A 100 kilómetros de Medellín está uno de
los municipios más afectados por el enfrentamiento entre la guerrilla y los
paramilitares. Entre 1998 y 2005, el 70 por ciento de sus habitantes huyó.
Después de años de masacres y desapariciones, los sancarlitanos se enfrentan
hoy a la reconciliación en tiempos de paz.
SAN CARLOS, Colombia — Antes
de terminar su café, Ángela Moreno, una activista mulata de 44 años, bajó la
cabeza y susurró: “Ese es el hombre que mató a mi hermano”.
Había lanzado una mirada
furtiva a un hombre mayor que ella que caminaba cerca de la plaza de San
Carlos, un municipio de 16.000 habitantes a unos 100 kilómetros de Medellín en
el que los dos habían crecido y conocido la guerra.
Cuando el presunto asesino de
su hermano se alejaba, Ángela, que ayuda a sus paisanos a convivir después de
la guerra, se retorció en su silla y dijo: “Puede que algún día hable con él,
pero a estas alturas del conflicto no creo que los grupos armados sean los
únicos actores. El solo hecho de permitir que pasara lo que pasó nos hace actores
del conflicto a todos, todos, todos”.
Era un viernes de agosto y
los habitantes de las veredas llenaban la plaza para comprar víveres donde
hasta hace una década había vacío: el 70 por ciento de los sancarlitanos había
huido del terror de los grupos guerrilleros y los paramilitares.
La noche anterior, Ángela
estaba sentada en otra terraza de la plaza cuando un exparamilitar se acercó
para contarle quién había matado a su hermano Nodier Moreno —el tercero de los
cuatro hermanos que le quitó la guerra—, hacía dieciséis años: le dijo que a
Nodier le habían disparado después de raparle la cabeza porque no aceptó la
oferta forzosa de reclutamiento de los paramilitares. Y que quien lo mató fue
ese vecino que ella conocía desde niña.
Hace más de una década que la
guerra en San Carlos no se ve pero se recuerda. O, en algunos casos, se evita
recordar. Los sancarlitanos han desarrollado dos memorias: la de la vida
tranquila de un pueblo en el oriente del departamento de Antioquia y la de tres
décadas de guerra.
Entre 1998 y 2005, en los
años más duros del conflicto en San Carlos, cerca de 18.000 personas
abandonaron el municipio, convirtiendo a la región en una de las cinco con
mayor número de desplazados en Colombia.
Hoy, por su plaza de baldosas
color ladrillo cruza gente de maneras sencillas y traumas complejos: Betty
Loaiza, una profesora rural que se comió una hoja de un cuaderno con una lista
llena de nombres delante del comandante paramilitar que había dado la orden de
matarla; Judith Flores, que buscaba cadáveres con un grupo de mujeres porque si
lo hacían los hombres los mataban; don
Adolfo Urrea, un anciano que perdió un brazo por la explosión de un coche bomba
de la guerrilla; Carlos Andrés Pérez, un exparamilitar que se desmovilizó en
2005 y ahora trabaja en el único billar del pueblo.
Un grupo de agricultores veteranos
conversa en la plaza de San Carlos, en agosto de 2017. Credit Federico Rios
Escobar para The New York Times
A unas cuadras de la plaza,
en una casa colonial, vive Herminia Castaño, una mujer que entre 1998 y 2005
compró en secreto decenas de periódicos cuando no se vendía prensa en el pueblo
—porque los diarios no llegaban o porque los quemaban al llegar— porque tenía
miedo de que nadie se acordara de los 1250 homicidios, las 327 víctimas por
minas antipersona, las 210 desapariciones forzadas, las 12 víctimas de
violencia sexual y las 33 masacres que, según el Centro de Acercamiento,
Reconciliación y Reparación (CARE) del municipio, se produjeron en los años en
los que San Carlos se convirtió casi en un pueblo fantasma.
Ahora, víctimas y asesinos
toman café y comentan los chismes del pueblo mientras construyen la paz y
lidian con su guerra interna.
‘¿USTED POR QUÉ ME VA A MATAR?’
