domingo, 7 de julio de 2013

TESTIMONIOS DESDE EL INFIERNO; HABLAN LOS ESCLAVOS DEL CRIMEN


PROCESO
México, DF.- “Mi hermano desapareció cuando tenía 19 años. Trabajaba en el pueblo, en una carpintería, y un día unos amigos le dicen que los acompañe a llevar una troca a la sierra, llegando allá con un mueble les dicen: ‘Ustedes se van a quedar aquí a trabajar’, y les dan armas poderosas y trocas y los ponen a cuidar al pueblo. Estaban bajo las órdenes de un comandante, entre la gente, matando. Porque los ponían a matar. Pero mi hermano nunca mató”.
El testimonio es de una joven de Chihuahua. No es un relato más de los que se susurran durante las reuniones de familiares dedicados a la búsqueda de uno de los suyos –extraviados, levantados, secuestrados o desaparecidos–, de esos que dan cuenta de que no todos los desaparecidos están muertos, algunos están vivos, esclavizados; esta historia contiene datos, nombres de pueblos, descripción de criminales.
“Llegaban a las casas y así nomás apuntaban con sus armas, violaban a señoras. Los trataban muy mal, duraban 15 días sin bañarse, de comida les daban puras Maruchan, los traían robando, armados, dando vueltas por el pueblo”.
–¿Y cómo sabes eso? –se le pregunta.
–Mi hermano nos lo contaba.
–¿Cómo?
–Un día logró ir a un cerro y desde arriba le llamó por teléfono a mi papá para decir que estaba bien, pero que los trataban muy mal. Otro día apareció en casa... aprovechó que hubo una balacera... Escapó.
La joven, aunque habla en voz baja, no se ve nerviosa. Parece que tiene necesidad de contar su historia. Está en un encuentro de familias de todo el país que también buscan a uno de los suyos. Aquí supo que su caso no es aislado y acaba de prometerse que nunca dejará de buscar a ese hermano mayor que regresó del infierno y se lo describió, pero tuvo que regresar a él, por su propio pie, para salvar a su familia de ser sometida a un purgatorio, lento, cruel, salvaje, en esta vida.
“Cuando escapó, ellos llamaban a mi hermano para decirle que se regresara para que no nos mataran a nosotros. Mis papás lo mandaron a Chihuahua con un tío, pero él estaba intranquilo. Duró allá unos días, regresó a la casa, creemos que para entregarse, y de inmediato vinieron por él y se lo llevaron a la sierra. La última vez que supimos de él fue un día que habló llorando, decía que no quería estar ahí, que no aguantaba, que veía cosas, que hacían muchos delitos. Llevamos dos años sin noticias”.
El infierno que ella describe es el de una prisión sin rejas. Una cárcel a campo abierto; su hermano vivía con puros jóvenes, unos reclutados a la fuerza, otros estaban ahí por su voluntad, en una casa abandonada a las afueras del pueblo. Se turnaban para dar rondines y vigilar que no llegaran otros a balear. “Ellos eran la policía del lugar”, dice.
Esos “policías” estaban armados, patrullaban en camionetas robadas, no tenían horarios de descanso, comían lo que podían, vivían “bien locos”, estimulados por mariguana o cocaína y sus excesos con frecuencia terminaban con balazos y asesinatos entre ellos. No recibían paga y tampoco podían renunciar al trabajo, ya que sus captores conocen a sus familias.
“De aquí son muchos jóvenes que los linieros (integrantes de La Línea, brazo armado del cártel de Juárez) se han llevado así. A unos los llevan a trabajar a Cuauhtémoc, Guachochi, San Juanito, Creel, La Junta, Guadalupe y Calvo, Batopilas, a diferentes lugares, o andan cerca de ahí. Unos se han escapado, pero si regresan, se los llevan”.
El acuerdo para esta entrevista es no revelar datos que puedan ayudar a ubicar a la informante, quien ya vive en otra región del país. Aunque dice que son tantos los jóvenes reclutados a la fuerza, con la misma historia, que cualquiera podría haberla narrado.
La posibilidad de que algunas personas consideradas desaparecidas estén con vida, prisioneras, trabajando como esclavas, es una certeza para muchas familias que se han dedicado a investigar el paradero de los suyos y también para organizaciones de derechos humanos de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, la Ciudad de México y Guanajuato; personal de los albergues de migrantes y de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF), el obispo de Saltillo, Raúl Vera, y hasta el Gobernador de Coahuila, Rubén Moreira.
Campos de concentración
Raúl Vera está convencido de que las personas desaparecidas no son huesos: “Hay indicios muy fuertes de que estas personas pueden estar en campos de concentración, donde están haciendo trabajos forzados. Hemos sabido de gente que dice: ‘me escapé’ y que estuvieron en campos, los estaban preparando para usar armas. Por migrantes sabemos que estuvieron secuestrados en casas de seguridad”.
Según reportes de las organizaciones civiles, son forzados a trabajar en el halconeo, el sicariato, la pizca de mariguana, la extorsión, la construcción de túneles, la limpieza de las casas de seguridad y la alimentación de sus prisioneros, la esclavitud sexual o la instalación de equipos de comunicación. O a fungir como policías de regiones tomadas por el narcotráfico.
