martes, 13 de agosto de 2024

MALAYERBA: EL ÚLTIMO ADIOS


Dos hermanos. Desmadrosos los dos. Muy unidos, muy chambeadores. Y cómo querían al viejo, al tío, a quien igual llamaban abuelo.

Lea: Malayerba: La credencial

Cada final de viaje era una fiesta. Terminado el jale, ya en paz, con los músculos aguados, las piernas estiradas, el bote helado en la mano, los dedos extendidos y ofrecidos, contaban las ganancias y se hundían en una orgía de viandas y yeleras.

Eran sus ciclos. Los periodos de chamba empezaban con la compra de mercancía. Qué hay para mover ahora. Mariguana, coca, de qué se trata. Tenían quien les sembraba. Allá, arriba, varios predios esperaban la semilla. Y esa cosecha los esperaba a ellos.

Y abajo, en la ciudad, en los sótanos del mercado de la señora eternamente blanca y de sus poseedores, se las arreglaban para el trasiego. Ellos tenían quien los surtía: fuente segura, buenos clientes, negocio exitoso, redondo, festejo asegurado.

Entonces, con la mercancía a la mano y los paquetes acomodados en camionetas y camiones, había que empezar los recorridos. Ya alguien, del otro lado de los horizontes no tan lejanos, los esperaba con las bolsas llenas, los billetes amarrados.

Tiempo de gastar. Las ganancias se les salen de los bolsillos. Los billetes se desparraman, se sueltan, les nacen alas, practican un poco y después vuelan solos: emergen, pasan de bolso en bolso, de un maletín a otro, se les caen de las manos que ahora son flácidas y generosas.

Sin muchos bienes. Sin estridencias ni la tambora en la cochera. Nomás así. Sembrar, cosechar, mover, transitar, cobrar, tener, tener, tener, tener. Tenencia efímera: dura más un pedo en la mano que ese fajo de dólares.

Ah, qué vida la nuestra. Que a toda madre, verdá hermano. Sí, a toda madre, carnal.

La casa en el rancho. Cerca, muy cerca de la casa. Cada uno su camioneta. La más nueva, la que está más o menos arreglada, equipada con rines, estéreo y amplificador, es del 2000.

A ninguno le interesa figurar en la mirilla telescópica de algún francotirador. No quieren que los persiga la Policía. No andan con esa pinta placosa de polarizados profundos y polvo en la parte trasera del asiento o escuadras fajadas.

Nada de traer las torretas encendidas, huyendo, siguiendo los sinuosos caminos de la sierra, con los proyectiles buscándolos en el viento, en esos vericuetos propicios para la persecución, idóneos para la muerte. No, nada de eso.

Ellos tranquilos. Desmadrosos y unidos. Pero el desmadre era entre ellos. Casi íntimo, discreto. Muchas nueces, poco ruido. Así se lo habían propuesto. Negocio paulatino, despacio. Nomás pa’ vivir. Pa’ pasarla bien. Cotorrear. Y luego luego volver a empezar.

Y el tío ahí. De frente, mimándolos desde morros. Cuidándolos desde jóvenes. A golpe de consejos, de jugar con ellos. De estar ahí, como genio de la lámpara: brazos cruzados, en vigilia, aguardando, a ver qué se ofrece, qué pasa, qué hacemos.

El tío-abuelo siempre fiel. Siempre ahí. Afable, cercano, cálido y presto. Mi tío es a toda madre, pero también es el padre, el abuelo, la madre, el amigo. Y todos los abrazos perdidos.

Era. Porque en eso murió. Estaba enfermo. Lo detectaron tarde. Temprano para despedirse, a sus ochenta. Les dijo gracias, los abrazó. Lo besaron y le dijeron adiós.

Lo enterraron ahí cerca. Y ya con la tierra encima, uno, el más grande, dibujó una cruz con cocaína sobre la tumba. El otro esparció semillas de mariguana. El primero aspiró polvo del suelo. El otro sacó la canala. Y se fueron a pistear.

Artículo publicado el 04 de agosto de 2024 en la edición 1123 del semanario Ríodoce. 