El padre de Ángela Moreno
tuvo once hijos y dos de ellos nacieron el mismo día en la casa familiar: uno
era hijo de su esposa, otro de su cuñada. Su suegra atendió los dos partos. Con
el tiempo, uno se hizo conductor de autobús y resultó herido en un atentado de
un grupo guerrillero; el otro, Gildardo, el hijo de la cuñada, sería el primero
de la familia en morir asesinado.
Pero hasta los años setenta,
para los hermanos la guerra solo era una historia que contaba la abuela sobre
La Violencia, la lucha entre conservadores y liberales que en décadas
anteriores había dejado unos 200.000 muertos en Colombia.
Ángela Moreno recuerda que
fue después de la muerte de su padre, cuando ella todavía era una niña y ya se
encargaba de muchos quehaceres de la casa, que empezó a escuchar historias
presentes de violencia. Una gran hidroeléctrica había llegado al municipio y
tres de sus hermanos empezaron a trabajar para la empresa, que se convirtió en
la principal fuente de trabajo.
Un altar en una de las casas abandonadas
durante la guerra en la zona rural de San Carlos Credit Federico Rios Escobar
para The New York Times
Los sacerdotes advertían a
los fieles que tenían que cuidar el pueblo, porque la vida sencilla de San
Carlos en la que los niños chapoteaban en los charcos y jugaban con cartones en
los montes ajenos al peligro, se iba a acabar. Llegaron los trabajadores
extranjeros. Llegó el dinero. Y llegaron los grupos armados: primero el ELN, la
década siguiente las FARC y, desde los años noventa, los grupos paramilitares.
Muchos sancarlitanos
denuncian que, a medida que la violencia iba asfixiando al municipio, el
ejército pasó del abuso de poder al asesinato de civiles que hacían pasar por
guerrilleros y, después, a la connivencia con los paramilitares.
“Al principio la guerrilla
era sana, nunca pensamos que íbamos a llegar a esto”, dice Ángela Moreno. “Pero
nos equivocamos. Después pensaba: ‘Mi familia no ha hecho nada malo, ¿por qué
nos iban a hacer algo?’. Y, otra vez, nos equivocamos demasiado”.
Una noche de 1991, cuando la
familia velaba a la abuela en la casa, Ángela escuchó un grito: “¡Gildardo!”.
Era de madrugada y todos los asistentes al velorio salieron a la calle, donde
encontraron el cadáver de su hermanastro. Una cuadrilla del MAS (Muerte a Secuestradores),
un grupo paramilitar creado con el dinero del Cartel de Medellín, había llegado
a la ciudad. Le preguntaron a Gildardo Moreno por el paradero de un
guerrillero. “¿Yo qué hijueputas voy a saber?”, respondió. Le pegaron un tiro.
El cuerpo quedó en la calle hasta el amanecer y la familia volvió a velar a la
abuela.
“Al principio la guerrilla
era sana, nunca pensamos que íbamos a llegar a esto, pero nos equivocamos.
Después pensaba: ‘Mi familia no ha hecho nada malo, ¿por qué nos iban a hacer algo?’
Y, otra vez, nos equivocamos demasiado”.
ÁNGELA MORENO
Los grupos paramilitares no
tomarían el control del pueblo hasta unos años más tarde, pero la violencia ya
se engendraba en el monte. Ángela Escudero, una mujer rolliza que ha enterrado
a su marido y a uno de sus hijos, contó cómo las FARC y el ELN llevaban décadas
instalados cerca de Dos Quebradas, una de las 76 veredas del municipio de San
Carlos. En los noventa empezaron los asesinatos selectivos.
“En diez años mataron a siete
personas”, dijo Escudero. “Por sospechas, vicios o chismes de vecinos”. La
guerra también se utilizaba para resolver problemas personales. A uno lo
acusaban de guerrillero y los paramilitares lo desaparecían. También ocurría en
el otro sentido. Dar un vaso de agua a un enemigo en un territorio controlado
podía causar la muerte.
En Dos Quebradas, una finca
comunitaria que dependía de su ganado, esto comenzó el 31 de octubre de 2001
cuando la guerrilla les robó entre ochenta y cien vacas. “Sobrevivimos de
milagro”, comentó Escudero. La comunidad, en aquel entonces de unas cincuenta
familias, empezó a sembrar plátano, yuca y café para mantenerse. “Cuando las
autodefensas llegaron a San Carlos, la guerrilla nos amenazó y nos prohibió
llevar productos allá porque era ir a alimentar a los contrarios. Nosotros no
entendíamos de esa guerra. Solo entendíamos de trabajar”.
