viernes, 30 de diciembre de 2011

DE INDOCUMENTADO A NEUROCIRUJANO

Alfredo a los 19 años en la gasolinería paterna. La historia de un inmigrante mexicano cuyo esfuerzo, talento e inteligencia lo han convertido en un reconocido médico hoy dedicado a la búsqueda de la cura del cáncer.

Alfredo a los 19 años en la gasolinería paterna. Foto: Especial

A los cinco años, Alfredo Quiñones Hinojosa trabajaba en la gasolinería de su padre; a los 19, con 65 dólares en el bolsillo y sin hablar inglés, saltó ilegalmente la valla entre México y Estados Unidos (EU) y comenzó a trabajar en los campos de California; a los 34 se graduó cum laude en Medicina por la Universidad de Harvard, y hoy, a los 43, es neurocirujano e investigador en el hospital Johns Hopkins de Baltimore, uno de los más prestigiosos de EU.

Al preguntar por el despacho 111 del edificio Phipps, la recepcionista lo identifica de inmediato: “Sí, el del Dr. Q”. Son las 11 de la mañana y está comiendo un sándwich mientras revisa correos electrónicos: “Aproveché el ratito mientras llegabas”. Desde las siete de la mañana está en el hospital, y no se irá antes de las 10 de la noche. Realiza dos o tres cirugías al día y visita hasta 30 pacientes de clínica. A esto se suma la investigación en el laboratorio. “En la hora que ha estado contigo, le han llegado 70 emails”, me contará después uno de los miembros de su equipo.

La primera impresión es la de un hombre afable, de risa fácil y sonora. Viste chaqueta americana, tejanos y botas de estilo mexicano. Cuando habla, salta del español al inglés y gesticula con las mismas manos con las que antes recogió tomates y ahora maneja el bisturí y el microscopio.

En su despacho, empapelado de títulos y diplomas, guarda recuerdos de sus pacientes. “Fíjate, este dibujo me lo mandó una paciente que lleva seis años batallando contra un tumor cerebral”. En varios rincones hay apilados ejemplares de Becoming Dr. Q (Convirtiéndome en el Doctor Q), su recién publicada autobiografía, que dedica a su hermana Maricela, quien murió siendo un bebé cuando él tenía sólo tres años.

“Viví una vida muy feliz. Nací en una familia pobre, humilde, pero feliz”. Porque Quiñones nació en Palaco, a las afueras de Mexicali. El mayor de cinco hermanos, era un niño travieso de imaginación desbordante, pero siempre un estudiante aplicado. Soñaba con ser astronauta:

 “Desde pequeñito yo tenía una inquietud, una necesidad, una sed de explorar el mundo”. Su abuelo paterno, Tata Juan, lo llevaba a pasear por la montaña obligándole siempre a seguir los caminos más largos y escarpados. “La lección de no escoger el camino fácil, de buscar el camino que nunca se ha caminado, abrir una nueva vereda, se ha mantenido conmigo y continuará por el resto de mi vida. Yo nunca escojo el camino fácil”.

SALTAR LA VALLA
Quiñones estudió para ser maestro de escuela. Cuando se graduó, la crisis económica que vivía México en los años ochenta lo llevó a seguir el camino de la emigración que ya habían emprendido algunos de sus tíos y primos. “A los 14 o 15 años yo ya estaba inquieto por la situación económica del país, por tanta pobreza, porque la brecha de clases aumentara. A pesar de que México es un país hermoso, yo no estaba contento. Me daba cuenta de que en mi casa estábamos hambrientos; no del hambre de salir adelante, estoy hablando de que no teníamos nada que comer. Mucha gente piensa que vine a EU porque tuve una opción: vine porque tuve una necesidad. Mandar dinero a mis padres para comer, así de sencillo”.
El primero de enero de 1987, un día antes de su aniversario 19, saltó la valla que separa Mexicali y Calexico para recoger tomates, brócoli y algodón en el Valle de San Joaquín (California). “Mover las líneas de riego era peor de lo que había oído. Cualquiera que llevara botas o zapatos se hundía hasta la rodilla en el barro y quedaba atrapado. Podía ir el doble de rápido si iba descalzo, aunque seguía hundiéndome en el barro hasta las rodillas y mis pies pronto estaban llenos de arañazos, congelados y sangrientos”, recuerda en su autobiografía. Empezó a acudir a la escuela nocturna para aprender inglés mientras trabajaba en el puerto de Stockton (California) y como soldador en la compañía de ferrocarril. “Esos años de trabajo me ayudan a identificarme con las personas humildes en este país. Mis pacientes que vienen de raíces humildes saben que yo no soy una persona diferente a ellos”, asegura.


Alfredo Quiñones, de traje al centro, con sus compañeros y alumnos del hospital Johns Hopkins.
Alfredo Quiñones, de traje al centro, con sus compañeros y alumnos del hospital Johns Hopkins. Foto: Johns Hopkins
RUMBO A HARVARD
La decisión de estudiar inglés cambió su destino. Animado por sus profesores, cinco años después de haber llegado a EU consiguió una beca para entrar a la Universidad de Berkeley, donde se graduó en Psicología y comenzó a interesarse por la neurobiología. Hasta su último año en esa universidad no tuvo claro que quería estudiar Medicina.

