viernes, 25 de agosto de 2017

LA VIDA MARCADA DE UN EXINTEGRANTE DE LAS MARAS


Un exintegrante de las maras busca renacerCreditFred Ramos/El Faro

La herencia de la brutal guerra civil de El Salvador quedó estampada con tinta azul en el rostro de Raúl Valladares. La palabra “Eighteen” (dieciocho) en su frente revela lo que solía ser: miembro de una de las maras de El Salvador, cuya violencia sigue causando que sus habitantes intenten buscar refugio en Estados Unidos.

Valladares no puede escapar de su pasado a pesar de haber abandonado a su pandilla (Barrio 18 Revolucionarios) hace una década, después de haberse convertido en creyente dentro de prisión. Los tatuajes del pandillero, que en alguna época fue conocido como el Shadow, lo convierten en un hombre marcado: quienes podrían ofrecer trabajo lo rechazan y es perseguido por sus rivales, que solo ven la tinta antigua pero no un espíritu reformado.

En un país donde cerca de 75.000 personas murieron durante los doce años de guerra civil, la vida posterior a los acuerdos de paz de 1992 ha sido cualquier cosa menos tranquila. Las tasas de homicidios, que compiten con las peores de la época de la guerra, han desatado la represión por parte de los funcionarios.

 “La sociedad salvadoreña siente mucho rencor hacia las pandillas por todo el daño que han causado”, dice Fred Ramos, un fotógrafo que ha documentado la vida de Valladares fuera de la cárcel, que ahora transcurre en la congregación cristiana evangélica a la que pertenece y que también alberga a otros 30 exintegrantes de pandillas. “La sociedad no les da la oportunidad de un trabajo digno. No pueden ir ni al parque sin enfrentar discriminación. Las señales de su pasado pandillero se encuentran en sus manos y en sus rostros. Van de su casa a la iglesia y de la iglesia a su casa”.



Raúl ve la televisión en su casa con su hijastro, Josué. Credit Fred Ramos/El Faro

Alrededor de 60.000 personas —inmersas en la pobreza y sin oportunidades— pertenecen a las pandillas de El Salvador. Son los responsables de que la tasa de homicidios del país sea la más alta del mundo. Ramos ha visto lo peor de la violencia relacionada con las pandillas de su país durante el tiempo que ha trabajado en El Faro, un medio de periodismo de investigación elogiado y reconocido por no titubear en su trabajo de cobertura de la violencia.

Sin embargo, Ramos sentía que en la cobertura que se hace de las pandillas a menudo faltaba alguna forma de comprensión de lo que los pandilleros enfrentan una vez que dejan esa vida e intentan empezar otra como civiles. El fotógrafo encontró el escenario adecuado para esa historia en Ebenezer, una pequeña iglesia cuyo ministerio para miembros de pandillas, La Final Trompeta, habla sin rodeos de últimas oportunidades y del juicio final.

Valladares, quien se unió a su pandilla a los 13 años, accedió a que Ramos lo siguiera con una condición: no hacer preguntas sobre su pasado criminal o sobre miembros de su mara. Hoy Valladares tiene 34 años y lleva cinco fuera de la cárcel. Vive con su pareja y dos niños. Como no encuentra trabajo, se queda en casa con los niños mientras ella vende verduras en la calle. Antes estuvo casado, pero contó que una pandilla rival asesinó a su esposa a balazos al día siguiente de su boda.

Abandonar la vida criminal para volcarse a la religión fue muy complicado, le dijo Valladares al fotógrafo, porque los otros presos lo marginaban y se burlaban de él poniéndole sobrenombres como Oveja o Aleluya. De cualquier modo se sentía seguro, al menos en comparación con el mundo desconocido que le esperaba al salir de la prisión cinco años después.

“En la cárcel se sentía tranquilo hasta cierto punto”, explicó Ramos. “Nadie lo juzgaba porque todos son criminales. La prisión era una burbuja. Quedar en libertad significaba confrontar las miradas de la gente que lo rechazaba y lo odiaba”.

O que le temía.

“Fue a un restaurante y aunque había personas antes que él, la mesera vio sus tatuajes y le sirvió primero”, narró Ramos. “No quiere que la gente lo vea con miedo, por eso esconde sus tatuajes detrás de una gruesa capa de maquillaje”.


Raúl mira su rostro en un espejo después de maquillarse para cubrir sus tatuajes. Credit Fred Ramos/El Faro

Hace casi un año y medio le dispararon desde un auto en movimiento y le dieron en el brazo. A veces, cuando sale, se cubre el rostro con la esperanza de que nadie se percate de sus tatuajes. También se inscribió en un programa del gobierno para eliminar sus tatuajes con láser. Cada dos semanas se somete a un proceso doloroso que durará años.

“Le pregunté qué era más doloroso: si recibir golpes durante 18 segundos al momento de entrar a la pandilla o deshacerse de los tatuajes”, contó Ramos. “Me respondió que dejar a la pandilla había sido más doloroso”.

Las pandillas llevan mucho tiempo siendo un problema en El Salvador, aunque no nacieron allí: se importaron de las calles de Los Ángeles y otras ciudades estadounidenses cuando jóvenes criminales fueron deportados a sus países de origen. Habían llegado a Estados Unidos indocumentados de la mano de sus padres, que huían de la guerra civil. Después de los acuerdos de paz, las filas de las pandillas se engrosaron drásticamente.

En una nación que estaba harta, o más bien aturdida por décadas de conflicto, la respuesta pública fue tolerancia cero: el gobierno impuso tácticas de mano de hierro para reprimir a las pandillas, aunque esa manera de afrontar el problema no ha detenido las matanzas, así como tampoco lo logró la tregua temporal de 2012.

“El periodo de la posguerra tuvo demasiada violencia”, explica Ramos. “Doce años de guerra sumieron al país en la pobreza y lo dejaron con demasiados problemas derivados de la desigualdad que han sido ignorados por las autoridades”.

Una década después de que comenzara a recorrer su nuevo camino, las experiencias amargas minan la esperanza de Valladares. Tal vez algún día encuentre trabajo, pero no es probable que los conflictos que lo han marcado se resuelvan pronto.

“Hemos hablado un poco sobre la situación de violencia y, según lo que me ha dicho, no tiene mucha esperanza”, cuenta Ramos. “La situación es demasiado complicada por la represión de la policía y porque hay un gobierno que no desea negociar con las pandillas, sino suprimirlas. Eso solo atizará las llamas”.


(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ DAVID GONZALEZ / 21 DE AGOSTO DE 2017)

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