jueves, 22 de noviembre de 2012

CÁRCELES: UN NEGOCIAZO EN MÉXICO

Reforma

Una de cuatro partes | México, DF.- Aquí en la cárcel todas las puertas tienen una llave que las abre. El asunto se reduce a una cuestión de precio.

“A ver la llave”, dice el custodio y uno le muestra el dinero. Si es suficiente lo coge y te deja pasar; si no es suficiente también coge el dinero, pero no pasas.

En cada puerta hay un guardia que, inevitablemente, para poder cruzar, te pide “la llave”. O simplemente estira la mano. Hay llaves de uno o dos pesos y otras de millones; todo depende a dónde lleva la puerta que quieres cruzar. En esta como en todas las prisiones hay decenas de puertas, aunque sólo una es la que realmente importa.

Algunos, como el desgraciado Ezequiel, no tienen ni un peso para entrar al baño y hacen sus necesidades donde pueden... aunque luego apesten y los custodios les aticen.

Otros, como aquel narco guatemalteco del que ya nadie se acuerda, tienen los millones de dólares con los que se abre la puerta grande, la de la calle, sin problemas, como tantos otros que van y vienen.

Las cárceles son laberintos llenos de rejas, puertas, retenes, aduanas, bardas, barreras que parecen ideadas para impedirte el acceso aunque, en realidad, son sólo parte del negocio. En el fondo, a nadie le interesa prohibirte el paso; lo que importa es que pagues por cruzar por ellas.

Si necesitas ir al juzgado tienes que pagar varias veces: porque te avisen de la audiencia, para salir de la celda, del dormitorio; pagar en cada pasillo, en el túnel, en la aduana, en la mesa de registro, en el acceso al juzgado... y lo mismo de regreso. Si quieres –y puedes– también pagas una escolta para que no te asalten en el trayecto y te roben hasta los zapatos. Y eso que es obligatorio ir al juzgado cuando te mandan llamar.

Lo mismo sucede cuando tienes que llegar a la enfermería, al locutorio con tu abogado, a una sala a recibir a tu visita, al baño, a los talleres a trabajar, al área escolar, a algún curso, entrar a algún dormitorio, al pasillo de los teléfonos públicos o, simplemente, a donde reparten la comida. Todo tiene precio y puedes ir a donde quieras, incluso afuera, a la calle, siempre y cuando pagues.

Los puestos, lugares y ganancias se reparten entre las autoridades, los custodios y los padrinos, aunque los que verdaderamente deciden son estos últimos (“es mi chavito, ponlo en la entrada”). Y, cómo no va a ser así, si son los que tienen el control.

En cada turno hay entre 100 y 150 custodios para todo el penal, mientras que los presos somos más de 10 mil; nomás es cosa de hacer números, como en el tema de las llaves. Es un negocio millonario, de los muchos que hay en la cárcel.

Tan sólo en el tráfico habitual dentro de una prisión son decenas de miles de pesos diarios los que se obtienen por estos derechos de paso. Y todo eso sin mencionar los permisos, favores, irregularidades, entradas y salidas o, de plano, fugas, que tienen otras tarifas dependiendo de jerarquías, número de implicados, consecuencias...

Los sonidos de la cárcel

En la cárcel, de día y de noche, hay ruidos constantes. Quizás el más perturbador sea el de las rejas.

Rejas que se abren y cierran violentamente, puertas que se azotan, pasadores que corren, barrotes que se golpean, sin importar la hora, ni para qué (“¡ya despierten cabrones, están en la cárcel!”).

Sólo hay unos lugares en los que esos ruidos no se escuchan: las áreas en donde los internos están “trabajando” por teléfono.

Son zonas de la cárcel en las que las llaves son escasas y a las que entran pocos internos, pero no las autoridades ni los custodios.

