José Guadalupe Flores alcanzó a ver su
hermano y a su tío vivos. Ya anticipaba que aquello iba hacia una tragedia.
Afuera de la comisaría cada vez se aglutinaba más gente. La llamaron con
sistemas de sonido para que reunieran a quemarlos vivos. Alberto Flores tenía
43 años y su sobrino Ricardo Flores apenas 22. Ricardo estudiaba derecho en
Xalapa pero estaba de vacaciones unos días a Tianguistengo, una comunidad de
Acatlán de Osorio. Tenían varios trabajos para ir sacando dinero. Uno, para
mantener a su esposa y tres hijas; el otro para seguir estudiando.
Edmundo Velázquez y Yonadab Cabrera
Acatlán, Puebla, 30 de agosto
(Periódico Central/SinEmbargo).– Petra Elia García es la abuela de Alberto
Flores. Llegó a la plaza pública justo cuando él y su tío, Ricardo Flores,
ardían en llamas. Los policías los entregaron a la turba. Ella no pudo hacer
nada. Simplemente lloró mientras les rociaba gasolina, los quemaba vivos.
— ¡Quémenlos! –gritaban.
Se burlaban de ellos. Les
robaron los celulares, las carteras. Les quemaron el vehículo, del que
dependían varias familias.
—Usted no sabe nada, señora.
Esto es para que nadie se pase de verga. Para que sepan que quien se pase, lo
vamos a matar. Que esto es lo que les va a pasar –le dijo un hombre.
José Guadalupe Flores vio a
su hermano y a su tío tendidos en el suelo. Ricardo todavía respiraba: estaba
vivo. Pero no había nada qué hacer.
Se quitó la sudadera y la
camisa blanca, llenas de sudor porque momentos antes había corrido por las
calles, por la Presidencia: buscó al Alcalde, increpó a los policías, pidió
números de teléfono para llamar a alguna autoridad. Nadie le tendió la mano.
Alberto Flores tenía 43 años
y su sobrino Ricardo Flores apenas 22. Ricardo estudiaba derecho en Xalapa pero
estaba de vacaciones unos días a Tianguistengo, una comunidad de Acatlán de
Osorio.
Tenían varios trabajos para
ir sacando dinero. Uno, para mantener a su esposa y tres hijas; el otro para
seguir estudiando. Se dedicaban al campo, vendían accesorios de Telcel, hasta
la hacían de albañiles.
La mañana del 29 de agosto
pasado salieron de casa en su camioneta y fueron a comprar material porque
Petra —a quien ambos llamaban mamá de cariño— les pidió que construyeran una
barda para que la casa no se les fuera a la barranca. Unas horas más tarde
recibió una llamada de su nieto José.
—Las cosas se están poniendo
muy feas mamá. Los quieren linchar –le dijo a la abuela.
Entonces Petra salió
corriendo de la casa. Tomó una combi (el transporte público más común en esa
zona) y llegó a la plaza pública. Lo primero que vio fue la camioneta en
llamas.
Cuando llegó a las afueras de
la comisaría encontró los cuerpos ardiendo. Se puso a llorar.
El Alcalde no fue visto
entonces y tampoco en las horas posteriores. Sigue desaparecido. Guillermo
Martínez Rodríguez no da la cara. Ayer fue culpado por la Secretaría de
Seguridad Pública de Puebla del incidente. Ni él ni sus policías dieron aviso
de la trifulca. Tampoco frenaron a la turba.
“Los policías me dijeron: ‘mejor vete, porque
si no te van a hacer lo mismo’. Las personas me empezaron a jalar, a empujar.
‘¡Te vamos a quemar, te vamos a sacar las tripas!’, me dijeron” –contó José
Guadalupe Flores, hermano de Ricardo Flores, uno de los quemados vivos.
José Guadalupe corrió a
buscar al Alcalde; pidió ayuda a los policías pero lo hicieron a un lado con
una mano.
Las secretarias que estaban
en la Presidencia Municipal tampoco quisieron tenderle una mano. Nadie quiso
ayudarle.
LOS POLICÍAS LOS ENTREGAN A LA TURBA
José Guadalupe Flores alcanzó
a ver su hermano y a su tío vivos. Ya anticipaba que aquello iba hacia una
tragedia. Afuera de la comisaría cada vez se aglutinaba más gente. La llamaron
con sistemas de sonido para que reunieran a quemarlos vivos.
— ¡Sáquenlos! —exigían a los policías.
José no sabía qué hacer. La
euforia le dio valor para confrontar a los policías y evitar a toda costa que
entregaran a su hermano, que los mataran.
— Mejor vete, porque si no te van a hacer lo mismo —le
dijo uno, escondido en el edificio.
Las personas lo empezaron a
jalar. Lo empujaron. Le advirtieron que lo iban a quemar.
— ¡Te vamos a sacar las tripas! –le dijo un hombre que
se le puso enfrente, amenazador.
Fue entonces que José
Guadalupe corrió a la Presidencia Municipal. Tocó cada puerta que encontró.
Pidió que llamaran al Alcalde. Pero nadie sabía –dijeron– en dónde estaba.
Pidió su teléfono. Le dijeron que fuera a buscar a un tal don Canelo que vivía
a unas calles de ahí.
Fue a recoger a su abuela
Petra a la parada de las combis y la vio a lo lejos cuando cruzaba a hacía la
plaza.
Para ese momento, los
policías habían entregado a Alberto y a Ricardo a la turba.
Los dos ardían con gasolina,
vivos.
LLAMARON A LA TURBA
Por las calles de Acatlán y en los pueblos
cercanos llamaron a la turba con sistemas de sonido. Convocaron a los
pobladores a linchar a Ricardo y Alberto. Los acusaron de roba chicos, de
secuestradores de niños. Pero nada de eso era cierto.
Los dos desdichados estaban
estacionados afuera de una escuela, bebiendo. Una de las vecinas llamó a la
policía y dijo que dos sospechosos estaban ahí parados. Que no los conocía y
que temía que fueran robachicos. Con eso fue suficiente. Eso encendió la mecha:
un rumor terminó con las vidas de Ricardo y Alberto, quemados en la plaza del
municipio sin que alguna autoridad intentara siquiera meter las manos.
En el pueblo dicen que dos
vendedores del mercado comenzaron a incitar a lincharlos. Hoy sus puestos están
cerrados. Dicen que ya se fugaron.
Alberto Flores tenía 42 años
y estaba casado con Jazmín. Tenía dos hijastras y una hija, todas ellas
pequeñitas.
Hoy, luego de recibir los
féretros, Jazmín pidió entre lágrimas dos cosas: que limpien el nombre de su
esposo y de su sobrino porque “ellos no son secuestradores de niños”. Y que se
haga justicia.
“Justicia es lo que quiero
con la gente que le hizo esto. Ellos no eran delincuentes. Eran gente de bien.
Todo les quitaron, lo que ellos llevaban. A dónde está todo eso [carteras,
celulares]”, dijo.
(SIN EMBARGO/ REDACCIÓN / 30 DE AGOSTO 2018)
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