Raymundo Riva Palacio
En el segundo
párrafo de la página 38 del informe final de la Cámara de Diputados sobre su
investigación de la matanza en Tlatlaya el 30 de junio de 2014, hay 37 palabras
que establecen que en los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto las
ejecuciones extrajudiciales –la acción que viola los derechos humanos de manera
deliberada de una persona por parte de un servidor público– fueron una práctica
recurrente y con patrones comunes. El reconocimiento del Congreso de estas
prácticas respalda los señalamientos que por años han hecho la Comisión
Nacional de Derechos Humanos, la Organización de las Naciones Unidas, y
organizaciones no gubernamentales en el mundo. No alcanzarían esas violaciones
para que se juzgara a los presidentes en las cortes internacionales por
genocidio, pero la persecución política, que ya empezó, no cejará.
Para que no haya
duda sobre las palabras ni se magnifiquen o minimicen, se requieren
definiciones. “Masacre” está descrita como “la ejecución arbitraria de más de
cinco personas, realizada en un mismo lugar y como parte de un mismo operativo
cuando las víctimas se encontraban en un estado de indefensión absoluta o
relativa”. Conllevan igualmente a un elemento de “gran crueldad” manifestado
generalmente por medio de acciones violentas indiscriminadas, “no sólo
dirigidas a los enemigos directos, sino también contra su entorno de
simpatizantes y colaboradores o personas indefensas”. Para que estas se
consideren como crímenes de guerra, de lesa humanidad o genocidio, se requiere,
entre otras variables, que sea parte de un ataque generalizado o sistemático
contra una población civil y con la intención de destruir total o parcialmente
a un grupo nacional étnico, racial o religioso.
Los casos a los
que hace alusión el informe del Congreso se refieren a los cuatro últimos años
del gobierno de Calderón, y a los dos primeros del gobierno de Peña Nieto, y se
encuentran inscritos en el combate contra la delincuencia organizada. Tlatlaya,
un municipio en el Estado de México, se ha vuelto paradigmático porque la
masacre que ocurrió el 30 de junio de 2014 fue encubierta por el gobierno del
Estado de México y la CNDH, hasta que una entrevista a una sobreviviente aportó
elementos de que lo que había sucedido esa noche no se había limitado a un
enfrentamiento entre militares y un grupo de personas que los atacaron, sino
que se habían excedido en el uso de la fuerza cuando, luego de ser sometidos
los agresores, los torturaron y ejecutaron con tiro de gracia. Siete militares
se encuentran en prisión por esa masacre que, de acuerdo con el informe, no fue
un caso de excepción.
De acuerdo con las
convenciones internacionales, una ejecución extrajudicial se realiza cuando no
es en legítima defensa, o se da en el contexto de un conflicto armado
(guerras). También cuando se excede el uso “racional necesario” de la fuerza
para hacer cumplir la ley, y por imprudencia, negligencia o violación del
reglamento. En el caso de los militares bajo proceso por la masacre de
Tlatlaya, la defensa ha buscado enmarcarlo en violaciones al reglamento que
propiciaron el abuso de la fuerza. El problema de fondo, sin embargo, no lo
tienen ellos, sino los dos gobiernos que han hecho de las ejecuciones
extrajudiciales un modus operandi.
La sociedad
mexicana no ha querido verlo. Revelaciones en la prensa de cómo personas
detenidas por comandos de la Marina aparecieron muertas días después, pasaron
sin causar escándalo. Videos donde se muestran detenciones de sicarios por
parte de fuerzas militares que también aparecieron asesinados poco después,
pasaron igualmente desapercibidos. Operaciones quirúrgicas en varios estados,
donde unidades especiales detienen a presuntos delincuentes que nunca llegan a
los centros de detención, tampoco. Políticas del Gobierno para que el Ejército
capacitara, armara y protegiera a grupos paramilitares para enfrentar a
cárteles de la droga, como en Michoacán, establecieron estándares de
procedimiento que llevaron al Batallón 22º de Infantería en Iguala a ser
acusado de participar en la desaparición forzada de 43 normalistas de
Ayotzinapa.
Tlatlaya no fue un
accidente en la historia reciente de las Fuerzas Armadas, sino consecuencia de
una política diseñada e implementada por el Gobierno federal, que tiene que
cambiar. El informe del Grupo de Trabajo de la Cámara de Diputados señala que
“las ejecuciones extrajudiciales son una práctica recurrente y con patrones
comunes, que ameritan una política preventiva de Estado”, y que “es tiempo” que
el gobierno y el Congreso “comiencen un análisis profundo acerca de la
vinculación entre violaciones a derechos humanos y la presencia de los
militares en tareas de seguridad pública”.
Parte de la
incapacidad mexicana por distinguir lo malo de lo peor de lo grave, lo revela
el impacto limitado que tuvo el informe difundido la semana pasada, y el poco
ruido que provocó. El Congreso acusó a dos gobiernos de tener como política las
ejecuciones extrajudiciales y nadie levantó siquiera las cejas, menos aún
gritó. La pasividad y ceguera ante lo importante es notable entre la sociedad
mexicana, que se queja siempre de tener gobiernos que no merecen, cuando la
realidad, vista a través del prisma de uno de los documentos más importantes
producidos por el Congreso, dado el nivel de las acusaciones, demuestra que
tienen, inclusive, más de lo que se merecen.
(ZOCALO/ Columna Estrictamente Personal de Raymundo Riva Palacio/23 de abril 2015)
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