MALAYERBA: LA CREDENCIAL


Manuel el pesado: una pistola Walther enredada y siempre lista en los linderos de su pantalón, las muescas por tantas muertes firmadas por su cañón, y el poder de enfriar a alguien, darle piso.

Un día una persona que lo conoce le preguntó qué se siente matar a alguien. Hubiera sido mejor el silencio que diera pie a la especulación a ese bisílabo abominable que pronunció: nada, no siento nada.

Ya no respondió a la siguiente pregunta de su interlocutor, que más pareció una imprudencia: ¿Y alguna vez sentiste, sentías…?

Dio la media vuelta y se fue.

El codo de su esposa golpeándole la costilla lo despertó. Ei, levántate. Alguien está en la casa, alguien se metió. Tres de la mañana. Despegó los párpados. Esta vez no era un jale propio. Algún intruso se estaba aventando un jale en su casa.

Su esposa había escuchado pasos. Ruido en el piso de abajo, antes en el patio, la cochera. Pasos en los pasillos. Pasos en la escalera.

Se sentó en la cama. Bajo su almohada la Walther. Dos fusiles cuernos de chivo erectos, recargados en la pared, a medio metro del colchón. Ahí vio al intruso, traspasando la oscuridad de la recámara, y su silueta dibujándose por la escasa luz que permitían las persianas.

Saltó con la escuadra empuñada. El desconocido se vio sorprendido y salió corriendo del cuarto. Brincó por encima de los últimos cinco escalones de la escalera. Tropezándose logró alcanzar la puerta principal y a pasos agigantados evadió el barandal frontal.

Manuel en calzones. Con la camiseta blanca que siempre se ponía para dormir. Descalzo y con la Walther en la derecha. Corriendo tras él. Gritándole ei cabrón, hijo de tu pinche madre, párate, pérate chingada madre, pérate o te disparo.

Lo alcanzó a dos cuadras adelante. Ya traía una bala alojada en el muslo derecho. Cayó derrumbado, agitado. Él llegó poco tiempo después. Segundos atrás, igualmente excitado y tambaleándose.

No que no te parabas hijo de la chingada. Creíste que te podías meter en mi casa, como si nada. Que me podías robar. Te equivocaste, te equivocaste de casa y de cabrón. Ahora te voy a dar piso para que no te andes metiendo con cabrones.

El tipo se le quedó viendo: sobresaltado por tanto brinco y corrida, y asustado por Manuel y esa pistola que brillaba entre las piedras y el lodazal. Engrandeció los ojos. Quiso hablar. Pero Manuel se lo impidió. Un balazo en el pecho, de cerca.

Regresó despacio y seguro. Cuando llegó a su casa se dio cuenta que la ropa con la que había llegado a la recámara no estaba. Se la llevó este güey. Y recordó que en la bolsa del pantalón estaba su identificación.

Si lo encuentran tirado ahí, desangrado y sin vida, no hay pedo. Pero si encuentran mi ropa y la credencial me van a chingar. Se dio la media vuelta. Caminó de prisa pero sin la velocidad de la persecución.

El cuerpo seguía tirado. La sangre a los lados. Abrazando la ropa y otros objetos que eran parte del botín. Se agachó para recuperarlas. Y lo escuchó resollar. Tenía los ojos abiertos, igual de engrandecidos. Pero no los movía.

Sigues vivo, cabrón. Sigues. Tomó la pistola y jaló. Esta vez apuntando a la cabeza. Se llamaba, dijo para sí, para que nadie lo escuchara. Hizo el recuento: pantalón de marca, camisa negra y manga larga. En las bolsas la billetera. Y en la billetera la credencial.

Uf. Suspiró. Sintió alivio. Sintió nada.

Artículo publicado el 28 de julio de 2024 en la edición 1122 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: SEGUNDO, TERCER FRENTE

 


Ella lo sabía. Lo sabía su hermana, su madre, las amigas y vecinas. No importaba: el señor es casado, tiene hijos, es narco. Es cierto. Pero tiene mucho dinero, mucho. Muncho, decía ella, embrujada y sedienta por el bulto de billetes en sus manos.

