martes, 6 de agosto de 2013

TRAS LA PISTA DEL "HANNIBAL" REGIO

Monterrey, NL.- Monterrey podría haber pasado una canícula más sin novedad de no ser porque el pasado 27 de julio el diario inglés “The Times” publicó un adelanto de la introducción que Thomas Harris escribió para la reedición de “El Silencio de los Inocentes” (“The Silence of the Lambs”), que cumple 25 años.

Harris dio a conocer que la idea para crear al psiquiatra Hannibal Lecter nació de su encuentro en el penal Topo Chico de Monterrey con un hombre a quien llama “Dr. Salazar”. Harris tenía 23 años y vino a entrevistar a Dykes Askew Simmons, un estadounidense sentenciado a muerte por asesinar a tres hermanos sobre la carretera a Laredo.

Simmons, quien sería exonerado tiempo después, era un perturbado que intentó escapar varias veces del Topo Chico, pero al salir herido en una de ellas fue auxiliado por el médico de la prisión, que también era interno.

El ‘doctor Salazar’

“Ahí conocí al ‘Doctor Salazar’”, cuenta Harris sobre el suceso, de 1963, en el que le llamaron la atención la apariencia refinada y tono en las preguntas del médico. Tras la revelación, el cotejo no fue difícil: el “Dr. Salazar” era el entonces pasante de medicina Alfredo Ballí Treviño, quien el 8 de octubre de 1959 asesinó en su consultorio de la colonia Talleres a Jesús Castillo Rangel.

Ballí, de 28 años, aplicó pentotal sódico al joven, de 20; lo desangró, descuartizó y sepultó en Guadalupe. El médico fue descubierto y sentenciado a muerte, el último en la historia de México, pero la pena se conmutó por 20 años de cárcel.

De acuerdo con el reporte policiaco, el crimen de Ballí habría sucedido entre las 12:00 y las 14:00 horas del jueves 8 de octubre de 1959. Tras una discusión, el pasante de medicina aplicó la droga a Jesús con un trapo (a la manera de como Lecter lo hace en el filme “Hannibal”) y después le inyectó más.

Ya inconsciente, lo llevó a un baño contiguo a su consultorio de la colonia Talleres, un inmueble de un solo piso que hoy luce rejas y, bajo la regadera del cuarto que fue tapiado, desangró a la víctima cortándole con un bisturí la cabeza. Después de lavar el cuerpo, lo llevó a una camilla en la que seccionó el resto en siete partes; envolvió los trozos en una lona, metió el bulto en una caja de cartón y la puso en la cajuela de su Chevrolet 1958.

El pasante llegó a la colonia Buenos Aires, donde ya lo esperaba el dulcero Francisco Carrero Villarreal, un trabajador ocasional, quien presuntamente sin saber el contenido de la caja la reubicó en su auto. Se dirigieron al Rancho La Noria, cercano a lo que hoy es el Puente Chapultepec. Ahí los esperaba el tío de Francisco, Guadalupe Villarreal, quien permitió sepultar lo que Ballí dijo eran restos médicos sin importancia. A la mañana siguiente, Manuel Ovalle, policía auxiliar de Guadalupe y pastor de vacas, pasó por la zona y siguió a uno de los animales que se desvió del camino, una vaca pinta, muy comentada en el Monterrey de aquellos días.

“La seguí para atajarla y vi un montón de piedras al pie de un arbusto de esos llamados tenazas”, dijo el policía-pastor a “El Norte” y advirtió que le pareció extraña una acumulación de piedras y que hubiera girasoles aplastados.

Sin precedentes

No tardó la Policía en descubrir lo enterrado y menos averiguar quién era el responsable. Tras fingirse pacientes, el jefe de Homicidios Eusebio Lara y el Comandante Alfonso González detuvieron en su consultorio a Ballí, quien habría ofrecido por su liberación dos autos, su consultorio y una botica aledaña, aunque las propiedades eran de su padre.

Enseguida fue sometido a interrogatorio por el entonces Fiscal Alejandro Garza Delgado.

“Ballí confesó con aire de jactancia que jamás tocó hueso en sus cortes”, declaró Lara, a lo que Garza Delgado sentenció: “En la historia del crimen en México nadie recuerda un asesinato de esta categoría”.

Aunado a los dichos de estas autoridades, quienes además empezaron a buscar “panteones particulares” del pasante y a intentar ligar con Ballí cuerpos sin vida hallados en otros lugares, los dimes y diretes tomaron vuelo: que quizá Ballí succionó la sangre de la víctima, porque cómo era posible que no hubiera ni gota en los restos, y que quizá en su consultorio había más cuerpos. Por todo esto, se le empezó a llamar “médico asesino”, “el monstruo de la Talleres” y “el vampiro Ballí”.

Ballí y su padre eran hombres de armas tomar y de carácter duro. El padre, ya centenario, solía cargar una 9 mm, lo que también fue costumbre de Alfredo al salir de prisión. Así lo recuerdan fuentes cercanas a la familia, hablan de “Vito” como alguien que, de acuerdo a lo que él mismo contaba, se ganó el respeto de los presos no sólo por temor ante la crudeza del delito cometido sino porque casi desde su ingreso brindó servicio médico e incluso practicó operaciones quirúrgicas y partos.

