El carro viejo de esa mujer
ojiverde no prendía y no prendía. Ella empezó a maldecir, a echar madres, a
gritos. Empleada de una ferretería, había llevado a sus dos pequeños a la
chamba porque no tuvo quién se los cuidara esa mañana. Ella viró la llave del
encendido y el motor nomás tocía y pujaba, y por momentos prolongaba ese sonido
que parecía patinar en el viento.
Al local llegó un hombre
alto, de piel blanca y bien vestido. Otros cuatro hombres lo acompañaban muy
cerca. Luego luego se notaba quién era ahí el jefe. Ella salió desde el fondo
de la ferretería renegando porque ese carro se negaba a arrancar y encima sus
hijos le hablaban para una cosa y otra. En eso se topó con el hombre ese, alto
y que la miraba fijamente. Ella no hizo más que tratar de disimular, se sintió
apenada: talló sus manos en ese pantalón que dibujaba sus formas y respetaba
las curvas, cediéndose donde debía.
El hombre iba por un fierro
para un tractor. La escuchó y se olvidó de pedirlo. Le dijo pero oiga, una
mujer como usted no debe andar batallando así. Tan guapa y tan distinguida.
Deje ese carro viejo ahí, por favor. Hizo señas y le habló a uno de sus
achichincles. Cabrón, tráeme las llaves del Sentra. Las tomó y se las puso
frente a su nariz, tintineando, coquetas. No, señor, muchas gracias. Es que a
usted ni lo conozco. No importa, insistió él. Usted no debe andar batallando
con nada. Tómelo, sin compromiso. Ella se sostuvo en su negativa y él se fue de
ahí gritándole que pensó que ya no había mujeres como ella.
Ella sonrió. El piropo se le
quedó frente a ella, como esas llaves del carro que ese hombre se había
llevado. Volvió a tallar sus caderas con las manos abiertas, nerviosa. Suspiró
hondo, tanto que parecía no volver a emerger de esa noria de sus pulmones,
entre el corazón y ese pecho que todavía era indomable. Pensó que era una
pendeja. Sí, una pendeja pero muy digna. Luego digo pinche dignidad. El carro
seguía sin funcionar, uno de sus hijos no paraba de chillar y ella se acordó
del mísero sueldo.
Al día siguiente el hombre
regresó. Traía una lata de leche nido, atrapada por el óxido y con la etiqueta
prácticamente extinta. Lo movió y algo sonaba en su interior. Algo como una
sombra. Mira, le dijo. Te voy a platicar. Yo escondí muchas latas de estas y
cada vez que llenaba una la guardaba. Cuando me metieron a la cárcel pensé que
si le decía a mi mujer lo iba a gastar con otros, por eso lo escondí. Tengo
muchos así. Muchos.
En eso abrió la lata. Le dijo
mete la mano. Ella la metió y sintió papel, telarañas, polvo: hollín en sus
dedos. Se asomó. Eran puros billetes verdes. Sus restos. Hechos trizas,
recuerdos, sombras crasas, humo palpable de la riqueza que se fue. Y le dijo,
es lo que me queda: puro dinero malo.
EXAMEN DE CONFIANZA
Es un hombre alto y
corpulento. No tiene los cuarenta pero de su mirada de otoño parecen colgar
flores marchitas y ramas secas. Sus ojos bajan más seguido a sus pisadas y el
cuerpo corvo delata una suerte de cansancio, de rendición, de esperar el mañana
pensando que fue ayer o antier: que lo que viene ya pasó y el futuro llega
muerto.
Hace menos de un año era
agente de la policía municipal. Uniforme azul, la placa reluciente, fornituras
limpias y en buen estado, el arma de cargo en su funda y el fusil automático a
la mano. Botas altas, bien atadas y recién lustradas. La gorra en su lugar,
pelo corto, con algo de gel para que no se alborote cuando va atrás, en la
patrulla.
Esa era su vida, a la vuelta
de la esquina. Hasta que ese oficial de la corporación se le acercó para
decirle que si él quería, podía hacer que aprobara, sin problema alguno, el
examen de control y confianza. Son pruebas que incluyen el polígrafo, en las
que ejercen una fuerte presión quienes lo aplican, al grado de hostigarlos con
la misma pregunta en veinte ocasiones y realizadas en momentos diferentes,
durante la evaluación.
Eres narco. Conoces a algún
narco. Eres malandrín o tienes parientes con antecedentes. Piénsalo, te voy a
dar quince minutos y regreso. Ahora puedes decirme la verdad: trabajas para
algún pesado o tienes familiares presos por delitos contra la salud o de alguna
manera estás metido en la delincuencia.
El agente respondió a todo
que no, porque así era. Pero no aceptó la oferta que le hizo el oficial. Puedo
hacer que apruebes, pero tienes que trabajar para mí, para la gente con la que
yo jalo fuera de aquí, con otra raza. Discretamente y agarramos más billetes.
Pero todo a la sorda. Somos muy poquitos. Yo soy el jefe. Si me dices que sí,
pues haz de cuenta que pasaste el examen, yo me encargo.
No aceptó. Pensó en sus dos
hijos, su esposa. En sus manos limpias y la frente en alto. Su uniforme, la
placa reluciente y los zapatos siempre boleados, brillosos. Su vida tranquila y
esa rutina que tanto saboreaba de llegar a su casa sin temor, abrazar a los
morros y echarse un café mientras ve las telenovelas, echado en ese sillón
viejo y mullido. Pensó en la vida breve, en ese parpadeo entre el cañón
escupiendo fuego y el amanecer con el cuerpo tibio de su mujer a un lado,
disponible y a la mano: en espera de él, de su mano, su músculo entero.
No me interesa, respondió.
Cinco días bastaron, después del examen, para que le dijeran que había
reprobado. Le dieron veinte mil pesos, como despedida. Guardó su uniforme como
quien acuna a un bebé y ahora trabaja en un hotel: cuida las sombras de los
muebles en los pasillos, vigila el estacionamiento y que no se empañen sus
ojos.
Columna publicada el 3 de febrero de
2019 en la edición 836 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 5 FEBRERO, 2019)
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