Toño creció en
Tierra Blanca. Era un plebillo frágil y juguetón, conviviendo con gatilleros,
cultivadores de mariguana y amapola, y vendedores de droga. Ahí, mientras
buscaba encestar la canasta con el balón de básquet, en plena calle, unos y
otros hacían lo que les tocaba y luego tomaban el balón para jugar. Y él como
si nada: sin percatarse de la sangre en las manos, las dosis regadas en el
barrio y la abundante cosecha de enervantes.
Toño metido en la
escuela, preocupado por los exámenes y por mantener buen promedio. Pocas novias
en la adolescencia y algunas fiestas. Mientras, a su alrededor, los enemigos
caían, la droga rolaba y sus vecinos, siempre, invariablemente, ganaban. Eran
los mismos que defendían la portería de su equipo cuando jugaban futbol, los
morros que tomaban fanta de naranja y torcido en la esquina, los de las rolas
de los cridens y los bitles en aquella supergrabadora.
Él veía una cosa y
otra por separado. No vinculaba el asesinato de esos dos en una carreta de
tacos con el bato que le quitaba el balón para lanzarlo al rin de llanta de
bicicleta, habilitado como aro. No sabía que el polvo que enervaba a los más
grandes acababa de ser vendido frente a su acera, mientras pateaban la pelota e
intentaba meter gol en la portería contraria.
Él era su mundo.
Ese. El de su mamá en la cocina y él acompañándola de vez en vez al
supermercado y yendo al supercito, a la vuelta de la esquina. O ayudándole a su
papá en el taller o en el aula y los juegos del recreo, o esa maestra
apetitosa, cuyas curvas no fueron vistas por él, sino su rostro de ángel, su
voz de sax tenor, su mirada de pestañas adormiladas.
No. Él no vio cuando
entregaron el sobre de un gramo de cocaína. Ni cuando bajaron los costales de
yerba recién cosechada. Los costales fueron escondidos en una bodega que está
junto a la tienda y a un lado está la casa de José, uno de sus amigos. Tampoco
se percató cuando uno de sus vecinos llegó como tembloroso y empezó a patear el
balón y pidió que le dieran oportunidad de jugar. Acababa de matar a un bato
que le debía dinero. Adrenalina más adrenalina.
Ahora, Toño anda de
nuevo en la ciudad. Por la Obregón, circula solo en su carrito y quiere dar
vuelta en una de las calles de la Guadalupe. Ahí lo para un militar. Bájese,
métase ahí y no salga hasta que le avisemos. Oye la tracatera y se espanta.
Pasó media hora ahí,
atochado. Las balas iban y venían. Las ráfagas descansaban a ratos pero era un
silencio oscuro de pocos amigos. Al rato regresó el militar. Ya pueden irse.
Jornada de muchos muertos. Ahí, en esa colonia y al norte de la ciudad. Ahí, en
ese momento, perdió su virginidad y esa inocencia: el narco, las balas, ese
soldado y tanto muerto, lo habían despertado.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA de Javier Valdez/ 4 enero, 2015)
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