Iba con ella para arriba y para abajo. Centros comerciales andados y desandados, hasta los callos. Qué le hace que se canse en esas zapatillas de tacón de clavo de acero o que el pantalón ajustado, de mezclilla, se le menee tanto como ese patio trasero y vaya enseñando con su andar el montecito de vellos que marca el lindero inferior de su espalda.

Nada de eso es importante. Tampoco que la oculte detrás de los cristales polarizados de ese carro 300, color crema, que él tenía. Ella podía soportar incluso que la dejara ahí por minutos, horas, cuando la llevaba a sus vueltas.

Él iba a visitar a sus amigos, acudía a las fiestas y la llevaba a casa de sus familiares. También a los velorios y a las reuniones de negocios. Pero siempre la dejaba ahí, adentro, cobijada por la oscuridad, oyendo a Valentín, en el aire acondicionado.

A quién traes ahí. A nadie, una amiga. Y su silueta delgada podía verse apenas, a duras penas, afinando los ojos, del otro lado del polarizado. Y el carro prendido. Los seguros de las puertas activados. Nadie entra ni sale. Ni ella.

No le vayas a decir a Lupita. Lupita era su mujer. Ella se las olía, le reclamaba sus ausencias y los mapas de bilé en las mangas y el cuello de su camisa, como tatuajes efímeros en la piel de sus cachetes y pectorales.

Vete a la chingada, le contestaba iracundo a su mujer, cuando ésta le gritaba que dónde andaba, que ya sabía que se iba de puto con las pinches viejas.

Y aunque conocía la clase de esposo que tenía, no había llegado a sorprenderlo en ninguna de sus jugadas. Y a pesar de eso, de que le valía, él seguía pidiendo a sus parientes y amigos que no le fueran a contar a su mujer que ahí, en el carro, traía a alguien.

Ese alguien sin nombre ni edad. Pero con buena silueta y buena para aguantar, aguantarlo. Hasta los golpes: los más recientes fueron en el cuarto de un motel: ella le preguntaba por su mujer y él le decía que no se metiera, ella insistió y él le soltó dos cachetadas.

Abrió el bote de cerveza, lo batió frente a ella, que estaba hincada sobre la cama, y dejó caer el líquido frío sobre su cabeza. Batiendo el bote y mojándola, desparramando el ambarino para que le llegara a sus pechos, panza y piernas.

Ella lloró. Salió de ahí moqueando y en silencio. Le contó a su mamá. Me sentí como una perra, una puta. Y su mamá le contestó no te agüites, así son los hombres. Pero tiene dinero. Acuérdate: muncho dinero.

De lo otro que se enteró ni se inmutó. Su amiga, esa a la que él calificaba como la más buenota, incluso más que su novia, necesitaba dinero y se lo pidió. Él le contestó que sí, pero que iban a dar una vuelta, a cotorrear. Y cotorrearon más allá de las prendas.

Ni modo, mi’jita, así son los hombres. Ni le digas nada.

Él platicaba con orgullo. Tenía esposa, novia y se había acostado con la amiga. Ella lo sabía. Y le hablaba al celular. Mi amor, estoy triste. Ven por mí, ya me desocupé de la estética. Te espero para que me lleves a comprar zapatos. Te amo chiquito.

Artículo publicado el 21 de julio de 2024 en la edición número 1121 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: REY MIDAS

 

Buena onda, generoso a la hora de invitar a los amigos, simpático y despreocupado. Y con una puntería envidiable para los negocios.

El rey Midas, le pusieron. Desde joven, estando en la universidad, se le vio emprendiendo changarros y todos ellos fructificaron. Invertía poco, porque en ese momento poco tenía, pero sacaba y sacaba dinero resultado de las ventas.

Luego le dio por las botas de avestruz, los pantalones versach. Compró una camioneta: n’ombre compa, no es una camioneta, es una camionetona, con unos rinotes, unas llantonas, estéreo de alto voltaje, tablero de madera, toda equipada.

Su fama creció en la escuela. En las calles lo veían y lo ubicaban. Su imagen engrandeció y se multiplicó a su paso, con sus éxitos. Tenía pegue con las mujeres y seguía siendo aquel tipo simpático y afebril. Combinó esas virtudes, su popularidad, con la discreción.

