María no se explica que lo
hayan matado. Si llegaba por su hija bien armado y acompañado por hombres que
lo cuidaban en cuatro vehículos, si era un matón de primera y tenía mucho
mando, si era tan querido por la malandrinada, si los jefes lo protegían tanto.
Por qué.
Dicen que llegaron a una casa
y que ahí los recibieron a balazos. Él iba en el primer grupo, en lugar de
esperar a que otros, los de tropa, entraran y sacaran al cabrón por el que iban
o lo mataran ahí. Estaba enojado, se creyó inmortal, pensó que a él eso nunca
le iba a pasar: le ganaron el jalón, el matoncillo ese ya lo esperaba y pum
cayó, de un balazo en el pecho. Ya no se levantó.
El bato iba por la hija de
María en una camioneta. Antes llegaba un carro y se estacionaba enfrente. Luego
llegaba él con sus guardaespaldas en otros tres vehículos. Él no se bajaba.
Antes le llamaba a la muchacha por teléfono o le mandaba un mensaje. Mija ya
stoi aka, sal pa irnos a dar la vuelta. Ella sabía que para entonces debería
estar bien cambiada y bañada, ajuareada y la boca con bilé rojo rojo.
A él le gustaba que se
pusiera falda cortita. Nomás se sentaba junto a él en la camioneta y él le
ponía las manos en las piernas. Salían de ahí chinteados, uno tras otro,
dejando una polvareda sobre esa calle de tierra siempre seca. Ella era una de
tantas, cinco en total, incluida la esposa. Y cuando estaba con la mujer les
decía a las otras ahorita no me molesten, estoy con mi señora. Y ellas se
aguantaban sin renegar.
Tenía una voz gruesa, como si
hablara a través de esos gruesos tubos de pevecé que tienen un eco que se
queda: hablaba y su voz retumbaba y se callaba y seguía retumbando. Hablaba
como si siempre estuviera de mal humor. Y los punteros y sicarios que lo
seguían de todos modos, aunque les pusiera sus cagadas, lo querían: el bato era
generoso.
Dicen que esa vez se
prepararon bien para ir por el morro al que buscaban. Vivo o muerto. O más bien
muerto o muerto: ahí, en su casa, en el barrio, o en algún camino vecinal por
los que pasan uno que otro automóvil, llenos de cruces. Pero estaba encabronado
quién sabe por qué. Les dijo yo voy primero, pásame el cuerno. Iban
empecherados, bien cargados de armas y balas.
Bajó del automóvil junto con
otros tres y antes de tumbar la puerta se escuchó un disparo. Unos se hicieron
a un lado, otros corrieron y él quedó tirado. Se lo llevaron al hospital pero
cuando llegó ya no respiraba. María lo cuenta aprisa, se atropella sola con su
lengua, le preocupa que su hija sea una viuda de veintidós y sin haber estado
casada.
Anda agüitada mija. Ni modo,
le dijo yo. Y ni lo conocí. Nomás veía que llegaba y se iba. Y apenas le veía
las manos. Y la voz. Bien gruesa.
Columna publicada el 14 de octubre de 2018 en la
edición 820 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 16 OCTUBRE, 2018)
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