En 2002, la guerrilla mató a
su esposo por ser el líder de la comunidad.
En las veredas contiguas se
escuchaba de masacres y las Autodefensas Unidas de Colombia empezaban a
incursionar en la zona y pintaban las paredes con sus siglas. “Nosotros
borrábamos todas las letras, tanto de las guerrillas como de los paramilitares.
Era una manera de decir ‘No estamos con nadie’”, dijo Escudero.
Ella llevaba productos al pueblo
a pesar de la prohibición. Algunas familias aprovechaban la noche para escapar.
Unas treinta veredas del municipio de San Carlos quedaron abandonadas y en
otras veinte solo quedaron un puñado de personas. Todavía es común ver las
casas vacías de los que nunca regresaron.
Una de las casas abandonadas en la zona
de San Carlos. Durante los años más duros de la guerra, miles de habitantes se
fueron para huir del horror y nunca regresaron. Credit Federico Rios Escobar
para The New York Times
El 16 de enero de 2003,
Escudero fue a San Carlos para matricular a uno de sus hijos en un hogar
juvenil porque en las veredas muchos jóvenes eran reclutados por las FARC.
Cuando llegó al pueblo se encontró con decenas de hombres camuflados. Entró a
su casa y se sentó en la cama con su otro hijo de 10 años desde donde escuchaba
las ráfagas de las metralletas. Ese día mataron a casi todos los hombres y a
cinco mujeres. En las veredas contiguas, Dinamarca y la Tupida, también hubo masacres.
Entre los muertos estaba su
hijo de 17 años: “Él se fue a otra vereda a una oración. Se quedó con unos
amiguitos ahí compartiendo cuando llegó la guerrilla y masacró a los niños”,
cuenta Escudero. Aquella noche, los habitantes de Dos Quebradas se fueron.
“¿Qué íbamos a hacer con una serie de muertes, con tantas amenazas? Entonces
dijimos: ‘Organicémonos y vámonos todos a San Carlos a ver qué hacen con
nosotros’”.
En San Carlos, los
paramilitares ya controlaban el pueblo. Betty Loaiza, una maestra rural,
recordaba la primera incursión del grupo paramilitar Bloque Metro en 1998:
“Entraron armados y uniformados. Si tocaban la puerta y alguien salía, se lo
llevaban para el coliseo, ahí empezaron a clasificar gente para matarla”.
Esa vez las autodefensas
reunieron a unos mil hombres. Tenían listas con nombres y le pedían a cada uno
su cédula para confirmar si había que matarlo o no. El mismo día, a unos pocos
kilómetros allí, en la vereda La Holanda, asesinaron a trece personas y quince
más desaparecieron. Fue el comienzo del terror sistemático con el que operaron
los paramilitares.
A partir de ahí, las llamadas
“rutas del terror” —recorridos en los que los paramilitares dejaban una estela
de muerte por las veredas—, las listas y las masacres públicas se hicieron
comunes en el pueblo. Los asesinos dejaban los cuerpos en las calles o en medio
del monte.
“Llegó un momento tan
horrible que los hombres no podían ni recoger los cuerpos porque también los
mataban, entonces se formó un grupo de mujeres voluntarias que se encargaba de
enterrar a los muertos”, dijo Judith Flores, que fue una de las llamadas Damas
de Negro. “A nosotras no nos tiraban”.
Judith Flores fue una de las llamadas
Damas de Negro: un grupo de mujeres voluntarias que se encargaba de enterrar a
los muertos, ya que los hombres no podían recoger los cuerpos porque también
los mataban. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times
La cercanía con la muerte
también se convierte en hábito. Antes de pagar la factura de la luz cerca de la
plaza, Flores contó que las FARC le asesinaron a su primer marido y los
paramilitares al segundo: “Con ese me hicieron un favor… porque vivíamos muy
mal”.
Los que se quedaron en San
Carlos durante esos años, como la maestra Betty Loaiza, fueron conocidos como
los Resistentes. A pesar de ver a sus vecinos marcharse, de encontrarse con
muertos en su camino a la escuela, de que su hermano fuera desaparecido en 2002
y de saber que su nombre estaba en una lista de gente para ser asesinada,
Loaiza se negaba a dejar su casa.