Pero lo discreto se le perdió pronto: eran muchos sus jonrones en los bisnes, la lana le caía a raudales, sumar y sumar; pocas restas y muchas multiplicaciones. Florecieron las bolsas de sus pantalones y engordaron su billetera.

Compró un lavado de carros y le llegaban camiones, automóviles, camionetas. Luego abrió una butic. Los pesos se le hicieron billetes. Los billetes emigraron a fajos, y luego a maletas colmadas, negras y cafés, de piel, con combinación.

Siguieron las borracheras en sus negocios. Los éxitos son para las fiestas. Las fiestas para compartir. Los señores, como él les llamaba, llegaron siguiendo sus huellas sobre el pavimento, olfateándolo, escuchando sus pasos rotundos por ese mundo empresarial.

Van a venir los señores, prepara todo: cerveza, tequila, güisqui, música, viandas de mariscos, cortes de carne asada, botanas, paté de jaiba y camarón.

Puso después un restaurante. Y en la lista de eslabones de ese ojo clínico para poner negocios, exprimirlos y seguir con vida, incluyó una tienda de teléfonos celulares y una estética para hombres y mujeres.

Adquirió tres casas. Ya tenía para entonces esposa, dos camionetas y un automóvil compacto del año. Las casas las dividió: esta para las borracheras, las reuniones con los amigos, los señores, esta otra para la familia, aquella para descansar y perderse.

A la residencia que tenía para sus francachelas le construyó en lo alto, en una terraza amplia que asomaba a la calle, una palapa, braseros grandes, con acceso directo desde el patio.
Aquí podemos divertirnos, pistearnos. Y estar pendientes de la calle, de los que pasan, por si se ofrece algo.

Una noche, en medio de una de esos encuentros de borrachera y alborotos, negociaciones y comilonas, se le incendió la palapa. Le preguntaron qué pasó. Nada, nada. Pero estaba claro que había sido un atentado. Un disfraz de accidente. Un aviso.

Le dijo a su mujer: si me buscan no estoy, no me has visto. Por qué, le contestó. Tengo miedo, me traen ganas, quieren hacerme daño.

Pasó de sus casas a otras de parientes y amigos. Dos horas, una noche, de madrugada, a salto de chapopote y ladrillo. Pasó algunos de estos ratos de fuga en hoteles y moteles. Luego no supieron.

El canalero empezó viendo huellas de camionetas de llantas grandes. Vio como cinco rodadas en ese pedacito de veinticinco metros. Huellas de pisadas, de botas. Avanzó unos pasos y un centenar de casquillos grandes aparecieron detrás de unos matorrales.

Y allá, a pocos metros, el bulto del Rey Midas. Rey muerto. Cien tiros.

Artículo publicado el 14 de julio de 2024 en la edición 1120 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: LÍNEA MORTAL

 

Y más vale que te vayas al quirófano. Aquí en toco nosotros nos la arreglamos, pero allá necesitan ayuda.

De qué se trata. Avanzó preguntándose y acelerando el movimiento ondulatorio de su falda blanca. Una enfermera del Seguro debe estar dispuesta, alerta. No puede espantarse ni hacerse para atrás. Tiene que seguir, seguir, seguir.

Quiso dar la media vuelta cuando ingresó a la sala de cirugía. Era un plebe, un chamaco. No llegaba ni a veinte. Plebito, plebito.

Tendido y a su alrededor tres médicos; todos ellos especialistas: uno le metía mano y cuchillo en la parte de atrás, en la cabeza; el otro estaba esmerando sus utensilios en uno de los brazos, y uno más peleaba con tripas y pedazos de órganos en el costado izquierdo.

La escena le pareció grotesca. Sangre y más sangre. Borbotones, charcos, hilos rojos, dejando de latir, en algún lugar de la cama, del piso, de las batas y guantes, de todo ese aparaterío.

Las enfermeras atrás, a los lados, al fondo. Movían las máquinas y pasaban tijeras. Bombeo de emergencia. Corrían unos metros y luego media vuelta, de regreso. Salían por medicina y entraban con jeringas listas para las venas ya grises, ya opacas, tenues, en pleno viaje de ida.

