Javier Valdez | |
Su padre pisteaba mucho. Pero Ángel siempre decía que era bueno y divertido, y que le pesaba mucho no haberlo tenido durante parte de su infancia y adolescencia: murió cuando era pequeño. Por eso se propuso no faltarle a su hijo de apenas un año, acompañarlo, verlo crecer. Venía huyendo de un pasado que no dejaba de perseguirlo y despertarlo, sudoroso y agitado, en medio de la madrugada. Algunos hermanos y parientes habían tenido que esconderse en otras ciudades luego de un pleito estúpido en el que relucieron las armas y los fogonazos. Cuando pensó que las aguas eran calmas y el aire impoluto regresó. Fecundó el óvulo de su novia, una adolescente que tuvo que dejar la escuela para casarse con él, resignada y sorprendida por el embrión que saltaba en su vientre, rebosante de amor. Así nació él, de un padre veinteañero y una madre que a punta de golpes asomaba de la adolescencia y se entraba a una etapa de adultez y responsabilidades, que eran ajenas a su edad, pero propias de ese bultito que se movía y galopaba, aunque no pasaba del portabebé y la cuna. Ángel contó con la ayuda de su madre y sus suegros. Trabajaba en un taller de carpintería y era evidente que además de un poco de dinero para que a su hijo no le faltaran pañales y leche, buscaba guaridas en los brazos, manos y miradas de otros adultos, a falta de su padre. A mí no me va a pasar, decía. Sebastián me tendrá porque no quiero que crezca como yo crecí, sin mi apá: yo lo quería mucho, recuerdo que era juguetón, que se llevaba bien conmigo y con mi amá, a pesar de que era muy borracho y no salía de las cantinas. Su padre había sido su alma y cuando murió, víctima de una enfermedad que tenía prisa y era silente, sintió que algo por dentro también se le moría. Pero no el recuerdo. Quizá por eso se empecinaba a retar al tiempo, al destino, a la muerte hiperactiva, cobarde y latente: mi hijo no sufrirá lo mismo que yo, tendrá padre y estaré cerca y lo veré crecer. Era su rezo, su primera oración, la frase del centro, su alimento, esperanza y vocación. Apuró sus manos asidas a la lija. Arrugó y endureció sus dedos, de tanto tallar. Maqueó las superficies y se llevó el barniz y la pintura a sus prendas y soñó con que esa cocina, esa mesa de centro, ese mueble en la sala o la recámara, que logró parir, eran para él, su mujer y su hijo. Esa noche quiso irse de vago con sus amigos. Escogieron ir a bailar, a un antro. Había cerveza y droga, pero él quiso nomás lo primero. Se divertían cuando su codo golpeó contra el brazo de alguien más. Discutieron acremente y pareció que todo iba a quedar ahí. Un remolino de gente que no conocía hizo de aquel lugar una mezcla de músculos tensos y miradas como cuchilladas. Rolaron armas instaladas bajo cintos y prendas de mezclilla, polvo blanco para indemnizar las dosis industriales de alcohol y pastillas de colores para viajar gratis. Cuando salió pensó que todo había sido olvidado. Pero las balas, los gatillos, los dedos, lo reconocieron. Cinco balazos. Y quedó ahí: huérfano de padre y de hijo. . |
martes, 8 de noviembre de 2011
EL HUERFANO
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