El padrino se vio con los
ahijados. Los había citado en su casa, luego de los últimos incidentes: miren
cabrones, déjense de pendejadas y no me causen más problemas… menos en mis
terrenos, ya.
Los muchachos, mayores de
edad pero imberbes en esa incipiente carrera delictiva, habían estado asaltando
camiones de pasajeros que se detenían a la orilla de la carretera
internacional, frente al pueblito donde vivían.
Los contactos del patrón le
pasaron el reporte. El capo mayor y el padrino de los jóvenes estaba
encabronado, tanto que no cabía en el cuerpo. Tráemelos, ordenó.
Sentados frente a él, en la
sala de la casa, los reprendió: ésta es la primera y la última, cabrones, a la
próxima no respondo. Mientras hablaba y gritaba los señaló insistentemente con
el dedo: les dolió más el fuego del índice que la voz imperativa.
Así logró que se calmaran,
pero sólo unos meses. El ocio los echó a perder. Era el ocio con dinero y
abundancia, sin necesidades de ningún tipo, volante a la puerta y futuro
asegurado.
Pero eso les aburría. En
aquella comunidad no pasaba nada y ellos querían ser los protagonistas. La
misma gente, el mismo ritual de salir a la plazuela, de pistear a la orilla del
río los fines de semana e ir a la disco los viernes o los domingos.
Ya no querían eso. La vida en
ese pueblo les quedaba chica. Ellos, que tenían armas y eran hijos protegidos y
de familias acomodadas, querían más en sus vidas que música de tardeada y
mujeres apalabradas.
Su padre les daba todo, pero
siempre algo les faltaba. Por eso emprendieron de nuevo el camino de la
diversión criminal: ellos se divertían, se emocionaban, y sus víctimas sufrían
y se aterrorizaban.
Nomás son asaltos, decían
ellos con cinismo. Pero los que controlaban la región, con su padrino al mando,
no los veían igual. Ellos lo movían todo y no querían ningún tipo de ruido
ajeno. Si alguien hace ruido aquí soy yo, nadie más, así se había dicho.
La reincidencia le llegó por
otra vía: el papá de los muchachos, su compadre, le llamó por teléfono. Los
ahijados estaban en la cárcel de la policía municipal del lugar, detenidos por
asalto a mano armada.
Compadre, perdónelos,
compadrito: yo me encargo de que no vuelva a pasar, se lo juro, se lo prometo.
Y aquél los sacó de los
separos de la policía. Esta vez no habló con ellos. De hecho no los quiso ni
ver. Volvió a hablar con su compadre, igualmente encabronado: compadre, de
verdá ésta es la última, no habrá más.
Otros meses pasaron y ellos
apaciguados. Volvieron a la cotidiana vida de plazuelas, fines de semana en el
río, pisteadas y tardes de discotecas. Las mujeres eran suyas cuando se lo
proponían y los nuevos modelos de camionetas de lujo también.
Pero no basta el tiempo para
calmar la dependencia a la adrenalina y la aventura, al poder que les daba
empuñar sus armas, apuntar al chofer y a la gente, y ordenar, a punta de gritos
y empujones, que les entregaran dinero y joyas. Nada como eso.
Esa necesidad los alcanzó de
nuevo y los puso otra vez en el estribo de los autobuses de pasajeros. Estaba
cantado: no tenían remedio.
Lo supo el padrino. No hubo
llamadas telefónicas ni banquillo de los acusados en los sillones de la sala de
su casa. Ordenó que fueran por ellos, que ya sabían qué hacer. Y los hermanos
no volvieron a aparecer.
Columna publicada el 22 de abril de 2018
en la edición 795 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 24 ABRIL, 2018)
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