Joven y blanco. Alto, se veía fuerte el chavalo. Se veía fuerte, pero ahí, tendido, estaba perdiendo el pleito y lo estaban perdiendo ellos, los de gorros, bisturís y batas.

No había espacio para el retorno en esa carretera veloz por la que transitaba el muchacho aquel. No había forma de regresar. Era eso y eso. Sin opciones a los lados ni miradas hacia atrás. Sin estatuas de sal ni revire ni titubeo. Colisión: así es la vida de un pistolero.

El que peleaba con los jirones ya dormidos había tomado la decisión de amputarle el brazo. El que estaba agarrado a trompadas con las tripas y los dentros, había sepultado en el vientre a un costado muerto. Y el de la cabeza suturaba con una mano y con la otra apretaba la pinza que sujetaba una bala.

Uno de ellos viró hacia la enfermera. Listo. Terminamos. No hay nada qué hacer. Ella lo miró y vio en los ojos del médico, escuchó en su voz, la resignación. Ella lo experimentó en sus oídos y en sus ojos, que también escuchaban.

Hágame un favor, le dijo el especialista. Vaya a su lugar. Así, tranquilamente. Vaya y no diga nada. Allá afuera hay un desorden y va a sobrar quién se acerque a preguntar cómo está el muchacho.

Usted calmada. Así, como estoy yo, calmada. Les debe contestar: no sé, apenas los médicos, ahí están todavía, batallando, haciendo la lucha, operándolo. Y ya, no diga más ni voltee ni dude. Y siga adelante.

Salió del quirófano y se topó de frente a dos militares y sus fusiles “getrés”. Le preguntaron. Al dar la vuelta por el pasillo hicieron lo mismo unos federales. Unos pasos más se le arremolinaron parientes, periodistas, policías. Todos preguntando.

Cumplió la fórmula al pie de la letra. Todos conformes con ella, pero envueltos en ese torbellino dubitativo e irrespirable.

Después supo la historia completa. El chavo era un matón. Sus enemigos le ganaron el jalón a él y a otros dos. Le dieron treinta balazos. Le destrozaron órganos vitales. Y cuando ella ingresaba a la sala de operación, en el monitor ya sonaba el piii de la línea mortal. Y alguien la apagaba.

Artículo publicado el 7 de julio de 2024 en la edición 1119 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: MAL DE FAMILIA


Parece que la muerte les sienta bien. Y la vida se les va, uno a uno. Empezaron con uno de los hijos. A balazos lo cazaron cuando llegaba a su casa. Lo otro vino después y no fueron necesarias las balas.

No se le notaba mucho. Pero era un hecho que andaba metido. Sin una vida ostentosa ni carros lujosos, pero andaba. Esa vida apacible se vio trastocada pronto. El negocio lo quiso así y todo se le vino encima, como bola de nieve.

Por deudas, negocios mal terminados, diferencias o envidias. Quién sabe. Lo cierto es que prácticamente lo “cazaron”. Primero lo levantaron, al día siguiente fue encontrado muerto: atado de manos y con el tiro de gracia.

Era diciembre. Mal mes para morir. Canje de posadas por novenario. Una madre enferma que parecía no estar en peligro. Un hermano abogado y entrón. Un padre taquero por la Obregón.

Pero la muerte tiene permiso. Pasó el novenario y las exequias. En el panteón todos se veían desmoronados. La despedida fue dura y cruel. Lo de siempre: llantos, abrazos a esa caja fría y gritos de dolor.

Ahí se despidió su madre de él. La señora se puso de pie entre los asistentes. Y le dijo adiós por él, cuyo cuerpo ya depositaban en la cripta, y por ella: al siguiente día murió. Estaba enferma, sí. Pero la calaca no necesitó de eso.

Qué navidad ni qué nada. Salían de aquel velorio y ya estaban en otro. Había en ese ambiente una mezcla de rabia y tristeza. Y todo por partida doble: dos muertes inesperadas, parte de la misma familia.

Ahí, sombrío e impotente, el joven abogado se decidió. Sabía que no iba a haber justicia. Que del lado del gobierno no habría detenidos. Que nunca encontraría nombres ni causas si esperaba esa vía.

