El Jefe del Ejecutivo federal dijo
declaró “el fin de la guerra contra el narco” a finales de enero pasado. Al
mismo tiempo profundizó en la estrategia militarista de seguridad pública con
la aprobación de la Guardia Nacional el pasado 21 de febrero, Guardia que,
aunque tenga un mando civil, estará integrada en su mayoría por elementos del
Ejército y la Marina, responsables del muchas de las violaciones de derechos
humanos en pasados ejercicios. En materia de regularización, el Presidente
Andrés Manuel López Obrador se pronunció a favor de la legalización de la
mariguana y la Suprema Corte de Justicia la Nación emitió cinco resoluciones
que permiten su cultivo.
¿Qué hacer entonces con los cultivos de
amapola, materia prima del opio, y cuyo precio se ha desplomado, afectando a
miles de familias rurales en Guerrero? Ese el nuevo debate. Mientras tanto
muchas violaciones de derechos humanos contra comunidades indígenas a manos de
militares siguen en la impunidad.
Costa Chica de Guerrero, 24
de marzo (SinEmbargo).– Desde lo alto de San José Rancho Limón, en
Tlacochislahuaca, se despliegan las montañas escarpadas de la Costa Chica de
Guerrero. El agrietado camino que conecta esta comunidad con la cabecera
municipal impide velocidades mayores a 15 kilómetros por hora. Cloquean
guajolotes y gallinas, y el humo de las casas endurece el adobe. Enfrente de la
cancha se reúnen en asamblea los comuneros. Un voluntario del nuevo Gobierno
federal levanta encuestas para el censo rural. Tomamos asiento, tañen las
campanas y el comisariado llama a las mujeres para que podamos hablar con
ellas.
A este lugar en apariencia
tranquilo llegaron el 11 de marzo de 2018 alrededor de 100 soldados del 48
Batallón de Infantería, con sede en Cruz Grande, en Guerrero, un estado marcado
por la militarización. Buscaban cultivos de amapola, materia prima del opio.
Como habían hecho los comuneros de la comunidad vecina de Juquila Yucucani unos
días antes, las mujeres de San José se opusieron a la presencia del Ejército en
sus tierras y salieron a defender sus cultivos. Esta fue la primera vez que una
comunidad indígena de la montaña de Guerrero defendía abiertamente sus derechos
a cultivar amapola y marcó un parteaguas en la práctica en el país.
“Dos días después de que los
habitantes de Juquila Yucucani expulsaran a los soldados, regresaron con más
fuerzas. Al anochecer, de manera prepotente pasaron sobre nosotros y echaron a
andar hacia este rumbo. En la mañana, empezaron a entrar en las parcelas de
milpa y a destruirla”, cuenta Juana Vázquez Ramírez rodeada de otras mujeres y
niños de la comunidad; Paulino Rodríguez, del Centro de Derechos Humanos de la
Montaña (CDHM) Tlachinollan, traduce del tunsavi al castellano. “Salimos a la
carretera, estábamos impidiendo que pasaran, llegaron más personas de la
comunidad vecina. Santiago Sánchez [uno de los líderes agrarios y de los pocos
que habla español] fue a hablar con ellos, pero en ese momento nos aventaron a
la orilla de la carretera, nos empujaron con palos”, añade Vázquez Ramírez.
Los soldados las forzaron a
caminar durante más de siete horas bajo el sol, arrojando sus huaraches al
barranco e insultándolas “Si las arriamos como animales es por su culpa”, les
dijeron. Cuando trataron de pararse a beber, lo impidieron. “Algunas señoras
embarazadas habían sido golpeadas. Una compañera llevaba cargando a su niño fue
azotada en el estómago y hasta ahora sigue acostada en su casa”. La memoria de
décadas de agresiones por parte del Ejército se avivaba en la piel.
Juana Vázquez narra uno de los asaltos
militares a su comunidad: “Salimos a la carretera, estábamos impidiendo que
pasaran, llegaron más personas de la comunidad vecina. Santiago Sánchez fue a
hablar con ellos, pero en ese momento nos aventaron a la orilla de la
carretera, nos empujaron con palos”. Foto: Lenin Mosso, SinEmbargo
Días después de las
agresiones, el 23 de marzo, varios soldados se presentaron en la comunidad con
comida y medicinas. A pesar de la necesidad, la población las rechazó.