“Es muy probable que estén caminando entre nosotros, sueltos, pero vigilados porque tienen un trabajo que cumplir”, dice Alberto Xicoténcatl, director de la Casa del Migrante de Saltillo, albergue al que han llegado sobrevivientes de esa tragedia que la PGR ha calificado como “crisis humanitaria”.
Nadie contesta
El fenómeno de la desaparición de personas comenzó a evidenciarse a partir de 2007 en los lugares disputados entre bandas del crimen organizado y las fuerzas federales. Al poco tiempo, organizaciones de derechos humanos escucharon los primeros relatos sobre personas arrancadas de sus hogares y que luego fueron vistas con vida.
Uno de esos testimonios es el del mexicano-estadounidense José Esparza Cháirez, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, quien dijo a la periodista Carmen Aristegui que al buscar a sus tres hermanos desaparecidos en enero de 2009 en Cuencamé, Durango, varias personas le informaron que los habían visto trabajando como sicarios por la región, disfrazados con uniformes de la Policía Judicial.
Datos como ese eran difíciles de creer y los defensores los atribuían a la esperanza de las familias de que sus seres queridos estuvieran vivos. La hipótesis era que los cárteles mataban pronto a quien levantaban. Con el tiempo, conforme más familias comenzaron a agruparse y detectaron tipologías similares en los casos, la teoría cambió.
Coahuila
Blanca Martínez, la directora del Centro de Derechos Humanos Fray Juan de Larios, que cobija a la organización de familiares de Fundem/Fuundec, creada en 2009 en Coahuila, señala: “Tardamos un rato para llegar a esta hipótesis del trabajo forzado. Fuimos muy cuidadosos de no fomentar una utopía. Sabíamos que las familias, en su dolor, tienen que aferrarse a cualquier esperanza, pero después tuvimos algunos indicios de que es posible”.
El abogado Juan López dice que aunque han sabido de personas que “aparecen” en otros estados, no han podido entrevistar a ninguna: “La gente que escapa queda descompuesta, psicológicamente rota. Se sabe que aparecieron, pero no dónde están. Es tan estrujante la experiencia que alcanzan a llegar a sus casas, toman sus cosas y huyen. Se fuerzan a desaparecer y empezar su vida lejos”.
El trabajo de Pedro Pantoja
El sacerdote Pedro Pantoja, fundador de la Casa del Migrante de Saltillo, quien sí ha tratado con los sobrevivientes de ese infierno, los describe:
“Llegan flacos, maltratados, horrorizados porque los tuvieron ‘trabajando’. No siempre pueden hablar, y si lo hacen es con terror de lo que vivieron en esos hoteles, bodegas o almacenes donde los tienen, donde veían llegar a la policía. Algunos fueron torturados, otros llegan casi con pérdida de personalidad”.
Es tal el trauma de estos hombres y mujeres que debió crear un área de salud mental para atenderlos.
Las organizaciones de derechos humanos del país registran que la mayoría de los desaparecidos en las zonas disputadas por los cárteles son hombres en edad productiva (de 19 a 35 años) y muchos de ellos hacían un trabajo especializado. Un ejemplo son los 12 técnicos dedicados al mantenimiento e instalación de antenas de telecomunicación desaparecidos, 10 de ellos en Tamaulipas y dos en Coahuila.
“Entre los que buscamos hay ingenieros, y lo piensas cuando ves que descubrieron los llamados narcotúneles con trabajo de ingeniería. También hay veterinarios, albañiles, y varios con habilidades que los hacen susceptibles de trabajar en una gran empresa como la delincuencia organizada”, dice Blanca Martínez.
Alfonso y Lucía, padre y madre del ingeniero en sistemas defeño Alejandro Moreno Baca, desaparecido el 27 de enero de 2011 tras pasar la caseta de Sabinas Hidalgo rumbo a Texas, comparten la hipótesis de muchas familias: “Ellos (los criminales) necesitan de todo tipo de gente para que la maquinaria funcione. Es por lógica. Necesitan médicos, enfermeras, ingenieros, obreros, albañiles, por eso se los llevan”.
La pareja descubrió que los tripulantes de otros cuatro autos desaparecieron en el mismo tramo carretero. Pero no fue sino hasta agosto de 2011, a partir de que dos policías federales fueron degollados en la zona, que el Ejército y la Policía Federal realizaron operativos en esos municipios nuevoleoneses colindantes con Tamaulipas y encontraron un campamento donde entrenaban unos 200 futuros sicarios, ranchos ocupados por sicarios, 38 antenas en Escobedo y 43 repetidoras en Saltillo. Tuvieron un enfrentamiento en El Vallecillo, donde 20 gatilleros fueron asesinados y 40 escaparon.
Mientras muestra esas noticias, Alfonso Moreno reflexiona: “Alguien tiene que estar operando las antenas que usa la delincuencia organizada, no sabemos si ahí traen a los jóvenes, obligados a trabajar, o si a mi hijo lo obligaron a ser sicario y es uno de los que la nota dice que escaparon”.
El 5 de junio pasado, tras varios meses de entrevistas con familiares de Fundec, el gobernador Rubén Moreira, quien ha reconocido que en su estado han desaparecido 2 mil personas, anunció que su gobierno busca también a los vivos. Contra la lógica nacional, no sólo busca restos. 
  
(ZOCALO/ Proceso/ 07/07/2013 - 04:01 AM)

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