“Yo no había hecho nada malo.
¿Por qué me iba a ir? Yo dije: ‘No, lo que tengo que hacer es hablar con quien
me va a matar’”. La maestra se llevó una virgen y se fue a hablar con el líder
paramilitar. “Yo me confié en Dios y le dije: ‘¿Usted por qué me va a matar?’”.
El jefe la miró sonriendo y
le explicó que ella estaba en la lista por darle clases a los hijos de
guerrilleros. Loaiza cuenta que le explicó que ella enseñaba a niños sin importar
de dónde fueran, mientras él le mostraba un cuaderno que tenía en la mano.
“Estaba lleno de gente para matar, eso era impresionante, con nombre y cédula
de cada uno”. El jefe tuvo una concesión con ella y la dejó arrancar la hoja en
la que estaba su nombre. A ella solo se le ocurrió comérsela por pedacitos.
‘YO NUNCA SENTÍ ODIO’
A mediados del año 2000, los
paramilitares le advirtieron a Ana Velásquez y al resto de los habitantes que
tenían tres días para abandonar Samaná, el corregimiento donde ella soñaba que
iba a envejecer entre plantaciones de maíz, frijol y gallinas y ganado.
Velásquez recogió sus cosas y
se llevó a sus ocho hijos a Medellín. Samaná quedó casi vacío. Cuando llegó a
la ciudad, su marido, que se había ido un año antes también amenazado, estaba
con otra mujer. Buscó trabajo, pero no sabía hacer otra cosa que no fueran las
tareas del campo. Algunos días cogía un autobús y deambulaba durante horas en
la ciudad sin destino. Por eso decidió volver al municipio, aunque la guerra no
había acabado.
Unos meses después de
regresar estalló una bomba y su hijo más pequeño se metió debajo de la cama
mientras gritaba: “Mamá, ¿por qué me ha traído a este pueblo otra vez?”.
Velásquez se fue a vivir a otras
veredas y solo regresó a Samaná una vez. La última imagen que vio fue la de un
camión con cadáveres, incluido el de uno de sus hermanos y un tío. El 10 de
julio de 2004, las FARC masacraron a siete campesinos que habían vuelto para
recuperar sus tierras. Al año siguiente, la mayoría de los paramilitares de la
región se acogió al proceso de desmovilización y finalizó el periodo más crudo
de la guerra.
“Lo peor después de la guerra
es que hemos perdido la confianza con el vecino y para la gente como mi padre,
un tiempo que no tienen y eso es irrecuperable”, dijo Velásquez en la plaza del
pueblo. “A veces me siento forastera”.
El retorno de los Velásquez,
como el de todo el municipio, fue un regreso a medias. Su padre, un hombre
anciano y enfermo que vive en casa de un hermano en Medellín, quiere volver al
campo, pero no tiene adónde regresar.
“Está encerrado y lo único
que quiere es pasar sus últimos días en el campo. Pero él vendió sus tierras
después de la muerte de mi hermano y mi tío porque pensaba que nunca podría
volver. Yo no quiero dinero”, dijo Velázquez. “Yo lo que quiero es un pedacito
de tierra para mi padre”. Ella, que ahora coordina una asociación de mujeres
del campo retornadas, calculaba que, de las 85 integrantes de la asociación,
unas 50 están sin tierra.
Un hombre juega con una máquina tragamonedas
en el único billar del pueblo, donde trabaja un exparamilitar desmovilizado.
Credit Federico Rios Escobar para The New York Times
A Judith Flores las Farc le mataron al
primer marido; los paramilitares, al segundo. Credit Federico Rios Escobar para
The New York Times
Hace más de una década que la
guerra no se ve en la plaza de San Carlos, pero en las veredas la recuerdan las
casas vacías de la gente que nunca regresó. Hasta 2011, el periodo en el que se
produjo el regreso más grande, habían retornado 9000 personas al municipio,
poco más de la mitad de los que huyeron de la guerra.
Al día siguiente de contarle
a Ángela la verdad sobre el asesinato de su hermano, el exparamilitar aceptó
ser entrevistado a cambio del anonimato.
