Sergio iba con su amigo el
trailero. Traían 150 cajas de jabón y artículos de limpieza. Sumaban unas 35
toneladas. Iban a bajarlos en la Soriana. Contentos porque estaban a punto de
concluir la chamba y de irse a descansar, luego de ese viaje de varios días de
llevar y traer carga.
El semáforo mostró su cara de
enojo. Alto total. Una camioneta Van se emparejó y el conductor se asomó y los
miró fijamente. Mira güey, le gustaste, comentó Sergio. El chofer le dijo
cállate cabrón. Cuando cambió a verde el de la Van pisó el acelerador. Dos
calles adelante les cerró el paso. A las seis horas todo es escueto y la vida
todavía languidece.
Se bajó el conductor y luego
un bato que iba con él. Se abrió la puerta lateral de la Van y salieron dos
hombres con pistola en mano. Órale, se puso cabrón. Ya nos llevó la chingada,
dijo el chofer. Les hicieron señas mientras les apuntaban con las armas. Tenían
que meterse en una callecita y luego detenerse.
Había una oscuridad
resistente al sol de esa mañana. Los rayos arañaban pero el negro de la madrugada
no cedía. Bájense. Échense boca abajo y no volteen cabrones. A la primera me
los chingo. Mátalos si abren los ojos, le dijo uno que parecía el jefe. Los
metieron al piso trasero de la Van y los llevaron a una especie de bodega. Aquí
quédense. Pueden sentarse o acostarse, no más no anden viéndonos las caras,
putos. Si quieren mear, ahí a un lado. Si quieren cagar también.
El jefe le dijo a uno de
ellos vamos a estar aquí cerca, pero si la hacen de pedo mátalos. Los
mantuvieron ahí, inmóviles. A uno se lo estaba llevando la chingada de hambre y
al otro le dio sueño. Cuando la noche asomaba les dieron unos bimbuñuelos y un
geitoreid a cada uno. Órale cabrones, traguen.
Supieron que estaban
descargando. Todo esto por esos jabones y limpiadores, se preguntó Sergio en
voz baja. El chofer comió todo un paquete de bimbuñuelos y medio geitoreid y
cayó muerto de sueño. Él no pudo: el miedo, la muerte tan cerquita y ese bato
que no dejaba de mirarlos con ese tercer ojo, oscuro y de acero, tenebroso. El
del arma no interrumpía la escupidera, quizá por la ansiedad, la droga, la
necesidad de ingerir algo más fuerte, o nerviosismo.
Terminaron y les gritaron a
chingar a su madre. Los llevaron a un camino solitario y los obligaron a
correr. Entumidos, no pudieron más que andar a prisa. A las mil pasó un
taxista. Llévanos a la ministerial. Los vieron desaliñados y sucios y un poli
los esculcó. Nos asaltaron. Apenas les hicieron caso. Con güeva, el oficial les
dijo ah ya sabemos quiénes fueron: son los malandrines de aquí, del pueblo de
al lado. Firmen aquí, nosotros les llamamos. Vamos a investigar, verdad mi
comandante. Mjm contestó el oficial, bostezando.
Columna publicada el 17 de marzo de 2019 en la edición
842 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 19 MARZO, 2019)
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