Con ayuda legal del CDHM
Tlachinollan, los vecinos de San José Rancho Limón y Juquila Yucucani
interpusieron una queja contra Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena),
elementos del 48 Batallón de Infantería, la Secretaría de Salud federal (SSA) y
la Secretaría de Educación Pública (SEP), ante la Comisión Nacional de Derechos
Humanos (CNDH). A casi un año de los hechos esta queja no ha prosperado y la
CNDH amaga con dar carpetazo a la investigación porque los habitantes siembran
amapola y porque la Fiscalía General de Justicia Militar ha abierto una
investigación interna por las agresiones. Esto a pesar de que tanto la Suprema
Corte de Justicia de la Nación como la Corte Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH) han resuelto que los delitos cometidos por miembros de las Fuerzas
Armadas mexicanas contra civiles han de ser juzgados por tribunales civiles, no
por tribunales castrenses.
Con apoyo del CDHM Tlachinollan, los
vecinos de San José Rancho Limón y Juquila Yucucani interpusieron una queja
contra la Sedena, soldados del 48 Batallón de Infantería, la Secretaría de
Salud y la SEP, por la agresión a sus comunidades; a casi un año la queja no ha
prosperado. Foto: Inés Giménez, SinEmbargo
POBREZA ESTRUCTURAL Y VIOLENCIA INSTITUCIONAL
La violencia contra la
población en Yucucani y San José es mucho más profunda que estos eventos. En su
última encuesta –del año 2010–, el Consejo Nacional de Evaluación de la
Política de Desarrollo Social (Coneval) consideraba que de los 19 mil 942
habitantes que habitan el municipio de Tlachochislahuaca, el 66.6 por ciento
viven en pobreza extrema y el 23.6 % en pobreza moderada. El 90.3 por ciento
tiene ingresos inferiores a la línea de bienestar.
A cinco y seis horas de
camino de la cabecera municipal, o a tres horas del de Putla, en la vecina
Oaxaca, en Yucucani y en San José, estas cifras de pobreza son todavía mayores.
La comunidad adolece de acceso a servicios de salud, vivienda, educación y
alimentación. Algunas mujeres mueren al dar a luz. A veces, enfermedades
prevenibles y curables, como gastritis, problemas de vesícula o gripa, resultan
fatales para niñas y niños. Así que sus medios de vida son dos: migrar para
vender su mano de obra barata como jornaleros y sembrar amapola; pero ambas
opciones se han recrudecido.
Con el aumento securitario en
el muro, lo primero cuesta ahora unos 180 mil pesos (7 mil dólares
aproximadamente), en vez de los 2 mil dólares de hace unos años. Por otro lado,
los precios a los que se compra la goma de opio cayeron a finales de 2017. Si
antes el gramo de goma se pagaba a 20 pesos, ahora éste no supera los 6 pesos
el gramo. Así que tras la siembra, el riego, el cuidado de las matas (con la
compra de fertilizantes y vitaminas) y el rayado de los bulbos, las familias
que cultivan amapola apenas sacan 600 u 800 gramos, y si logran cosechar un
kilo pueden ganar unos 8 mil pesos (350 euros) al año.
Esto se atribuye a la entrada
de fentanilo, un opioide sintético mucho más barato y unas 30-50 veces más
potente que el opio, pero también más inseguro: su expansión por Estados Unidos
causando más de 70 mil muertes por sobredosis sólo en 2017.
La bajada de los precios de
amapola se resiente en las familias, que este año volvieron a cultivar maíz
donde otros años sembraban amapola. Comprarlo resulta muy caro. Es algo que
conocen bien las mujeres y cabezas de familia encargadas de abastecer el hogar:
“Un bulto de maíz de la tienda de Conasupo [Compañía Nacional de Subsistencias
Populares] cuesta 450 pesos, pero el maíz criollo cuesta más de 500 pesos ¿y
quién va a poder comprar eso si somos varios integrantes?”, destaca Celia Cruz,
mientras nos convida a un caldo de pollo con quelites.