Así que se decidió por su cuenta. Inició pesquisas. Preguntó con amigos y gente del negocio, cercana a su hermano. Encontró algo, poco. Indicios, huellas, sospechas. Pero la cuerda le duró unos meses.

Llegaron advertencias que luego fueron amenazas. Tocó fibras prohibidas. Creyó tener enfrente al remitente de esas balas que acabaron con su hermano. Pero no hizo caso a los emisarios y siguió de largo.

Hasta que se topó. Ahí, muy cerca de la casa de su hermano, le dispararon. Los matones lo alcanzaron. A quemarropa acabaron con él.

Otro novenario. Nuevo sepelio. Y nuevas amenazas: con esas palabras que pesan y que caen en las trompas de Eustaquio como martillazos, le dijeron: vete o sigues tú.

Por qué la saña. Por qué. Se le hizo fácil. No creyó. Siguió en esa carreta de tacos. Pensaba qué tanto había quedado debiendo su hijo, el mayor. Qué tanto para tantas muertes.

Eran una familia de seis. Ahora solo quedaban tres. Y cada uno en su sitio. Ninguno metido en el negocio. Todos queriendo olvidar. Desgastados y adoloridos por tanta muerte. Ya no querían más.

La carreta de tacos. El otro que andaba en la mecánica de automóviles. Tratando de recuperar la cotidianidad. Había pasado casi un año y en el recuento de los daños las pérdidas eran altas.

Hasta ahí llegaron. No tenían pierde. Él siguió ahí, en su carreta. Y había que cumplir la amenaza. Los que antes usaron el teléfono esta vez iban armados. Y le cumplieron: él estaba en la lista.

Ahora hay nuevo novenario. Y los deudos, los dos, se preparan para emigrar. Quieren otra ciudad. Tal vez otro país. Allá quizá la muerte no los alcance más.

Artículo publicado el 30 de junio de 2024 en la edición 1118 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: QUIERO DESCANSAR


El jale había sido bueno. Buenos los dividendos. Ameritaba un pachangón. Y eso hizo, pero no terminó ese día ni el otro.

Ahí en la colonia era apreciado. Todos sabían que era narco. Todos lo querían: era una persona apacible, chaparro, moreno claro, citadino, sin estridencias ni escándalos en la cuadra.

Saludador y empalagoso. Pero no se metía con nadie. Al contrario, ayudaba a los de enseguida igual que a los de enfrente. Los niños coincidían con él en la calle y era para que empezaran juntos a patear la pelota o jugar béis.

Pero incluso era igual en sus pedas. No había en su conducta o de su gente actos de prepotencia o agandalle. Tampoco amenazas. Era uno más en el barrio, con la diferencia de que tenía mucha lana. Y poder.

En sus pachangonas no pasaba nada. Excepto que se emborrachaba, llegaba la banda y no se sabía a qué hora iba a terminar. La música podía continuar y los vecinos unirse al festejo. No pasaba de ahí.

Esa vez empezó temprano. Mandó comprar comida. Pidió como siempre la banda. Carpas, sillas, mesas y mucha cerveza. Esto tenemos que festejarlo. Y es que todo le había salido bien: mucho dinero, ninguna baja y todos contentos.

El primer día fue explosivamente reventado. Nada tenía fin y el rastro de la cerveza y la comida era una madeja interminable.

El segundo día fue de cansancio. La banda se fue porque sus integrantes ya no podían soplar. Y como si fuera una carrera de relevos le entregó el turno a otra para las próximas 36 horas.

Y el tercero fue de hartazgo. La comida, exquisita y en cantidades industriales, parecía un castigo divino. Los tomadores empezaron a menguar su carrera desenfrenada. Y los meseros habían desertado felices y extasiados, con paga y propina.

Solo quedaban el festejado y dos o tres de sus integrantes de su séquito. Seguían ahí, a media calle, bajo la carpa del centro y entre las sillas y mesas vacías. Solos ellos y la banda.

Los vecinos ya no podían. No habían dormido en dos días y ya iban por el tercero. Salían en las mañanas con las ojeras sombreándolo todo. Malhumorados, rumbo al trabajo, la escuela.