Aparcó su mototaxi y se
dirigió a las oficinas del Centro de Acercamiento, Reconciliación y Reparación
(CARE), ubicado en lo que durante los años duros de la guerra era el Hotel
Punchiná y fue utilizado como sede paramilitar.
Pastora Mira, una mujer a la
que le asesinaron a su padre y a dos hijos, le desaparecieron a una hija y la
amenazaron, es la coordinadora del centro que funciona en lo que, en otra
época, fue conocido como la Casita del Terror por las torturas, violaciones y
asesinatos que se cometieron allí. La otra integrante de CARE es Ángela Moreno.
El edificio donde funciona
CARE hoy es el símbolo de la convivencia en San Carlos, un pueblo que pasó de
ser ejemplo del horror de la guerra a un ejemplo de que víctimas y victimarios
pueden convivir en el mismo espacio. Porque aún con la desconfianza, los
sancarlitanos ahora hablan, caminan y se mantienen allí.
Pastora Mira, la coordinadora del Centro
de Acercamiento, Reconciliación y Reparación (CARE) de San Carlos Credit
Federico Rios Escobar para The New York Times
Una vez en la oficina, el
exparamilitar, un hombre esquelético con el pelo cortado a cepillo y grandes
cadenas de oro colgándole en el pecho, contó que había estado veintiocho meses
en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), hasta 2004, cuando pensó “que
había cumplido un ciclo porque habíamos limpiado el pueblo”. Se fue de San
Carlos, pero volvió cuatro años después.
Dice que se unió a los
paramilitares para “despojar al pueblo de la opresión” y asegura que hoy puede
caminar tranquilo por allí, a pesar de haber sido parte de un grupo que
masacraba a sus vecinos. “Hubo muertes que no fueron injustas”, dijo.
Un mes después de haberse
incorporado, el hombre patrullaba con un fusil R15 cuando escuchó en la radio
que Nodier Moreno, el hermano de Ángela, había sido asesinado. Dice que sintió
un frío en el cuerpo desde la cabeza a los pies. “Nunca me imaginé que el
conflicto lo fuera a tocar a él”. Durante años, la familia de Moreno pensó que
él había estado involucrado en la muerte de Nodier. Lo evadían en la calle y un
par de veces lo increparon para saber qué había pasado; pero hasta esa tarde de
agosto, nunca había contado lo que sabía.
“Siempre hay tres verdades:
la del que supuestamente lo mató o el que dio la orden. La verdad que se llevó
él y la de Dios, que es el único que sabe lo que hizo. Anoche ella me preguntó
y yo le dije mi verdad, que es la única que garantizo”, explicó el hombre, que
decía sentirse sereno tras la conversación con Ángela.
En su escritorio, en
silencio, Ángela Moreno presenció la conversación. Cuando el ex paramilitar
volvió a su mototaxi, ella dijo: “Yo nunca sentí odio, esto es una paz para las
generaciones que vienen, para no repetir la historia”. Su historia dice que la
guerra le quitó a cuatro hermanos: a Gildardo, primero, en el velorio de la
abuela, y en solo tres años, desde 2000 hasta 2003, a Francisco Luis en una
masacre de los paramilitares, a Nodier por negarse a ser reclutado y a Sergio
en una masacre de las FARC.
Durante los peores años del
enfrentamiento entre guerrilleros y paramilitares en Colombia, siete de cada
diez sancarlitanos huyeron del municipio para escapar del terror y la
violencia. Las casas vacías de aquellos que nunca regresaron siguen recordando
la guerra. Credit Federico Rios Escobar para The New York Times
En aquel tiempo Ángela tuvo
dos hijas. La mayor estudia en Medellín, la pequeña vive con ella. En esos días
preparaba su solicitud para la universidad. Viven en una casa grande, antigua,
a pocas cuadras de la plaza del pueblo.
Cuando Ángela se va de viaje,
su hija solo sale de casa para ir al colegio. Es callada, tímida, le cuesta dar
afecto. “Yo creo que son traumas, porque a ella la tuve en los peores años del
conflicto”. A veces, cuando las dos caminan por la calle, su hija se gira
bruscamente y mira hacia atrás como si hubiese visto un fantasma.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ ALEJANDRA SÁNCHEZ
INZUNZA Y JOSÉ LUIS PARDO VEIRAS/14 DE DICIEMBRE DE 2017)
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