La influencia de su familia volvió a ser determinante; su abuela había sido curandera y matrona en Mexicali. “Había aprendido, entonces sin saberlo, de Nana María, su dedicación al cien por cien en el cuidado de sus pacientes. Si yo tenía el mismo don para curar, no lo sabía. Pero conocía que la felicidad por ayudar a otros era parte de mi carácter, adquirido a través de mi ADN”, escribe en el libro.

Quiñones consiguió ser admitido en todas las facultades de Medicina a las cuales aplicó. Se decidió por Harvard. A pesar de contar con un expediente brillante, en algunos momentos su confianza flaqueó, y fue fundamental el apoyo y la ayuda económica que le brindaron profesores dedicados a reclutar a candidatos de minorías raciales.

“Estas universidades me dieron la oportunidad a pesar de que tengo un acento. Fue una combinación de buenas notas, esfuerzo, dedicación y de mucha gente que dijo: ‘Este joven va a tener un futuro brillante en este país’. Pero en aquel entonces la situación política y económica era diferente.

Cuando yo entré a Berkeley existían las cuotas para que los jóvenes de raíces hispanas pudieran entrar. Eso ha cambiado mucho. No vamos a poder continuar en este país, sacarlo adelante, si no hacemos una reforma comprensiva de la inmigración. Pero lo que yo le digo a la gente es que, primero que nada, como hispanos en este país tenemos que estudiar, tenemos que mejorar”.

En 1997, 10 años después de haber llegado al país, consiguió la nacionalidad estadunidense. “Hoy sería imposible”, reconoce. “En los años ochenta Ronald Reagan y el país abrieron sus puertas.

 Dijeron: ‘Vamos a hacer una amnistía para aquellos que han estado más de 10 años trabajando y les vamos a dar una tarjeta verde”.

Me pongo a pensar en por qué no podemos hacer una reforma conveniente no sólo para emigrantes, sino también para el país. Pero la situación política ha sido tan difícil que ahora nos enfocamos en el odio y en tratar de culpar a los inmigrantes por todos los problemas que tenemos.

Lo mejor que yo puedo hacer es seguir haciendo mi neurocirugía, mi investigación, para ser un modelo a imitar, para así poder ayudar a que nuestro gobierno diga:

‘Bueno, si tenemos este grupo de estudiantes hispanos que lo están haciendo muy bien, por qué no ayudarles’. Es una responsabilidad mutua, no nada más es una responsabilidad del país, sino también de nosotros como emigrantes”.
PROFESOR DE NEUROCIRUGÍA
Quiñones recuerda en su libro las palabras de uno de los profesores que le empujó a intentar entrar en una universidad de la Ivy League: “Alfredo, esto no es sólo por ti. Allí donde vayas estarás creando oportunidades para otros. Si recuerdas esto, te sorprenderá lo lejos que puedas llegar”.

El doctor asegura que sigue sintiendo ese peso. “Definitivamente siento todos los días que tengo una responsabilidad enorme. Yo pienso que con una gran educación y oportunidades nace una gran responsabilidad. No toda la gente toma esto en serio; ése es un problema que tenemos como inmigrantes en este país: que cuando empezamos a salir adelante nos olvidamos de que hay gente detrás de nosotros que necesita ayuda.

El neurobiólogo especialista en cáncer en el célebre hospital de Baltimore, Maryland.El verano pasado estuve en México, llevé a mi equipo para hacer cirugía a gente humilde, porque uno de mis mejores amigos, mi mentor, me invitó. Me dijo: “Estás creciendo mucho, haciéndote famoso como neurocirujano, pero tienes que regresar a tus raíces; que nunca se te olvide de dónde vienes”.
El neurobiólogo especialista en cáncer en el célebre hospital de Baltimore, Maryland. Foto: Keith Weller
INVESTIGACIÓN PIONERA EN TUMORES CEREBRALES
El Dr. Q dirige el laboratorio de células madre en tumores cerebrales. En la puerta, junto al cartel con su nombre, hay dibujado un muñeco con sombrero mexicano. Allí trabajan 25 estudiantes de pregrado, maestría y doctorado y residentes de neurocirugía de México, España, Bélgica, Tanzania, China, India, Egipto, Perú y EU.

Al doctor Quiñones le entusiasma la investigación. “En nuestro laboratorio, el quirófano es una extensión. Hago a los pacientes parte de la historia. Cuando entran al quirófano, en vez de tirar su tejido lo mandamos al laboratorio. Para poder estudiar esos tejidos he tenido que pedir muchas becas para mis estudiantes; un laboratorio como el mío cuesta cerca de un millón al año”.

Pero sus resultados les han valido conseguir financiación federal. “Cuando el tejido llega al laboratorio, intentamos entender cuál es el origen del mal, si existen células madre en esos tumores y si esas células madre empiezan migrar y a moverse del centro de ese tumor. Uno quita ese tumor, pero ya las células se han movido y han migrado.

Y esa es la razón por la cual no lo podemos curar, porque quitamos lo que podemos quitar, pero yo pienso que las células madre, esa es nuestra hipótesis, han migrado y no sabemos cómo identificarlas. Estamos investigando el origen de estas células. El reto más grande que tengo cada día es tratar de dar a mis pacientes la esperanza de que podemos encontrar una cura contra el cáncer”.

Beatriz Barral

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