Entre ellos estaba el albañil. Dos noches irreconciliables con Morfeo y con el pípila de ese arduo trabajo encima de su nuca, encorvándole la existencia. Ya no puedo. No duermo ni me rinde en la chamba. Le confesó a su mujer, desesperado.

Este cabrón es muy buena onda. Pero ya va a cumplir tres días con su fiesta y nosotros en este infierno. Es buena onda y todo, sí. Pero ya estuvo bueno. Esa noche, la tercera, se acercó al vecino zigzagueando entre las mesas.

Estaba echado en esa silla, junto a uno de sus acompañantes. Traía una mirada torva y los ojos puestos en otro lugar. Una mueca que parecía sonrisa. Y una fiesta de doscientos cartones y quién sabe cuánto por la nariz y las venas.

Vecino ya estuvo bueno. Tengo dos noches sin descansar y no quiero que llegue la tercera. Por qué no le para y nos deja descansar. Digo, de favor. En buena onda.

El festejado lo vio como quien mira a un espectro y no le hace caso. Arrugó la cara. Quiero descansar, amigo. Écheme la mano: quiero descansar.

¿Quieres descansar?, le dijo, con voz espesa y la mirada enferma. Pues descansa: sacó la pistola y le jaló dos veces. Cuando vio la sangre y al albañil tirado se le quitó la peda. Le pidió perdón a la viuda y le dejó mucho dinero.

El vecino se fue de ahí para no volver. Con el dinero la vecina pagó la casa. Y también el funeral de su marido.

Artículo publicado el 23 de junio de 2024 en la edición 1117 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: PALACETE

 

Era un lote baldío ese que compraron. Colonia Universitarios. Basurero y meadero colectivo. Las máquinas revolvedoras, el ejército de albañiles, carpinteros, plomeros, herreros y electricistas, hicieron equipo.

Todos hicieron lo suyo para parir en unas cuantas semanas un palacete: tres pisos, cochera para cinco carros, terraza en el segundo piso y un área de servicio en la azotea, con un jardín a pocos metros del cielo.

Los de los muebles esperaron su turno. Se fueron unos y llegaron otros. Los detalles finos se abrieron paso a punta de brillos, tallados finos, maderas preciosas y colores exquisitos, pero igualmente escandalosos.

El dinero les saltaba desde las bolsas de los pantalones y los bolsos femeninos. Camionetas del año y automóviles confortables entraban y salían. La tambora no faltaba en los festejos y los movimientos en la casa eran cada vez más intensos.

Un niño de menos de diez. Una niña más chica. La joven esposa y madre, que se colgaba de todo lo que encandilara. Y un padre tan gritón como simpático. Eran los habitantes de la nueva mansión en el barrio.

Pero las abultadas cuentas bancarias, los dólares en los bolsillos y tanto lujo en tan poco tiempo y espacio, tienen su precio: su éxito espumoso dejaba a otros a la vera del camino y fuera del negocio.

Rencillas y envidias aparecieron en su vida. Pugnas por el control. Cobros de servicios, comisiones por privilegios, mermas y lastres que lo perseguían. Todo eso lo alcanzó. Se le echó encima. También sus enemigos.

Allá por Costa Rica le llegaron. Iba con su hijo, el menor de diez. Le atravesaron el cristal delantero de la lobo. Los vidrios tapizaron el asiento y tablero.

Quedó ahí, bajo el volante. Los orificios se habían multiplicado sobre la cartera de la puerta del conductor. La sangre brotaba de un cuerpo ya sin vida. Y el niño se quedó ahí, mudo, observando la muerte con el rostro de su padre.

Los sicarios se acercaron sin bajar sus armas. Confirmaron que habían concluido satisfactoriamente el encargo. Vieron al niño pero lo ignoraron. Y se fueron.

Entonces abrió las compuertas de su llanto. Gritó como un animal salvaje: pataleó, manoteó, balbuceó sin decir nada. Guardó un silencio de mausoleo y brincó al volante. Le habían soltado varias veces la camioneta y se dispuso a manejarla.