‘El infierno’

“Él ayudó a muchísimas personas adentro del penal y tanto lo consideraban que, con el tiempo, hasta lo dejaban salir por las noches para dar servicio a pacientes”, dice una fuente sobre este hombre que no perdió la imagen de “dandy” en la prisión. Usaba conjuntos claros o trajes, zapatos blancos, gafas oscuras debido a su fotosensibilidad y un Rolex Presidente que trajo toda su estancia en prisión y que, en un descuido, terminó tirando a la basura adentro de un calcetín, donde guardaba rollos de dinero.

“Fui y vine del infierno y lo terminé perdiendo en un calcetín”, lamentaba. Gustavo Hirales, miembro de la desaparecida Liga Comunista 23 de Septiembre, lo recuerda.

“Durante mi estancia en el Penal del Topo Chico en varias ocasiones acudí al ‘consultorio’ del doctor Ballí para que me atendiera de enfermedades típicas de los reclusorios, como infecciones estomacales, bronquitis, hongos”, cuenta.

“Siempre me atendió con respeto y amabilidad, aunque guardando distancias. Era muy reservado”.

Otros recuerdan que Ballí atendía de manera gratuita en el penal incluso a gente externa.

Garza Delgado argumentó que el crimen se debió a que Jesús era la pareja sentimental del pasante y que, al avisarle aquél que lo abandonaría, decidió quitarle la vida.

“Ballí argumentaba que tuvieron un pleito y que lo había matado en defensa propia, pero yo encontré la ropa de la víctima y estaba limpia. No hubo tal pelea, el médico planeó todo”, dijo el apodado “Mannix” en entrevista años después.

Fuentes cercanas a la familia lo niegan. Dicen que Jesús, a quien Ballí conoció desde que estaba en la prepa y a quien le dio trabajo por 10 años, empezó a causarle problemas, se negaba a devolverle un préstamo y hasta lo hirió con un desarmador en el pecho. “Él se arrepintió”, dice un amigo. “Dijo que lo hecho, hecho estaba, y que si pudiera volver el tiempo atrás, no lo haría... Ya afuera, él obtuvo su título y atendió a muchísima gente”.

Luego de meses en silencio y a un día de que cerrara la averiguación en su contra, Ballí envió el 25 de febrero de 1960 una carta al entonces Juez Cuarto Penal Marco Antonio Leija, quien le dictaría la sentencia de muerte conmutada a años de prisión. “Siento vergüenza por mi crimen”, escribió. “Estoy arrepentido, avergonzado. Comprendo que mi conducta fue mala y estoy apenado de haber ofendido así a la sociedad”.

En la misiva, Ballí pidió perdón a familiares y amigos tanto suyos como de la víctima, así como a los maestros de la Facultad de Medicina, y le suplicó a Leija que lo juzgara “no sólo en cuerpo sino en alma”.

Una fuente cercana a la familia Ballí cuenta que ésta cargó mucho tiempo el estigma del crimen del médico y había hasta temor de represalias. Él, por su parte, nunca negó su crimen, pero tampoco hizo de su vida un túnel. Tras cumplir su condena en 1979, siguió ejerciendo la medicina. Tuvo una legión de pacientes en el mismo consultorio del crimen, sobre todo ancianos, a los que no cobraba o lo hacía a cambio de cantidades simbólicas.

Sus años en libertad los vivió atendiendo a pacientes, arreglando cuanto entuerto eléctrico encontraba y organizando carnes asadas y tragos de cerveza con amigos, no muchos o casi ninguno de la comunidad médica local.

Ballí murió a los 77 años de cáncer de próstata, en febrero del 2009, dos meses antes que Garza Delgado. De acuerdo a gente cercana, Ballí estaba casado o contrajo nupcias al ingresar al penal, pero su pareja falleció cuando estaba preso. Al salir, se unió con otra mujer, que también murió al poco tiempo. Tuvo varios hijos, tanto naturales como adoptados.

Ante la revelación de Harris, suceso del que Ballí jamás habló quizá porque no le dio importancia, no queda claro qué es realidad y qué ficción: el entonces pasante no tenía los rasgos que el escritor cuenta y la gente en la cárcel sabía que recobraría su libertad una vez purgada la sentencia.


Sus amores

De acuerdo a gente cercana, Ballí estaba casado o contrajo nupcias al ingresar al penal, pero su pareja falleció cuando estaba preso. Al salir, se unió con otra mujer, que también murió al poco tiempo. Tuvo varios hijos, tanto naturales como adoptados.

Rumores

Los dimes y diretes tomaron vuelo: que quizá Ballí succionó la sangre de la víctima, porque cómo era posible que no hubiera ni gota en los restos, y que quizá en su consultorio había más cuerpos. Por todo esto, se le empezó a llamar “médico asesino”, “el monstruo de la Talleres” y “el vampiro Ballí”. 
 
(ZOCALO/  Reforma /06/08/2013 - 04:03 AM)
 

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