Luego de la siembra, el riego, el
cuidado de las matas (con la compra de fertilizantes y vitaminas) y el rayado
de los bulbos, las familias que cultivan amapola apenas sacan 600 u 800 gramos,
y si logran cosechar un kilo pueden ganar unos 8 mil pesos al año. Fotos:
Arriba: Lenin Mosso; abajo: Inés Giménez, SinEmbargo
CULTIVAR, RESISTIR Y SORPRESA MILITAR
La Sedena estima que en el
estado de Guerrero (principalmente en la Sierra, pero también en la Montaña)
está el 60 por ciento de la producción de opio nacional. Antes las y los
campesinos indígenas que cultivaban amapola se escondían frente a la presencia de
los militares, pero esto está cambiando. Esto resulta sorprendente hasta para
los propios solados rasos. Aunque estas plantas sigan penadas bajo la Ley
Federal de Salud y el Código Penal Federal, ahora muchas comunidades hacen
frente a los guachos, como son conocidos los militares en la región, que vienen
a destruir las plantas.
En medio de un bloqueo
carretero, comienza a hablarme de manera aparentemente fortuita un hombre
joven. Está oscuro, se respira el aire limpio de la montaña. Al principio desconfío.
Este lugar es fermento de oídos, les llaman orejas. Luego pienso que, al fin y
al cabo, estoy reporteando pobreza. Le dejo hablar y asiento. Está destinado en
Guerrero desde hace nueve meses.
–He andado en todo el estado
de Sinaloa y Durango y allí (los campesinos) no se acercan, sí nos dejan
destruir los cultivos (de amapola y marihuana). Tienen miedo de que uno les vaya a hablar… ese miedo tiene que
ver con el pasado, supongo; pero aquí en Guerrero la gente protesta.
–¿Dónde, cómo protesta?
“Hemos ido a Escalerilla, a
Zapotitlán; a Cerro Verde, por la Sierra… Por Metlatonoc y por Cahuañaña. Una
vez éramos 18 y aun así salieron dos mujeres con palos a pegarnos, hablaban en
dialecto (sic), no les entendíamos, a mi me daba risa, seguimos trozando y
luego dejamos un pedacito. Es violento que no podamos hacer nuestro trabajo,
ojalá comprendieran que sólo es nuestro trabajo, como ellos tienen el suyo. Si
se legalizara la marihuana el precio caería y nosotros ya no andaríamos como
locos destruyendo cultivos en la sierra”, concluye este soldado, que prefiere
mantenerse en el anonimato.
“He andado en todo el estado de Sinaloa
y Durango y allí (los campesinos) no se acercan, sí nos dejan destruir los
cultivos (de amapola y marihuana). Tienen miedo de que uno les vaya a hablar… ese miedo tiene que
ver con el pasado, supongo; pero aquí en Guerrero la gente protesta”, dice un
militar. Foto: Inés Giménez, SinEmbargo
Después, en el autobús de
línea hay otro guacho. Es muy joven, supera los 18 años. Habla con su mamá por
teléfono. Ha pasado las pruebas físicas para entrar en el Ejército. “Está muy
bien pagado, me pagan por no hacer nada, por estar quieto en el retén”, le
dice.
Se atribuye a la Presidencia
de Felipe Calderón Hinojosa la llamada “guerra contra las drogas” de la
Iniciativa Mérida, que, entre 2008 y 2017, implicó la inversión de más de 2 mil
800 millones de dólares estadounidenses para
equipamiento bélico-militar de la Secretaría de la Defensa Nacional de
México e incrementó el control de fronteras y reforma de sistemas de justicia.
Pero el narcotráfico se ha considerado una amenaza a la Seguridad Nacional
desde los años ochenta y la injerencia de Estados Unidos en la política militar
mexicana se remonta varias décadas.
Ya en 1966 se llevó cabo el
Plan Canador y en 1977 se puso en marcha el Plan Condor, la primera estrategia
de erradicación de gran envergadura a nivel hemisférico: se desplegaron 10 mil
militares para la destrucción de cultivos en el Triángulo Dorado [que comprende
a Sinaloa, Sonora y Durango], como más o menos (sólo más o menos) cuenta la
temporada mexicana de Narcos, la serie de la multinacional Netflix.
AGRAVIOS Y AGRESIONES MILITARES HISTÓRICAS
En la Montaña de Guerrero,
los guachos no son queridos. La memoria de la Guerra Sucia, de Aguas Blancas,
levantamientos, cateos, desapariciones forzadas, violaciones sexuales,
allanamientos, detenciones arbitrarias, desplazamientos, su responsabilidad (al
menos por omisión) en la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y un
largo etcétera deja una estela negra en la memoria. Lo que la gente calla, lo
hablan las piedras.
También en Juquila Yucucani,
en cuya Comisaría se ha reunido una asamblea para discutir asuntos comunitarios
y recibirnos, tienen un mensaje claro: “En presencia de ustedes pedimos de que
aquí no queremos ver más a los militares.”