En cada celda de estas zonas hay varios internos “trabajando” con sus celulares: gritan, amenazan, fingen la voz, dan órdenes, amedrentan, insultan, exigen o lloran, según sea el caso. ¿Qué hacen? Están secuestrando o extorsionando a alguien: a la esposa, a la hija, al hermano, al papá... de alguien.

Entrar ahí es jugarse la vida porque están jugando con la vida de otros: “Hijo de la chingada, ya te chingaste, o pagas o mañana tienes el dedo de tu hija, ¿es Katia no?...”, “¡Papá, papá, por favor hazle caso a estos señores...!”, “No nos interesa tu familia, quiero tu lana porque no eres más que otro pinche explotador...”, “¿Tía? Ayúdame por favor...!”, “¡Me vale madre quién eres o pagas o mato a tu Andresito!””.

No puedes entrar para no interrumpir. No puedes levantar la voz, ni distraer, ni sorprenderte. Es un gigantesco y organizado “call center”.

Hay varios en cada dormitorio. Todos pagan para no ser molestados y que los dejen trabajar. Ellos hacen el negocio: planean, investigan, convocan, negocian, ordenan,
distribuyen...

Las puertas están por todos lados: en las celdas, pasillos, patios, salas, túneles, etcétera. Son tantas que los custodios no son suficientes para estar en todas por lo que tienen su propia organización para controlar muchas puertas por ellos: “los llaveros”. Se trata de internos que trabajan para los custodios; tienen las llaves de celdas, pasillos, algunas salas, áreas de teléfonos, entre otras, y cobran por dejar pasar.

Al cabo de cada turno pagan su cuota al custodio para el que trabajan. Generalmente están en las áreas menos riesgosas y cotizadas; son los más barateros.

Sin embargo, también a ellos les llega su oportunidad de hacer buen dinero. Como cuando se la cobraron al “Jorongo”.

Ya debía muchas aquí en la cárcel. Custodios, internos, hasta él mismo, sabían que eso no podía durar. Por eso pagó para que lo mandaran a la zona de protección. Pero... ahí también hay “llaveros”.

La tarde que entró al pasillo para ir a su celda y escuchó cómo cerraban, al mismo tiempo, la reja por la que pasó y a la que se dirigía, supo lo que le iba a suceder.

A pesar de que siempre cargaba puntas y navajas bajo su jorongo, lo hicieron picadillo. Todos se preguntaban cuánto les habrían dado a los que lo apuñalaron y a los “llaveros” que cerraron la trampa.

Esto es la realidad

Puede ser que, como en alguna ocasión anterior, se diga que esto que escribo es mentira, que yo no existo y soy un personaje creado por la redacción. Ojalá fuera cierto para que yo no tuviera que pasar por esto. Pero, desgraciadamente, no es así. Aquí sigo: en la cárcel.

Tal vez haya quienes piensen que son falsos o exagerados mis relatos, pero me consta que ocurren tal y como los escribo.

Hay muchas historias que podría contar porque en la cárcel pasan cada día cosas difíciles de imaginar, como si fuera un mundo paralelo al de afuera aunque, desgraciadamente, no es más que una parte inhumana, amarga, peligrosa de nuestro mismo mundo.

Los que mueven este mundo son pocos. Los que viven de él muchísimos: internos, familiares, custodios, autoridades. Nadie sabe con exactitud los flujos de “la lana”, pero se mueve mucho dinero: hay secuestros millonarios y extorsiones jugosas; también hay quienes pagan de inmediato 4 o 5 mil pesos por un secuestro que no existió, quienes compran tarjetas telefónicas, quienes pagan miles y miles y recuperan a su hija mancillada; o también los que recuperan a su hijo traumatizado para toda la vida. Hay quienes recobran a su madre y la ven morir poco a poco... y todos ellos tuvieron suerte.

Todo sirve para el crimen, pero el directorio telefónico es un tesoro, pues no hay que estar haciéndole al tonto buscando números. Pero también se utiliza la sección amarilla, los anuncios en la prensa, las tarjetas de presentación. Lo único que se necesita es un dato, la punta de la hebra.

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