Con una frialdad que espanta movió la palanca. Agarró carretera. Viró hacia Culiacán. Siguió ese camino recto que ya conocía. No miró a los lados. No dejó de llorar. Ni se detuvo.

Como una carroza agujerada por las balas en una película macabra llegó al crucero de la salida a Navolato. Cruzó la mitad de la ciudad. Libramiento, luego malecón viejo. Xicoténcatl y Calzada de las Américas. Hasta su casa.

Ahí recuperó el llanto y el habla. Le gritó a su padre. Llegaron familiares y la policía. Hicieron preguntas que nunca contestó. Ese fue el último día que los vieron ahí.

La casa fue abandonada. La desmanteló el tiempo y los vándalos: la cochera para cinco carros perdió su portón eléctrico, el grafiti pobló la fachada y el jardín cercano al cielo se marchitó.

El palacete fue perdiendo estilo y lujo. Y se convirtió en todo un baldío, un mingitorio comunal, un rincón oscuro y decadente: un edificio en venta por cuyos intersticios asomaba el monte que el concreto había extinguido.

Artículo publicado el 16 de junio de 2024 en la edición 1116 del semanario Ríodoce.

MALAYERBA: IMPUNTUAL

 


No la dejaba salir a menos que fuera con mujeres conocidas o parientes. No podía platicar con hombres ni verlos ni saludarlos de lejos. Las llamadas telefónicas también eran sometidas a riguroso control: las que entraban y salían eran revisadas por él, teléfono en mano.

El hombre no solo era celoso. También sicario. Y estaba enamorado. Miraba a su mujer con amor y también como un tesoro preciado que nadie debía tocar ni abrir ni mirar ni escudriñar. Luego de muchos ruegos, lo único que aceptó fue que ella entrara a trabajar en una cadena de farmacias. Le dijo que además quería que fuera en esa sucursal. En ninguna más.

Solo había un problema. La joven, de buena estatura y silueta infartante, pocas veces llegaba a tiempo a su trabajo. El encargado la regañaba pero a ella no parecía preocuparle: una mueca, un bah, un pujido, un ademán despectivo. Se ponía la bata blanca y se abrochaba el gafete, recargada en el mostrador, en espera del cliente y dueña de la situación.

El encargado de la farmacia se cansó de aguantarla y la reportó. Entre él y otro encargado maniobraron para que la cambiaran de sucursal. Cuando el trámite administrativo estaba casi listo, la maroma se les cayó. El hombre tuvo que seguir soportando sus retrasos y desdenes.

Hasta esa vez que llegó un supervisor. Entró a las siete. Puntual. Vio al personal: solo dos de los tres que debían estar en ese turno. Habló al encargado y este le explicó que era una empleada problemática e impuntual, que ya había intentado cambiarla. Córrela, le dijo. Que vaya a las oficinas por la liquidación y la den de baja.

La mujer fue informada y en ese momento le llamó al esposo. El hombre, que regularmente la llevaba e iba por ella al trabajo y cuando no podía hacerlo enviaba a un pistolero de confianza para que la llevara a su casa, se encabronó cuando supo: de por sí era común que le salieran un denso manto de humo y pólvora de sus dedos y de esa mirada torva, aunque no tuviera armas en mano.

Ahorita lo arreglo, le anunció. Acudió con ella a las oficinas y preguntó por el supervisor. No quería recibirlo pero le pateó la puerta y le mostró el cañón de la treinta y ocho. Corrió el carro de la pistola y le apuntó. Te voy a matar si no le das el trabajo. Bueno, bueno. Sí, sí, sí. Hizo llamadas, vio papeles: trastabilló con sus extremidades, la lengua, respiración, la voz. Pero la vamos a poner en otra sucursal, anunció.

Cómo la ves, mi vida. Preguntó a ella, todavía con la pistola en la mano y el brazo en posición escuadra. Pujó, hizo muecas, pucheros, enchuecó la boca y lanzó un no como piedra. Es que a mí me gusta esa sucursal, la que está cerca de la casa. Y hasta ahí la llevó. De nuevo media hora tarde.

Artículo publicado el 09 de junio de 2024 en la edición 1115 del semanario Ríodoce.