Varias mujeres y hombres van
llegando, unos se van, otros permanecen. Se hace un círculo, los niños juegan,
y los más pequeños cuelgan del rebozo de sus mamás. De nuevo se precisa
traducción. Toma la palabra Cruz Juárez Luna, uno de los principales de la
comunidad. Guarda una memoria detallada de los acontecimientos pasados.
“En 1988 los militares
empezaron desde el río tirando balas hasta llegar aquí a la comunidad. Se
comían lo que encontraban a su paso, pollos, chivos, venados. En aquel entonces
las casas eran de madera y zacates, les prendían fuego y las incendiaban”,
dice. Mueve sus manos, señala el pueblo, endurecido por el polvo y el calor.
“De la capilla de la
comunidad hicieron su corral, ahí metieron sus caballos. En esa ocasión nos
vimos desplazados. Varios de nosotros nos fuimos a San José Yosocañu, otros nos
fuimos para Putla, a los Mesones, por el Rancho, por la Trinidad… Nos regamos”,
narra.
La gente asiente. La
traducción se antoja fiel. Se habla de violaciones sexuales a las mujeres,
recuerdo hiriente de un pasado que yace enterrado en un denso silencio.
Son muchos los rumores que
cuentan que fueron los militares quienes introdujeron la semilla de amapola.
“El cambio empezó a darse después del desplazamiento forzado que hubo aquel
año. A los dos ó tres meses algunos regresamos, por arraigo a la tierra y a la
casa de nuestros abuelos, pero desde aquel entonces a mucha gente le entró el
temor de no querer venir aquí, los militares venían constantemente, se empezó a
dejar de sembrar el maíz”.
Y cuando la amapola ya estaba
dentro los militares llegaban y acampaban por la vereda del pueblo. “Nos
amenazaban con que fuéramos a acarrear su agua, su leña… y sino queríamos
hacerlo nos apuntaban con las armas. Si nos encontraban en el campo nos
obligaban a bajarnos los pantalones y nos revisaban hasta los testículos para,
ellos según, ver que traíamos”, continúa Cruz Juárez. “Cuando llegaban donde la
familia tenía su cría de pollo o de guajolotes, sin lástima agarraban unas
varas de 5 ó 6 metros, y se los traían”.
“En 1988 los militares empezaron desde
el río tirando balas hasta llegar aquí a la comunidad. Se comían lo que
encontraban a su paso, pollos, chivos, venados. En aquel entonces las casas
eran de madera y zacate, les prendían fuego y las incendiaban”, dice Cruz
Juárez. Fotos: Arriba: Lenin Mosso; abajo: Inés Giménez, SinEmbargo
“Robaban chivos y se los
comían; petates, machetes, servilletas o vestimenta, ropa… todo lo amontonaban
y lo quemaban, dejaban sin nada a la gente”.
En 1999, los militares
desaparecieron a un compañero y mataron a dos vecinos. Se armó una comitiva y
sus cuerpos fueron recuperados en Acapulco. Aunque el Ejército admitió los
muertos y su responsabilidad en los sucesos, nadie fue juzgado. El caso quedó
impune.
Hace dos años, en marzo de
2017, un helicóptero Bell 202 fue atacado a tiros por la zona [en Putla,
Oaxaca, según los habitantes de Yucucani; y en Yucucani, según los de Putla].
Poco después, los habitantes de Yucucani, hartos de las promesas de campaña
incumplidas del presidente municipal, Juan Javier Carmona, lo metieron en la
cárcel. Una Comisaría, una Iglesia, pavimentación de las calles, un centro de
salud, una ambulancia y mejora de los caminos eran sus reclamos. “Entonces,
cuenta Aarón Díaz Salazar, abogado del CDHM Tlachinollan, “es cuando se conoció
ese pueblo del que nadie hablaba”.
Mientras tanto, y a pesar de
la disminución de la siembra, la erradicación de cultivos en la montaña de
Guerrero ha continuado, y en algunos municipios, como Acatepec y Zapotitlán,
este año fue principalmente aérea, ocasionando no sólo daños a los cultivos de
amapola, sino también a parcelas de maíz, plantas frutales de mamey, toronja,
plátanos, mangos, granadilla, garbanzos, huertas de café, de aguacate y
criaderos de peces. Esto a pesar de que la Sedena, en oficio escrito, planteó
al CDHM Tlachinollan que “el químico que se utiliza para fumigar la amapola no
daña cultivos alimenticios”.
