y tantas balas.
Ella tirada, inmóvil. Él sacudiendo el arma, desconcertado porque esta
se había apagado.
Le preguntaron por qué lo había hecho. No había comida. No estaba en la casa. Y andaba de mal humor.
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