Raymundo Riva Palacio
Dieciocho años de
empantanamiento en materia de lucha a la corrupción se rompieron este martes al
ser aprobado el Sistema Nacional Anticorrupción. Lo primero, ovación de pie. Lo
segundo, a trabajar porque apenas es el principio en la construcción de un
modelo institucional que empiece a levantar barreras contra el fenómeno más
pernicioso del siglo 20, que nunca se acaba. La nueva ley, con todas sus
virtudes, es una respuesta a la irritación ciudadana, pero no como el principio
para un cambio ideológico –entendido como el compromiso con una idea– para
enfrentar ese cáncer, sino con una motivación política y reduccionista que no
sustenta el entusiasmo de la clase política.
Hace más de cinco
años, en un texto intitulado “La Corrupción Somos Todos”, se recordaba que
México tiene una sociedad política que es tolerante con servidores públicos
ladrones, ligados al crimen organizado y cínicos consumados, a quienes
defienden con un espíritu de cuerpo que los hace igualmente corruptos. En
septiembre pasado se publicó en este mismo espacio el costo que significaba a
la economía la gangrena de la corrupción: 1.5 billones de pesos, equivalente al
10% del Producto Interno Bruto, similar al gasto administrativo del Gobierno
federal en 2012.
Un reporte del
Centro de Estudios Económicos del Sector Privado decía que ese costo era lo que
tenían que presupuestar las empresas en pago a funcionarios de distintos
niveles para que sus operaciones no se interrumpieran o se cancelaran. El
último informe global de Transparencia Internacional colocaba a México en el
lugar 106 de los 177 países más corruptos, a 87 lugares de Uruguay, que fue el
mejor clasificado en América Latina. Sólo Rusia estaba peor clasificado que
México dentro de las naciones emergentes, y el nuestro es el último del club de
países ricos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico.
México está
considerado entre las naciones más corruptas del mundo. El Índice 2014 sobre el
estado de derecho del WorldJustice Project colocó a México en el lugar 79 de 99
naciones estudiadas, y en el número 12 de 16 países latinoamericanos. En las
ocho variables que analiza esta organización independiente y multidisciplinaria
que revisa el estado de derecho en el mundo, México sale reprobado.
En los límites al
poder del Gobierno (contrapesos y rendición de cuentas), se ubica en el lugar
48; en ausencia de corrupción (sobornos, nepotismo, extorsión, fraude), está en
el 78; en gobierno abierto (transparencia y acceso a información), en el 32; en
protección de derechos fundamentales, en el 60; en orden y seguridad
(estabilidad y confianza en las instituciones del Estado), en el 96; en
cumplimiento regulatorio, en el 51; en justicia civil (resolución de conflicto
mediante instituciones de justicia), en el 88; y en justicia criminal
(procuración y administración de la ley), en el 97.
Cuando se analiza
el perfil completo de México y se revisan sus tendencias, México no parece ser
viable para darle la vuelta a la corrupción y la impunidad. Dieciocho años
tardaron los legisladores en aprobar la ley contra la corrupción, y estuvo a un
paso de no ser aprobada. Sólo la crítica pública de los últimos meses los llevó
al punto de que sería más alto el costo de no hacerla, que el beneficio de
seguir en la mar de la impunidad. La corrupción y la impunidad, por si alguien
no se ha dado cuenta, forman parte del código genético mexicano. En un gran
libro, “La Corrupción Política en el México Contemporáneo”, Stephen D. Morris
sostiene que la corrupción generalizada es uno de los factores que más influyen
en la desconfianza atávica de los mexicanos. En efecto, es muy viejo el
fenómeno, y ha formado parte de la vida diaria.
Morris recuerda al
ideólogo priista Jesús Reyes Heroles, que en los 90 decía que “la corrupción en
México llegó a niveles inconcebibles”, y que se había convertido en la regla de
la administración pública mexicana. Muchos años antes, Álvaro Obregón veía la
corrupción como instrumento táctico –“no hay general que resista un cañonazo de
50 mil pesos”–, y en la década de los 40 en el siglo pasado, el historiador
austriaco Frank Tannenbaum ya reflejaba en su libro “Mexico:
TheStruggleforpeace and bread”, que la “mordida” era “lo peor”, porque era un
círculo creciente de los burócratas a quienes no lo son, que quizás, era el
principal impedimento para un buen gobierno y el progreso económico. Para
entonces, ya había pasado más de un siglo desde que el político e historiador
Lucas Alamán, dijo: “la corrupción en México es antigua, central y
omnipresente”.
No le faltaba
razón al presidente Enrique Peña Nieto cuando dijo que la corrupción era cultural
en México. Los medios y las redes sociales lo apalearon, sin analizar a fondo
el alcance de lo que dijo y, también, sus limitaciones. Pero ¿alguien duda la
cultura laxa sobre la legalidad en México? ¿Cuántos no han comprado piratería?
¿Cuántos no han pagado una “mordida” como forma de resolverse la vida
cotidiana? ¿Cuántos nunca han violado una ley? La nueva ley anticorrupción es
un paso, que apunta al diseño institucional, de los muchos que hay que dar.
Pero la construcción de un edificio, por mejor calidad posible tenga, nunca
será suficiente si la calidad de sus inquilinos está podrida. Para eso no se
necesitan leyes. Se requiere educación, un reto más largo, más difícil y más
complejo.
(ZOCALO/ Columna Estrictamente Personal de Raymundo Riva Palacio/23 de abril 2015)
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