En este contexto, más de
cuarenta comisarios de Zapotitlán y Acatepec se reunieron para interponer una
queja, venciendo el miedo de arrestos y penalizaciones históricas por sembrar.
“Si vas limpiar la milpa la
huerta o la amapola te pagan 80 pesos, eso no alcanza, si fuera 150 o 200 para
poder alimentar la familia. Muchas bocas para alimentar es lo que se da aquí en
Guerrero”, dice el comisario suplente de una comunidad de Acatepec, indicando
que hacía 18 años que el Ejército no fumigaba en helicóptero, pero que este año
pasó, destruyendo no sólo la amapola sino “árboles frutales, el agua, estanques
de peces”.
Además, obviamente, el
Ejército destruyó los cultivos de amapola, que tanto esfuerzo y trabajo
conllevan, una inversión que recae fundamentalmente en los campesinos ya
empobrecidos por el desplome del precio de la amapola. Para sembrarla “tienes
que empezar desde la deshija, desde la siembra, escarbar, ablandar la tierra,
quitar todo el pasto, meterle líquido, porque como llega mucha plaga también
eso, meterle vitaminas, abono, mangueras, separar las plantas, y como son
plantitas chiquitas hay que agarrar una por una y es bien laborioso… se
necesitan peones, el jornal diario antes estaba a 150 pesos, ahora a 50”,
cuenta un vecino de una comunidad de Zapotitlán.
ALTERNATIVAS A LA ERRADICACIÓN DE CULTIVOS
Los pobladores buscan un mercado regulado de amapola en el que el
Estado se haga cargo de la distribución; la otra, un bono compensatorio para
desincentivar la producción.
“Si el gobierno no quiere que
trabajemos en la siembra del cultivo pues que aporte un programa de 10 mil
pesos por niño, para así comprar los libros, mochilas, alimentos, vestidos”,
dice Santiago Sánchez. “La otra alternativa es que nosotros sembremos, y que el
gobierno venga a ver qué cantidad estamos cultivando, la recoja y se encargue
de hacer lo que tenga que hacer con la droga. Igual que se compra el maíz…”,
añade.
Esto lo plantea conocedor de
algunos rumores sobre iniciativas de legalización de cultivos de amapola, como
la que hicieron diputados del Partido Ciudadano en 2016, y en 2018. En ella planteaban
la “regularización del cultivo, producción y comercialización de papaver
somniferum o adormidera con fines científicos y medicinales, para atender la
crisis en el acceso de medicamentos controlados para los pacientes que
requieren de cuidados y paliativos; además de contribuir a frenar la violencia
producto del prohibicionismo”.
“La otra alternativa es que nosotros
sembremos, y que el gobierno venga a ver qué cantidad estamos cultivando, la
recoja y se encargue de hacer lo que tenga que hacer con la droga. Igual que se
compra el maíz…”, dice Santiago Sánchez. Foto: Lenin Mosso, SinEmbargo
Esta propuesta, que vio luz
verde en el Congreso local pero que tiene que ser discutida a nivel federal,
también consideraba que la legalización y la regularización también generaría
“que los agricultores que la cosechen reporten ingresos fiscales, se genere un
aumento de empleos formales… y que los grupos delincuenciales disminuyan al ser
reconocidos los productores, comerciantes y empresarios de un sector con
mercado legal”.
En este sentido, a fines de
febrero se realizó en el Senado de la República, el foro “Regulación de la
amapola: retos y perspectivas”, auspiciado por el Senador priista Manuel Añorve
Baños y en el que participó, entre otros representantes de bancadas políticas,
Miguel Ángel Osorio Chong, para discutir la conveniencia o no de la regulación
de la amapola.
Para varias organizaciones de
derechos humanos guerrerenses creer que la legalización es la panacea y que con
ella se acabará la violencia resulta un poco ingenua. Por un lado, el que
producto sea legal no garantiza que no se trafique con él. Por el otro, las
brechas de trabajo informal son inmensas. Además, en la actualidad, más
violenta que la disputa territorial por el control de las rutas de amapola es
la disputa por los territorios mineros del Cinturón Dorado, en la región norte
del estado, lo que es una mina de oro y sangre.
(SIN EMBARGO/ INÉS GIMÉNEZ DELGADO/ MARZO 24, 2019,
12:05AM)